Sucederá la flor: diálogo con Jesús Montiel

Twitter, escenario de tantas confrontaciones estériles y vergonzosas, se ha convertido para mí en un espacio de encuentro y felices hallazgos. Desde mi retiro en las afueras de un pueblo castellano, Twitter es una ventana al mundo, con todo su bullicio, riqueza y -¡ay!- miseria. Enamorado del silencio y la soledad, los libros son mis ángeles custodios, los amigos que nunca defraudan mis expectativas de belleza, sabiduría y serenidad. Salvo excepciones, leo poco a mis contemporáneos, pero de vez en cuando me asomo al caudal de novedades que inunda las librerías. No había leído nada de Jesús Montiel hasta que comentó una de mis publicaciones en Twitter, un artículo –o, para ser más exacto, un testimonio- sobre los últimos años de mi madre. Enferma de Alzheimer, mi mujer y yo asumimos la tarea de cuidarla. Mi mujer derrochó ternura y yo intenté estar a su altura, compartiendo las tareas más ingratas. Un cuerpo enfermo no es repugnante, sino hermoso. Al igual que el de un recién nacido, nos recuerda el carácter precioso e irrepetible de cada existencia. La vejez no es simple decadencia, sino un grito que pone a prueba la fibra moral de la sociedad. La forma indigna en que han muerto nuestros mayores durante la pandemia evidencia el fracaso de nuestro estilo de vida. Se exalta el placer y el individualismo, sin comprender que lo que nos humaniza es la compasión y el cuidado de los otros.

Después de leer mi artículo sobre el Alzheimer de mi madre e intercambiar varios mensajes, Jesús Montiel me envío dos de sus libros: Sucederá la flor y Casa de tinta. Cada uno con una preciosa dedicatoria. En Sucederá la flor, escribió: «Para Rafael Narbona, este librito con vocación de pan». Las dedicatorias no son un subgénero, sino literatura intimista, pues expresan la voluntad de tender un puente entre el autor y el lector. Montiel no solo manifiesta su deseo de acercarse, sino su búsqueda de la fraternidad. Su dedicatoria es un verso perfecto. El diminutivo introduce ternura, el pan invoca la comunión espiritual, la vocación apela al diálogo. La poesía debe decir mucho con la máxima concisión. En Casa de tinta, Montiel escribió: «Para Rafael Narbona, esta casa edificada en tinta y espíritu». De nuevo, una brevedad prodigiosa, que revela la trascendencia de la palabra. La tinta no es un simple líquido con pigmentos o colorantes, sino pasión con vocación de permanencia. Un casa de tinta es una ermita donde el espíritu se ensimisma, buscando respuestas. Montiel no escribió dos dedicatorias. Abrió un claro que invitaba a conversar y esperar, aguardando el milagro que se produce cuando la palabra se transforma en eucaristía.

¿Cómo se lee una obra poética? Jaime Salinas admitía que no sabía cómo abordar un libro de poesía. Yo a veces empiezo por la mitad. Abro al azar y leo. Eso me hizo confundir Sucederá la flor con un texto elaborado por un yo poético. No comprendí que se trataba de una peripecia real hasta que mis saltos se revelaron piruetas incongruentes. Jesús Montiel hablaba de uno de sus hijos, un niño enfermo de cáncer que –afortunadamente- se había curado. Cuando me percaté de la dimensión testimonial de la obra, experimenté una conmoción. Montiel no caía en el sentimentalismo. Su prosa poética, hermosa, delicada, con la luminosidad de la escuela veneciana y la profundidad del cine de Bergman, desplegaba la historia de un padre y un hijo heridos por la fatalidad. Yo viví esa experiencia, pero desde la otra orilla. Perdí a mi padre poco antes de cumplir los nueve años. Recuerdo que el día anterior a su muerte paseamos por el Templo de Debod, situado cerca de la Plaza de España. Primero recorrimos el Paseo de Pintor Rosales, iluminado por unas farolas que parpadeaban como luciérnagas en un oscuro corredor vegetal. Luego, nos acercamos a un mirador desde el que la Casa de Campo parece un mar lleno de pequeñas barquitas de pescadores, con diminutas linternas cabeceando sobre el agua. Mi padre me hizo repasar la tabla de multiplicar y los principales ríos de Europa. En esa época, ya no daba clase, pero había sido maestro nacional, como don Anselmo Oñate, el entrañable personaje de Historias de la radio (José Luis Sáenz de Heredia, 1955), magistralmente interpretado por Alberto Romea. No sospechaba que era la última noche que pasábamos juntos. Al día siguiente, la muerte –siempre tan desatenta, como diría Miguel Hernández- nos separó para siempre. En el amor se revela la trascendencia del ser humano. Somos materia y no podemos escapar de las leyes de la biología, pero gracias al amor somos algo más que polvo y olvido.

