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Viaje a doble hélice

Walt Whitman ya no vive aquí. Ensayos sobre literatura norteamericana

Eduardo Lago

Ciudad de México y Madrid, Sexto Piso, 2018

324 pp.

21,90 €

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Una entrevista con David Foster Wallace abre, a manera de prólogo, Walt Whitman ya no vive aquí. Ensayos sobre literatura norteamericana, de Eduardo Lago. Foster Wallace no duda: leer exige disciplina y esfuerzo, aunque la industria editorial se incline por los libros accesibles y transitables sin problemas, que den poco trabajo al público-lector. Serían «el equivalente a ver una película entretenida». El grupo en que se encuadraba Foster Wallace practicaría, sin embargo, una «ficción difícil y exigente», para un público del que se espera cierta preparación y verdadero amor a la literatura.

A partir de esta contraposición inicial entre libros fáciles y libros trabajosos, Eduardo Lago desarrolla su visión de la literatura de los Estados Unidos de América en los dos artículos esenciales de su libro, «La doble hélice de la literatura norteamericana» y «Descripción de una lucha (los dos polos de la literatura norteamericana)» (aunque Eduardo Lago emplee el gentilicio «norteamericana», no se ocupa de las literaturas mexicana ni canadiense). Una metáfora biogenética, la «doble hélice del genoma que mueve el avance histórico de la literatura», sirve para disociar dos tipos de narrativa: la que se ciñe a modelos realistas, prolongación de las grandes novelas del siglo XIX, y la que infringe las normas del realismo decimonónico y se rebela contra lo que Foster Wallace llamaba el Imperio de la Mímesis.

La ruptura con el realismo se habría cumplido en una ficción consciente de ser ficción, juego literario: una literatura que no escondería sus recursos técnicos y que en 1971 William H. Gass definiría como metaficción o ficción autorreflexiva (términos que Eduardo Lago considera ya en «el basurero de la historia literaria»), el modo de narrar propio de autores tipo Jorge Luis Borges, John Barth o Flann O’Brien, en los que la propia forma se convierte en generadora del relato y de nuevas formas de ficción: el hacerse del cuento ocupa el centro de la novela. La metaficción contaría con antepasados ilustres –Cervantes, Sterne, Diderot– e incluiría entre sus procedimientos la hibridación de géneros y subgéneros, la fusión de ficción, ensayo, historia, periodismo, cine, cómic, novela negra, ciencia y ciencia ficción, música popular, publicidad, etcétera.

En su nómina de quienes exhiben una decidida voluntad de innovar, Eduardo Lago afina la distinción entre posmodernismo y algunas variantes más ancladas en estrategias propias de la modernidad (William Faulkner y Virginia Woolf, para Toni Morrison, por ejemplo). Los genuinos miembros de la Escuela de la Dificultad, practicantes de esa literatura difícil de la que hablaba Foster Wallace, no sólo reaccionarían contra el realismo: también se apartan de las manías formales del modernismo, agotadas, petrificadas, reducidas a cliché técnico. Sus obras son «innovadoras, experimentales, de carácter no mimético». Plantean un «reto intelectual».

La Escuela de la Dificultad –«el arco iris de la dificultad», dice Eduardo Lago, en homenaje a Thomas Pynchon y su Arco iris de gravedad– cubriría la segunda mitad del siglo XX, de Los reconocimientos (1955), de William Gaddis, a La broma infinita (1996), de David Foster Wallace. También Lolita, de Vladimir Nabokov, apareció en París en 1955, aunque no se publicara en Estados Unidos hasta 1958, y Foster Wallace marca con la etiqueta «Hijos de Nabokov» a los cuatro ases de la Dificultad: Thomas Pynchon, John Barth, Robert Coover y Don DeLillo, autores nacidos entre 1930 y 1937.

Polaridad moral

La otra hélice se pone en marcha, con Jonathan Franzen como principal antagonista del modelo representado por David Foster Wallace. Franzen y Foster Wallace, contemporáneos, amigos hasta la muerte del segundo en septiembre de 2008, representan lo que Eduardo Lago denomina «los dos polos de la literatura norteamericana». La polaridad se establecería entre una literatura que responde a exigencias artísticas y otra que respeta ante todo las exigencias del mercado. La oposición Arte/Mercado siempre parece, creo, un poco teñida por juicios de valor implícitos (juicios de valor basados en criterios estéticos, morales o ideológicos, como se les quiera catalogar). Si David Foster Wallace se atreve, según Eduardo Lago, a una «rigurosa indagación tanto ética como estética en torno al arte de novelar», Jonathan Franzen simbolizaría el «triunfo del convencionalismo como forma de narrar».

