Queridos lectores, suspendemos las publicaciones, como en años anteriores, hasta el 10 de Enero. ¡Feliz Navidad!

Tentaciones nihilistas

Ha querido la casualidad que los disturbios callejeros provocados por la detención del presunto rapero Pablo Hásel hayan coincidido en España con el estreno en salas de Nuevo orden, una película del cineasta mexicano Michel Franco que narra la violenta revuelta que protagonizan los desposeídos de México DF contra las élites blancas de la república. 

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El populismo, evolución patológica de la democracia

Al ocuparse de asuntos como el populismo se imponen, antes de entrar en materia, un par de advertencias, de invitaciones a la cautelaRevisión de una conferencia impartida en el «Primer Seminario Internacional para repensar el futuro ante la era Trump», invitado por el Instituto Universitario de Investigación Ortega y Gasset, en Ciudad de México en julio de 2017. El texto incluye argumentos parcialmente expuestos en diversos trabajos.. La primera, de orden general, se refiere a la eterna tentación de desayunarnos cada mañana con un nuevo fenómeno histórico, ante una nueva tendencia política. Sucede en esto como con los partidos del siglo, que hay uno cada semana. Se vio con Syriza, recibida como la revitalización de la izquierda y, hace menos tiempo, con Emmanuel Macron, acogido como señal de un nuevo amanecer ideológico, como la vanguardia de un movimiento de renovación ideológica, olvidando que ganó las elecciones por una singular conjunción de circunstancias: el sistema electoral, el temor a Marine Le Pen, una izquierda destartalada y rivales impresentables. Vamos, por chiripa, por carambola. Como le sucedió, por cierto, a Donald Trump. No digo que no podamos detectar alguna regularidad aquí y allá, pero conviene prevenirse frente a nuestra necesidad intelectual, seguramente asentada en nuestro cableado mental, de encontrar sentido, de atribuir orden y guion donde no hay más que concatenación de circunstancias. No descartemos que con el populismo suceda algo parecido o, dicho de otro modo, que en dos días se extinga la «tendencia histórica.

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Izquierda, identidad y nación

«Los obreros no tienen patria»: Marx y Engels fueron categóricos, en esto como en todo, al afirmar en el Manifiesto comunista el carácter forzosamente apátrida del proletariado y su vocación internacionalista. La conciencia de clase era incompatible con cualquier sentimiento ligado al país de origen en un momento (1848) en el que la burguesía había hecho del nacionalismo su gran caballo de batalla para consagrarse como clase dominante, utilizando la nación como elemento de cohesión social y antídoto de la lucha de clases, como trasunto sentimental de un mercado blindado a la competencia extranjera o como metrópoli de un imperio colonial en construcción. La clase obrera debía mantenerse firme ante la capacidad de sugestión de los mitos políticos, desde la nación hasta la democracia, creados por la burguesía para desviar a los trabajadores de sus objetivos históricos como clase dotada de su propia cosmovisión y de un proyecto alternativo a la sociedad de clases.

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Jugamos como nunca y perdimos como siempre: un balance de la izquierda

De acuerdo con un gráfico de Pippa Norris, la politóloga de Harvard, que ha hecho cierta fortuna en las redes sociales, los ochos años del período 2010-2017 han sido los peores de la historia para los partidos socialdemócratas, sólo por detrás de la década anterior al estallido de la Primera Guerra Mundial. Por sí solo, esto debería ser un motivo de alerta para el centro-izquierda. Pero lo es más si tenemos en cuenta que la crisis de 2008, repleta de casos de estafa, fraude, indemnizaciones multimillonarias y salidas a Bolsa temerarias parecía diseñada para asegurarle unos años de vino y rosas a la izquierda. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué la izquierda no sólo no ha sacado réditos electorales de lo que muchos consideran el fracaso del proyecto neoliberal, sino que está en uno de los peores momentos de su historia?

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Izquierda, capitalismo y utopía: comedia para el fin de los tiempos

«Estoy harto de utopías», exclama Visarión Belinski, crítico literario que formaba parte de la camarilla modernizadora liderada por Aleksandr Herzen y Mijaíl Bakunin durante las décadas centrales del siglo XIX, en un momento de La costa de la utopía, la espléndida trilogía que Tom Stoppard dedica a aquellos exiliados románticos de la Rusia zarista. En ese hartazgo, nuestro hombre se parece más a nosotros que a sus contemporáneos, impregnados de la esperanza en un futuro de armonía social y abundancia material. Tiene su lógica: aunque la literatura utópica poseía ya entonces una larga solera, su realización histórica no se produciría hasta décadas más tarde con la llegada al poder de los bolcheviques rusos. Es ahora, pasados cien años del exitoso golpe de Estado bolchevique y casi veinte después de la caída del Muro de Berlín, que simbolizó largamente la vigencia de la alternativa comunista, cuando esa ingenuidad nos resulta alarmante: la negra luz de la historia ha debilitado nuestros anhelos utópicos mediante una amarga cura de realidad. ¡Nadie otorga ya crédito a las utopías! O, al menos, eso creíamos.