¿Tiene algún sentido la muerte? Si viviéramos al margen de ella, seríamos inmortales y no tendríamos historia. Como indica Javier Gomá Lanzón, la finitud es el precio que pagamos por nuestra identidad. Vivir es aprender a plantar una flor y cuidar de su crecimiento. Jesús Montiel comienza su libro contándonos que ha sembrado semillas de petunia en una maceta situada cerca de la luz. Parecen las condiciones ideales para que germinen, pero el poeta descubre que las semillas de petunia no deben enterrarse a mucha profundidad. Son muy pequeñas y crecen muy despacio. No hay que tener miedo a empezar de nuevo. Montiel vacía la maceta y repite la operación, intentando contener su impaciencia. Ser hombre significa esperar, sabiendo que la cosecha del tiempo nunca es estéril. La vida siempre fructifica. En el quinto cumpleaños de su hijo, la vida ha despuntado con toda su belleza. Ya no es un niño calvo en un hospital, sino «una flor perfecta con aroma de resucitado». El invierno y la tierra yerma han quedado atrás.  

Jesús Montiel señala que la enfermedad nunca avisa. Es como una señora maleducada e inoportuna, «una salteadora». Cuando aparece, muchos buscan a Dios en las iglesias y en «las palabras aterciopeladas de los curas», ignorando que «Dios vive en los geriátricos, los manicomios, las afueras de la ciudad». Prefiere hospedarse en «la estatura de una flor antes que en la enormidad de una catedral». O en una planta de oncología infantil, con quince niños calvos, «un ejército invencible y sin embargo ridículo». Hombres de mucho aplomo se desmoronan cuando se topan con esos seres llenos de fuerza y vulnerabilidad. Montiel asume el reto con humildad: «Érase una vez un niño enseñándole a su padre a nacer».

El dolor forma parte de la vida. Montiel aconseja abrazarlo. No habla de resignación, sino de la oportunidad de aprender y responder con esperanza, evitando percibirlo como una experiencia estéril: «Yo encuentro en el dolor, gracias al dolor, motivos de alabanza. El dolor me ha dado el canto». No sé si mi interpretación del dolor coincide con la de Montiel, pues yo lo he maldecido y abominado. Sin embargo, reconozco que nos hace crecer. Yo fui muy feliz cuidando a mi madre, sin lamentar en ningún momento tener que bañarla, asearla y limpiarla. Bendecía la materia de la que estaba hecha, ese hermoso barro del que yo procedía. Montiel dice que la sonrisa de su hijo enfermo encendía la habitación donde se encontraba. Yo he tenido la misma sensación con mi madre, aunque el Alzheimer la hubiera privado de la capacidad de comprender muchas cosas. Las palabras ya no nos servían. Nos comunicábamos con abrazos, sonrisas, caricias. Ese otro lenguaje que nos recuerda la dignidad del cuerpo. Somos materia, pero también amor y esperanza. Montiel afirma que la esperanza fue la «verdadera sangre» y la «verdadera quimioterapia». Mientras se hallaba en «la cuna del dolor», los padres recitaban en silencio los salmos del amor, capaces de sortear todos los abismos. El amor es la poderosa lumbre que nos rescata del infierno. Y ¿qué es el infierno? «El último pájaro, la última nube, el último crepúsculo». Solo el santo vive en un presente eterno. Solo los locos y los tontos viven en el ahora, sin inquietarse por el mañana. Montiel cree en Dios. Es un poeta con fe, algo infrecuente en una época manchada por el desengaño y el escepticismo. Siempre he creído que tienen razón los que afirman que la fe es una locura, una insensatez. Si no fuera así, sería una evidencia más. Muchos se preguntan cómo es posible creer en lo invisible, en lo que no se puede tocar y examinar. La experiencia estética se refleja con técnicas de visualización cerebral, pero esos datos no nos aclaran por qué se produce. Hablar de simetrías y contrastes no es suficiente para saber por qué nos conmueven el Réquiem de Mozart o los conciertos para violín de Bach. No podemos explicar qué es eso que llamamos Dios y que consideramos el fundamento de lo real, pero sí podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que si fuera evidente, ejercería una coacción invencible sobre nosotros, anulando nuestra libertad. Escribe el jesuita José María Rodríguez Olaizola en su ensayo En tierra de todos: «Dios no ha querido ser el Dios-sobre-nosotros, sino un Dios-con-nosotros, discreto en su presencia, que se propone pero no se impone».