El autor de Walt Whitman ya no vive aquí opone «la voluntad de arriesgar» (Foster Wallace) al gesto de «acogerse al fácil asidero de las convenciones realistas» (Franzen). Se trata de «arriesgar o apostar sobre seguro». La estética es una ética: la comodidad de asumir las costumbres dominantes (en literatura o en lo que sea) parece menos virtuosa que la autenticidad, valentía y honestidad (son términos que utiliza Eduardo Lago) de quienes se aventuran por caminos inexplorados. Eduardo Lago tiene, en estas dos secciones de su libro, la virtud de ser un crítico militante con argumentos sólidos, es decir, con una poética, y sus polaridades serán útiles al público-lector que quiera entender las disyuntivas entre las que se mueve la literatura estadounidense, si no universal.

A Jonathan Franzen la novela le parecía, ya en abril de 1996, un anacronismo. «El trabajo lento de la lectura» resulta incompatible con «la hiperquinesia de la vida moderna», escribía en «Perchance to Dream. In the age of images, a reason to write novels», un artículo para Harper’s Magazine (Tal vez soñar, traduce Eduardo Lago la cita de Hamlet, III, 4, «Perchance to Dream», como Moratín). «Hace un siglo ?recapacitaba Franzen?, la novela era el medio dominante de educación social» y la nueva obra de un novelista popular despertaba en el siglo XIX tantas expectativas como en el XXI lo nuevo del último ídolo de la música pop. ¿Por qué no volver al modelo realista?

En su artículo, Franzen contaba que en 1991 vio en directo los bombardeos de Bagdad y entendió que las nuevas tecnologías instruían mejor al público. (En ese año, 1991, John Barth decía a Eduardo Lago que la novela era una especie en extinción como los bosques tropicales o las ballenas.) ¿Qué había que hacer, según Franzen, para superar la obsolescencia de la novela sin dejar de escribir ficciones entretenidas y veraces a la vez? Retroceder para avanzar. Ser más conservadores, narrativamente hablando, más convencionales; dar cuenta de la sociedad y de sus costumbres mediante la ficción. Franzen inventó una fórmula para el invento de lo ya inventado: «realismo trágico». La ficción trágica sería la que plantea más preguntas de las que responde. La llamamos «trágica», explica, porque subraya la distancia que la separa de la retórica del optimismo obligatorio en la cultura vigente. El realismo trágico descubre la suciedad y el dolor escondidos detrás de los privilegios del mundo tecnificado y la «narcosis de la cultura pop».

Hay un punto en el artículo de Franzen que no comenta Eduardo Lago y que me parece importante: según Franzen, el indicador más seguro del punto de vista trágico es la comedia, el humor. «Hay muy poca ficción de calidad que no sea divertida», dice. Por ejemplo, La broma infinita, sobre la que habla Eduardo Lago con su autor, David Foster Wallace, sería una novela muy triste («el sentimiento dominante en el libro es de una inmensa tristeza», dice Foster Wallace), pero, con una calidad fuera de lo común (la encuentro más entretenida que la mayoría de las últimas películas que he visto), te ríes mucho con ella, o eso pienso yo, a pesar de que su risa sea casi siempre trágica, por parafrasear a Franzen, que, antagonista literario de Foster Wallace, también sabe divertir con las tristezas de sus personajes.

No parece Eduardo Lago demasiado proclive a celebrar el humor, pero lo hace –aunque de paso– a propósito de la novela que en 2001 consagró a Jonathan Franzen, Las correcciones, a la que dedica un análisis minucioso y preciso en las páginas 91-96. Casi inmediatamente después de este primer gran éxito, Franzen ya había marcado distancias con la Escuela de la Dificultad en un artículo para The New Yorker. Tomó como blanco a William Gaddis, el autor de Los reconocimientos (1955), novela de la que parte el «Arco Iris de la Dificultad» trazado por Eduardo Lago. Gaddis, reconocía Franzen, era uno de sus «antiguos héroes literarios» («Mr. Difficult», The New Yorker, 30 de septiembre de 2002), pero había abierto un camino sin salida. Cuenta Eduardo Lago que, tras la publicación de su segundo gran éxito, Libertad (2010), alabado hasta por Obama, Franzen se convirtió, según la revista Time, en el Gran Novelista Estadounidense del siglo XXI, semejante a una estrella del rock o del deporte. El caso es que el título Las correcciones (The Corrections) parece una rectificación de Los reconocimientos (The Recognitions) de William Gaddis: un homenaje, quizá.

