Buscar

Azorín en la Academia

Una hora de España (Entre 1560 y 1590)

José Martínez Ruiz, Azorín

Madrid, Biblioteca Nueva, 2014

232 pp. 16 €

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Junto con la puesta en marcha de una colección –de la que ya di cuenta en estas páginas– destinada a albergar algunas de las mejores novelas de la literatura española contemporánea, otra de las iniciativas tomadas por la Real Academia Española de la Lengua para conmemorar el tricentenario de su fundación ha sido la de auspiciar otra colección, dirigida por el académico Pedro Álvarez de Miranda y coeditada con Biblioteca Nueva, destinada a acoger doce discursos de ingreso en la institución, de entre los más de doscientos cincuenta leídos desde que, en el curso 1847-1848, se introdujera el actual procedimiento y ceremonial. El último volumen en aparecer –quinto de la serie– corresponde al que tal vez sea, si no el más original de los parlamentos pronunciados en la docta casa (dudo que alguien los haya leído todos y pueda tener esa certeza), sí uno de los más innovadores y, desde luego, uno de los que más atención han suscitado siempre, quizá por las circunstancias, bastante rocambolescas, en que se produjo la llegada de su autor a la corporación.

Y es que, aunque las puertas de la Academia no se le abrieron a José Martínez Ruiz (1873-1967) hasta el 26 de octubre de 1924, día en que leyó ante sus nuevos compañeros este Una hora de España (Entre 1560 y 1590) que ahora se reedita (siguiendo el texto de la edición original y con el añadido de un excelente prólogo sin firma), la historia de sus intentos –en plural, porque fueron varios– de ser elegido académico se remonta a muchos años atrás. De hecho, y pese a que ya en 1908 se produjo una primera tentativa fallida, fue en 1913 cuando el escritor alicantino estuvo más cerca de alcanzar un reconocimiento que, sin embargo, aún tardó mucho tiempo en llegarle. Pocos meses antes, a finales de 1912, la muerte de Miguel Mir y Noguera había dejado un asiento libre para el que, rápidamente, surgieron varios pretendientes, entre ellos el autor de La voluntad. Lamentablemente para él, pronto surgieron otros dos candidatos para cubrir la baja y, si bien trató de jugar sus bazas, la suerte le fue esquiva una vez más, pues el elegido terminó siendo el por entonces ministro de Estado, Juan Navarro Reverter, a quien –ironías de la vida– el propio Azorín acabaría sustituyendo once años después.

Como no hay dos sin tres, tan solo unos meses más tarde, la vida le brindó una nueva oportunidad cuando, al reanudarse el curso académico después del verano, hubo que cubrir las vacantes surgidas durante los meses previos, incluyendo la del director, Alejandro Pidal y Mon. El codiciado cargo fue a parar a manos de Antonio Maura (amigo personal del escritor monoverense y líder de su partido), lo que hizo que nuestro autor, que ya había confesado en sus círculos más cercanos que aquello de la Academia se le antojaba una quimera imposible, se replanteara seriamente la oportunidad de presentar su candidatura. Por sus ideas políticas del momento, Azorín era ya un conservador que, desde hacía bastantes años, había abandonado su anarquismo de juventud en favor de un reformismo muy moderado. No obstante esto, y a ojos de los elementos más conservadores y reaccionarios de la Academia, seguía siendo el líder de una generación –la del 98– que había tratado de subvertir el orden del país con su propuesta de cambio radical de los valores éticos y estéticos predominantes. Por eso, y ante la nueva disyuntiva, el pleno optó por elegir al obispo de Jaca, Antolín López Peláez, en detrimento de un Martínez Ruiz que vio cómo sus expectativas quedaban frustradas por tercera vez en cinco años (dos en lo que iba de 1913) y cómo ese rechazo injustificable provocaba la reacción solidaria de una intelectualidad española que, comandada por José Ortega y Gasset y Juan Ramón Jiménez, organizó la famosa «Fiesta de Aranjuez» como homenaje a su persona y como crítica abierta a lo que se consideraba una falta de respeto hacia quien tanto había aportado a nuestras letras.

Si me retrotraigo a estos antecedentes, es porque son ellos los que explican que, cuando Azorín subió por primera vez al estrado de la Academia, cinco meses después de haber sido elegido por unanimidad, esa novedosa presencia fuese recibida por la opinión pública como un acto de justicia poética. Porque, como se deduce de la crónica del evento publicada por Eduardo Gómez de Baquero en el diario El Sol, más allá del desagravio personal para el interesado, la llegada del autor de Castilla a aquel recinto sagrado suponía la entrada en un ambiente ortodoxo y anquilosado de un auténtico soplo de aire fresco, encarnado en un hombre que, en aquel momento más que nunca, representaba a un grupo de escritores ya consagrados por el público, pero todavía minusvalorados por parte del establishment:

No diré, remedando a los cronistas de estilo antiguo, que la Academia se había vestido de gala para recibir a «Azorín». Estaba lo mismo. […] Y, sin embargo, un no sé qué de nuevo se percibía en el ambiente o podía soñarlo la imaginación. Con Azorín entraban en la Academia las letras nuevas e iban a celebrar sus nupcias de espíritu con la tradición literaria. […] En la ceremonia académica del domingo se notaba ese sentido de continuidad de la tradición viviente, en el público, en los oficiantes, en los discursos. Había entrado en el salón solemne una oleada de juventud espiritual. Veíanse caras nuevas junto a las de los concurrentes habituales. La nueva generación literaria se asomaba, curiosa y satisfecha, a ver ingresar a uno de sus guías en el Cenáculo. El académico entrante y el que le contestaba son, aunque finos amadores de lo pasado, espíritus modernosEduardo Gómez Baquero, «“Azorín” en la Academia: una fiesta literaria», El Sol, 28 de octubre de 1924..