El Dios en el que yo creo no es omnipotente ni todopoderoso. Se parece al Mago de Oz. Es misericordioso, pero no lo puede todo. Ni siquiera es inmutable. Cambia con la experiencia acumulada. No está detrás de cada vida. Espera que se acerquen a él. No sé si nos franqueará las puertas de una hipotética eternidad, pero creo que su memoria salva del olvido a todo lo que ha existido. Vivimos en él como libros que despiertan de su letargo cada vez que alguien los abre, pero en este caso solo hay un lector: Dios. Pienso que Dios no está en las filigranas de los teólogos, sino en la luz que desprendía el hijo enfermo de Jesús Montiel o en los quince niños calvos de la séptima planta, «verdadero alumbrado» de la ciudad que habitaban. No se equivoca el poeta granadino al señalar que los visitantes deberían postrarse ante esos niños «como hacen los monjes delante de los iconos». El capellán que visita a Montiel y a su hijo no hace eso. Le pide al padre que sea fuerte, una roca donde su mujer pueda hallar consuelo. «No te escandalices, pero tuve ganas de echarlo –confiesa el poeta con justa indignación-. Dios no se parece a las palabras del capellán. No puede exigirnos algo tan inhumano. Qué Dios es ése que nos pone un corazón de carne y luego nos pide una piedra». Montiel se reconcilia con Dios esa misma noche, cuando su hijo lo abraza: «Tu abrazo sí era Dios. Un Dios con la estatura de un niño de tres años».

Los niños saben pocas palabras, pero son luminosas e inteligibles. Los adultos parlotean sin cesar, encadenando palabras, pero muchas veces no dicen nada digno de interés. Montiel cita el ejemplo de un amigo cartujo, que aprendió del silencio a no dejarse arrastrar por la estridencia de un mundo impaciente y reacio a escuchar lo esencial. Los niños enfermos hablan poco, pero son «un ejército invisible» que testimonia la existencia de la belleza. «Un niño enfermo –escribe Montiel- es un libro escrito por Dios con la tinta sagrada del amor en el dialecto del sufrimiento». ¿Qué diría Dostoievski de esta afirmación? El escritor ruso opinaba que el sufrimiento de un niño cuestiona la idea de un Dios compasivo. El Dios omnipotente que tolera ese escándalo solo puede ser un ídolo cruel. Etty Hillesum se preguntaba por qué Dios permitía que los judíos fueran exterminados por los nazis. Su conclusión es que no podía evitarlo. Debemos prestarle ayuda, humanizando la historia. Dios no hace milagros. El único milagro es la vida. Dios es la vida y, como ella, rueda por el tiempo. No está en un trono, sino en lo más pequeño y humilde, como la risa de un niño. Es un poeta que transforma un teléfono en «una caracola donde se escucha un agua salvífica». Es el prodigio de una existencia doblada y guardada en un armario, como la ropa del hijo de Montiel, colocada primorosamente en el armario de la habitación 612. En un metro cuadrado, cabe la infinita ternura de Dios.

Jesús Montiel es un humanista: «Creo en el ser humano, aunque el mundo sea injusto. Una sonrisa basta para devolverme la confianza». La vida es «un paréntesis entre dos vuelos. […] Quien parte con más amor, curiosamente, vuela más ligero». Montiel elogia la humanidad de una enfermera. «El mundo necesita con urgencia rostros como el suyo», que sostienen la esperanza con «la palabra minúscula de su alegría». La chica de la copistería que le prestó veinte céntimos para saldar una cuenta en el banco también es una fuente de esperanza. La empleada del banco se encogió de hombros cuando le explicó que le faltaba esa pequeña cantidad, llamando al siguiente de la fila. La chica de la copistería sonrió y le dio el dinero. Su gesto nunca saldrá en la portada de un periódico, pero es una gran noticia. En los bancos debería haber un cártel que advirtiera: «Prohibido lo humano». Sin embargo, lo humano siempre se abre paso. La chica que cuida al hermano del niño enfermo lo hace con una sonrisa sincera. Ahí sí está Dios y «esos gestos anónimos pueblan la tierra en todas las geografías». Cuando se sufre, esos gestos son «una hoja en mitad de un bosque calcinado».

El abuelo del niño enfermo es un hombre rudo, de campo, pero su gran corazón nunca ha dejado de preocuparse de sus gatos, a los que alimenta con ternura. ¡Cómo se empobrecerá el mundo cuando ya no esté en él y nadie cuide de esos pequeños amigos! El niño vuelve a casa salvándonos a todos, pues su ausencia sería una pérdida que resonaría en todo el cosmos. Su hermano derriba la maceta con las semillas de petunia, malogrando el crecimiento de la flor, pero las manos indulgentes del padre vuelven a sembrar con paciencia. Ha aprendido a esperar con esperanza. El ciclo de la vida, muchas veces invisible, siempre se reanuda. Sucederá la flor, brotará y fructificará la belleza, alumbrando infinidad de colores e insólitas claridades. La última palabra no es la muerte.

Sucederá la flor es un bellísimo poema en prosa con el latido de lo necesario y permanente. Jesús Montiel y yo tenemos una cosa en común: los dos fuimos malos estudiantes. Pasábamos las clases dibujando monigotes en los márgenes de los libros de texto. Los maestros nos decían que no llegaríamos a nada. Creo que tenían razón. Seguimos dibujando monigotes. Este texto no es otra cosa y no quiere ser nada más. Un monigote es un raro milagro que revive nuestra ya lejana niñez.