Cuando tenía veintitrés años, fui un verano a conocer el comunismo y aprender alemán en la ahora extinta República Democrática Alemana. A poco de llegar, paseando por una aldea del Hartz, alguien me gritó desde donde no pude verlo un agresivo «Kommunist!» Que en un país comunista se utilizara como insulto tal adjetivo me sorprendió; que toda la población, incluida la muchachada en camisa azul añil de la Freie Deutsche Jugend, echaran pestes en privado y a veces en público del comunismo, también me dejó perplejo; pero lo que de verdad no había imaginado era la realidad misma del comunismo. Si el periodista norteamericano Lincoln Steffens pudo decir, tras pasar tres semanas en la Unión Soviética en 1917, que había viajado al futuro y funcionaba («I have been over into the future, and it works»), viajar a la República Democrática Alemana en los años ochenta era viajar por un túnel del tiempo que nos retrotraía hasta 1945 y que, evidentemente, no funcionaba. Eso sí, era un viaje al pasado muy peculiar, porque todo estaba deslucido por el envejecimiento y, junto a las ruinas de antaño, se alzaban de vez en cuando los bloques de viviendas prefabricados de hormigón, que algún día se desmontarían, cuando hubiera recursos para restaurar la Alemania cuarenta años antes destruida por la guerra: «Dem Sozialismus gehört die Zukunft!» «¡El socialismo es el futuro!», pregonaba la propaganda con que se adornaban las calles, pero el paisaje no hablaba de futuro, sino de congelación en el tiempo y de degradación física y humana.