«Hacer pedagogía con la ciudadanía» se ha convertido en uno de los propósitos más absurdos de los políticos de hoy. Su pomposa defensa suele resultar más ridícula si cabe cuando advertimos que suelen ser precisamente los menos instruidos quienes se comprometen más solemnemente con esa paternalista presunción de que los ciudadanos somos como niños ignorantes y maleables que han de ser educados desde el poder. Por ello, quizá fuera hora ya de que los ciudadanos «hiciéramos pedagogía» con la clase política, protagonista convencida, por cierto, de reiteradas y escandalosas falsedades curriculares. Desde una perspectiva pedagógica, métodos tales como el tuit, el scratch, el like, el lazo o la cacerolada, no siempre resultan muy eficaces y, lo que es peor, a menudo son menos edificantes y legítimos que las conductas con ellos reprobadas. Más elaboradas, en cambio, resultan ciertas iniciativas que buscan el desarrollo de una deontología legislativa e incluso la extensión de la teoría de la argumentación jurídica y moral (propia, en principio, del ámbito jurisdiccional) a la actividad legislativa; una vía explorada en nuestro país por autores como Manuel Atienza, Àngels Galiana, Gema Marcilla o Virgilio Zapatero.