Arte/Mercado

Hay un mapa escondido en Walt Whitman ya no vive aquí. Eduardo Lago va citando, aquí y allá, distintos manifiestos de distintos autores sobre el arte de escribir novelas contemporáneas. Además de los artículos de Franzen, por ejemplo, recuerda la teoría de la novela de un escritor como Tom Wolfe («Stalking the billion-footed beast. A literary manifesto for the new social novel»). Walt Whitman ya no vive aquí es un libro estimulante. Eduardo Lago siente pasión por sus temas e impulsa a quien lo lee a explorar por su cuenta, a buscar conexiones imprevistas entre unos autores y otros: los manifiestos a los que alude son rastreables en Internet. Así descubro nexos curiosos: si Franzen arremetía en un nota a pie de página de «Tal vez soñar» contra Wolfe y su manifiesto –ejemplo, según Franzen, de «incomprensión sublime» y «asombrosa y absoluta ignorancia» de la excelente narrativa «socialmente comprometida» publicada entre 1960 y 1989–, coincide con Wolfe, sin embargo, en el aprecio a la gran tradición realista, del siglo XVIII a la primera mitad del XX, cuando la novela era una crónica de su tiempo.

Encuentro, gracias a Eduardo Lago, otra vía de conexión entre Wolfe y Franzen. Dice Wolfe que la intelectualidad (en Europa y en Estados Unidos) siempre ha despreciado el realismo, que «se recrea en la suciedad (the dirty) de la vida cotidiana, a favor de la literatura como puro juego artístico». Este término –the dirty–, usado por Tom Wolfe en su manifiesto de 1989 y por Jonathan Franzen en el suyo de 1996, muestra una afinidad imprevista entre Franzen y su despreciado Wolfe, quienes, por cierto, difundían sus ideas en la misma revista, Harper’s, y defendían, cada uno a su manera, el paradigma realista. El realismo trágico de Franzen se singularizaba, según su inventor, y como ya hemos anticipado, por «preservar el acceso» a la suciedad (the dirty) y el dolor ocultos bajo las apariencias del esplendor tecnológico multiplicado en las infinitas pantallas del mundo.

Estas coincidencias subterráneas entre Franzen y Wolfe me llevan a pensar que la oposición fundamental no se establece entre novelistas realistas y novelistas difíciles, sino entre novelistas-arte y novelistas-mercado, es decir, entre novelas-literatura y novelas-entretenimiento. Me baso para pensar así en la reseña que John Updike escribió sobre Todo un hombre (1998), de Tom Wolfe, y que Eduardo Lago cita en sus páginas (125-133) dedicadas a Wolfe: Updike sentenció en The New Yorker que Todo un hombre es entretenimiento (entertainment, en el original, y yo lo entiendo como diversión o espectáculo, como entretenimiento organizado para el comercio), no literatura. Así reaparece la distinción de fondo, Arte/Mercado, con sus implicaciones moralistas, innecesaria e insuficiente, a mi juicio, para distinguir lo bueno de lo malo. Y Walt Whitman ya no vive aquí no aclara cuáles son los rasgos o virtudes o lacras que caracterizarían a las novelas de una y otra categoría, aparte de la profecía o del dato de que novelas como las de Tom Wolfe tienen fecha de caducidad.

Fidelidad a lo real

Pero Eduardo Lago alude a otros manifiestos y declaraciones teóricas, de John Barth a Don DeLillo. Barth publicó en 1967 «The Literature of Exhaustion», donde «exhaustion» no se refería a declive físico ni moral –explicaba el autor–, sino a una literatura de posibilidades agotadas, de formas inservibles a fuerza de usarlas, y en 1980 «The Literature of Replenisment» («Literatura de la plenitud recuperada», traduce muy bien Eduardo Lago), donde, después de subrayar cómo los nuevos desarrollos de las ciencias convertían en obsoletos a los métodos positivistas del realismo decimonónico, entronizaba como modelos a Italo Calvino o Gabriel García Márquez, enraizados tanto en los mitos como en la realidad inmediata de Italia y Colombia. Creo que la literatura estadounidense en general se alimenta de un empeño de fidelidad a lo real. Las luminarias del Arco Iris de la Dificultad critican a los realistas tradicionales por ser falsamente reales o no ser lo bastante reales.