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Alegato contra las fronteras

«Un nacionalista es una persona que cree que, sea lo que sea una nación (y toda percepción de la nacionalidad es altamente subjetiva y arbitraria), la sola unidad justa de gobierno es la que coincide en sus límites con una nación».

Esta concisa definición del nacionalismo tiene el mérito de poner de relieve que éste es, sobre todo, una doctrina o una ideología que trata de fronteras y, en concreto, una doctrina que establece un principio de correspondencia necesaria entre las fronteras de la nación y las del poder político soberano: según ella, la humanidad está repartida en una serie de entidades discretas y objetivamente identificables que se denominan naciones, las cuales a su vez son las unidades básicas y necesarias para que una comunidad política esté establecida correctamente. El nacionalismo reclama la frontera porque es ésta la que convierte al territorio y al Estado en propiedad de la nación.

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¿Cronenberg contra Cronenberg?

Yo diría que David Cronenberg (Toronto, 1943) ha escrito una sátira sobre las películas del primer Cronenberg, de Vinieron de dentro de… (Shivers, 1971) a Crash (1992) y eXistenz (1999), aunque el tono de su primera novela, Consumidos (Consumed, 2014) remita al tono más rutinario de un Don DeLillo insistentemente descriptivo y salpicado de comentarios irónicos contemporáneos. Si el cineasta canadiense reveló desde el principio de su carrera su voluntad de «poner a la vista de los espectadores algo que no podrán creer porque será muy escandaloso o ridículo o extraño», cabe reconocerle ahora que lo que aparece en Consumidos, siendo extraño, ha dejado de escandalizar, diluido en el flujo de sensacionalismo vigente. 

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Paseo de los canadienses 

Paseo de los canadienses es una novela gráfica sobre uno de los episodios más trágicos de la guerra civil española. Carlos Guijarro (1955, Helechosa de los Montes, Badajoz) prefiere hablar de «historia gráfica», con la dramatización necesaria para transformar hechos objetivos en un relato. «Novela gráfica» o «historia gráfica», el cómic dejó de ser un género infantil y juvenil hace mucho tiempo. 

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La cámara sesgada

Este documental contiene un gran número de hermosos momentos visuales y musicales. El reciente redescubrimiento de cuatro mil quinientos negativos de Robert Capa, Gerda Taro y David «Chim» Seymour, procedentes de la Guerra Civil, en una maleta mexicana fue un importante acontecimiento en la historia del fotoperiodismo. Los tres fotógrafos eran maestros de su oficio y sus imágenes conservan aún el esplendor de lo que uno de los entrevistados llama su «extraordinario realismo». 

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La reacción de la izquierda

Cierta izquierda ha confundido la crítica de la democracia liberal con el apoyo a las peores de sus alternativas. Nadie ha denunciado en Francia este fenómeno con tanta valentía y agudeza como Caroline Fourest, no sospechosa en absoluto de proximidad a la derecha conservadora

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Panorama sesgado

Merece la pena leer Spectrum. Es una obra recomendable, no sé si a pesar de sus altibajos o precisamente gracias a ellos. Le falta mucho para ser un libro sobre la historia de las ideas políticas en la segunda mitad del siglo XX, más o menos el ámbito temporal que pretende abarcar. Para empezar, no es un libro, sino una yuxtaposición arbitraria de artículos dispersos en el espacio y en el tiempo. Nada que objetar: es un mal que nos alcanza a todos y Perry Anderson no es ni mucho menos el que peor lo resuelve. Carece, por tanto, de unidad sustantiva: hay hallazgos conceptuales atractivos, pero la mezcla resulta poco convincente. A ratos discute sin dar un paso atrás

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Nuevas vueltas a la tuerca global

¿DÓNDE ESTÁ LA EUROPA FALDICORTA? Pese a lo que creen tantos comunitaristas, no hay sistema social complejo que no contenga subculturas de oposición. Las hubo en Roma, las hubo en la China imperial, las hubo en las ciudades italianas del Medievo. Las ha habido en todas partes y es de esperar que la cosa siga. Eso que llamamos modernidad, es decir, el conjunto definido por ciencia-tecnología, mercado e imperio de la ley, ha generado un sinnúmero de ellas. Ha habido quien creía que era posible evitarla o incluso atrasar el reloj como si nunca hubiese existido («Carabelas de Colón, todavía estáis a tiempo»); otros se han caracterizado por pensar que ese mecanismo (es una forma de decir) podía ser reemplazado

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