Al ocuparse de asuntos como el populismo se imponen, antes de entrar en materia, un par de advertencias, de invitaciones a la cautela. La primera, de orden general, se refiere a la eterna tentación de desayunarnos cada mañana con un nuevo fenómeno histórico, ante una nueva tendencia política. Sucede en esto como con los partidos del siglo, que hay uno cada semana. Se vio con Syriza, recibida como la revitalización de la izquierda y, hace menos tiempo, con Emmanuel Macron, acogido como señal de un nuevo amanecer ideológico, como la vanguardia de un movimiento de renovación ideológica, olvidando que ganó las elecciones por una singular conjunción de circunstancias: el sistema electoral, el temor a Marine Le Pen, una izquierda destartalada y rivales impresentables. Vamos, por chiripa, por carambola. Como le sucedió, por cierto, a Donald Trump. No digo que no podamos detectar alguna regularidad aquí y allá, pero conviene prevenirse frente a nuestra necesidad intelectual, seguramente asentada en nuestro cableado mental, de encontrar sentido, de atribuir orden y guion donde no hay más que concatenación de circunstancias. No descartemos que con el populismo suceda algo parecido o, dicho de otro modo, que en dos días se extinga la «tendencia histórica.