Se lo decía David Foster Wallace a Eduardo Lago: «Una de las cosas que me parecen más artificiales en la mayor parte de la ficción al uso es que operan como si la experiencia, el pensamiento y la percepción tuvieran un carácter lineal y singular, como si sólo sintiéramos y pensáramos una sola cosa en cada momento”. Y DeLillo, coincidiendo con el lanzamiento de Submundo (encontramos un análisis de esta novela en las páginas 143-148), publicó el primer domingo de septiembre de 1997 en The New York Times, el artículo programático «The Power of History», en el que ve en la novela un modo de explorar la sociedad abierto a la «liberación del sueño» (¿es esto la síntesis de mito y realidad que propugnaba Barth?). DeLillo se limitaba a admitir con lucidez que la ficción no obedece a la realidad ni en la obra más documentada. Creer que el realismo tradicional reproduce la realidad es darle la espalda a la realidad: los diálogos de una novela no se corresponden con la forma de hablar de la gente. La novela no es la experiencia genuina: es siempre una estilización.

Otra cosa comparten los novelistas de los últimos cien años: la preocupación ante el peso de las imágenes, de las nuevas tecnologías. Ahora se trata de Internet, «avalancha desmesurada de información y entretenimiento», relacionada con «una vorágine rabiosa de fervor capitalista», según Foster Wallace en su conversación con Eduardo Lago. Pero Truman Capote, hace más de cincuenta años, ya quería escribir una literatura en la que confluyeran «la credibilidad de lo fáctico, la inmediatez del cine, la profundidad y libertad de la prosa, y la precisión de la poesía». La industria editorial quiere «libros como películas entretenidas», escritos quizá por plumas de laboratorio, por equipos de producción, novelas-comercio. Lo vislumbra Eduardo Lago a propósito de la campaña de lanzamiento de Mason y Dixon (1997), del difícil Thomas Pynchon, paradójicamente un autor tan secreto que se especula con que no exista y sea una de esas creaciones colectivas tipo Industria del Cine.

Programa de lecturas

Hay mucho más en Walt Whitman ya no vive aquí, un volumen de ensayos (algunos publicados por primera vez en Revista de Libros, El País, Cuadernos Hispanoamericanos y el desaparecido Diario 16, o como prólogos) variado, entretenido e instructivo, aunque echo en falta referencias a los libros citados y alguna reflexión en torno al peso aplastante de la literatura de Estados Unidos sobre las literaturas europeas. Además de comentarios a obras fundamentales de Jonathan Franzen, Tom Wolfe, Truman Capote, Thomas Pynchon, Don DeLillo, John Barth, E. L. Doctorow, Luc Sante, Óscar Hijuelos y Junot Díaz, entre otros, Eduardo Lago recorre la historia de la literatura estadounidense a partir de la fecha de la muerte de Poe, 1849, deteniéndose en las novelas que señalan cambios cualitativos en la historia literaria («como si ésta fuera un continuum a través del que se expresa el espíritu de cada época»).

A la metáfora del genoma narrativo se suma otra: «El tropo que mejor describe la evolución de la novela norteamericana» sería «un largo viaje por carretera con sus correspondientes paradas de motel». Y parece que la literatura va más allá de la literatura: en Walt Whitman ya no vive aquí se habla también de la poesía de Siri Hustvedt, de la relación entre Sylvia Plath y Ted Hughes, o de Emily Dickinson, pero también de la casa de Gay Talese, de una película de Ethan y Joel Cohen, de la extraordinaria vida y asesinato del influyente periodista y novelista David Graham Phillips, de lo que sucedió en Manhattan el 11 de septiembre de 2001, del Nueva York literario, de la exposición Manhattan, uso mixto y de Louise Bourgeois, que, entre vidente y sacerdotisa, preside el rito de la visita de sus fieles a su casa de Manhattan el 18 de mayo de 2008.

Se añaden, además, como bonus tracks unos «planes de lectura» de la gran narrativa estadounidense, con tres programas distintos, según el tiempo que se esté dispuesto a dedicar a la empresa, de cinco años a uno, así como un canon de escritores y escritoras en cuatro niveles, de lo básico a lo imprescindible.

Justo Navarro ha traducido a autores como F. Scott Fitzgerald, Paul Auster, Jorge Luis Borges, T. S. Eliot, Michael Ondatjee, Ben Rice, Virginia Woolf, Pere Gimferrer y Joan Perucho. Sus últimos libros son Finalmusik (Barcelona, Anagrama, 2007), El espía (Barcelona, Anagrama, 2011), El país perdido. La Alpujarra en la guerra morisca (Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2013), Gran Granada (Barcelona, Anagrama, 2015) y El videojugador. A propósito de la máquina recreativa (Barcelona, Anagrama, 2017).

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