Hablando ya del contenido propiamente dicho del texto, debo empezar advirtiendo al lector de que la innegable originalidad del discurso de ingreso de Azorín tiene que ver con el hecho de que, en puridad, no se trata de un discurso, sino más bien de un ensayo que, por su extensión (el doble de lo habitual), estructura y tema, constituye –y así es como se lo ha considerado siempre– un libro más de los que integran su vasta bibliografía. Eso sí: en contra de los que podría pensarse, y frente a esos otros títulos azorinianos que responden a compilaciones de artículos –la mayoría de las veces seleccionados y editados por terceros– aparecidos en prensa, Un hora de España (Entre 1560 y 1590) tiene el acabado y la coherencia interna que le da el ser un texto pensado, desde su concepción, para ser leído y publicado como libro. En este sentido, lo único que vincula el discurso de Azorín con ese género solemne y reglamentado es, como no podía ser de otra manera, que el autor lo empieza con el inevitable protocolo de dedicar unas palabras a quien había sido su antecesor en el sillón P. Se trata de una alusión sutil y elegante, sin el elogio hiperbólico e impostado tan común en estos casos, que le sirve para cumplir el expediente y trazar un borroso perfil de Navarro Reverter (por cuya escasa obra como escritor no siente, evidentemente, ni frío ni calor), a quien nos describe «en un salón mundano» rodeado de damas y caballeros, mirando al mar en un atardecer, con el auténtico leitmotiv de su disertación: la España de Felipe II.

A ese pasado remoto es al que nos conduce Azorín con una propuesta de viaje en el tiempo. Un ensueño que dura una hora de tiempo real (el que debió de ocupar, más o menos, su conferencia) y una hora de tiempo simbólico que equivale a treinta años –los que transcurren entre 1560 y 1590– de la historia de España. Un evocador periplo en el que la personalísima prosa de nuestro cicerone nos lleva a recorrer varios escenarios de otra época (El Escorial, Ávila, Maqueda, el castillo de Fuenterrabía) por los que desfilan personajes de todas las condiciones y esferas sociales: desde el propio Felipe II hasta esos individuos anónimos y olvidados por la historia a los que tanta atención prestó el autor de Los pueblosPara una aproximación a la faceta de Azorín como historiador, puede leerse mi introducción («Un arte de nigromántico: la historia según Azorín») a la antología de textos azorinianos: ¿Qué es la historia? Reflexiones sobre el oficio de historiador, Madrid, Fórcola, 2012, pp. 7-41., pasando por el arzobispo Carranza, Lázaro de Tormes, Teresa de Ávila o sus admirados Miguel de Cervantes y Fray Luis de Granada. En definitiva, una sucesión de estampas o pequeños cuadros (género en el que el escritor de Monóvar era un consumado maestro) que pueden leerse de forma independiente, pero que cobran todo su sentido cuando hilvanamos esos recuerdos y formamos, al unir cada una de sus partes, ese todo que es el friso histórico pintado por Azorín.

Del discurso de contestación pronunciado por Gabriel Maura Gamazo (1879-1963), también incluido en esta edición, lo mejor que puede decirse es que, sin alcanzar –ni mucho menos– la calidad del que lo motiva, se trata de un texto que no desentona dentro del conjunto del volumen. Es más, leyendo sus documentadas páginas, se confirma que la designación de un reconocido historiador como era el conde de la Mortera para dar la réplica a Azorín fue no sólo prudente, sino también acertada. Porque, además de cumplir con su parte del ritual, dedicando una breve y cariñosa semblanza al nuevo miembro del organismo, enlaza dicho retrato con una divagación histórica que recoge el testigo del recipiendario y aporta su particular punto de vista a esa recreación de la España filipina. Como dice el propio Maura, más que un discurso independiente y prefabricado de antemano, la modesta pretensión de su escrito es la de poner unas anotaciones «al margen» del texto que le había servido como pretexto; unas glosas parecidas a las que había puesto Azorín a sus autores predilectos en libros como el titulado, precisamente, Al margen de los clásicos.

Teniendo en cuenta lo dicho, y pese al buen pie con el que –tras haber soportado las zancadillas previas– entró, por fin, en la Academia, no es de extrañar que Azorín jamás estuviese del todo a gusto en un sitio en el que, seguramente, nunca dejó de sentirse raro, fuera de lugar. Prueba evidente de su desinterés por lo que allí se discutía es que acudió de forma escasa e irregular a las sesiones (el anónimo autor del prólogo cuenta, siguiendo a Alonso Zamora Vicente, ciento noventa y siete asistencias en cuarenta y tres años). Aunque se dijo desde distintas fuentes que aquel distanciamiento tenía su origen en el rechazo por parte de la Real Academia a aceptar la candidatura –que él mismo había avalado– de su amigo Gabriel Miró, al repasar la supuesta polémica en sus memorias, el escritor alicantino confesó que prefería seguir su rutina diaria como escritor a que esta fuese alterada por un cambio de planes que no le compensaba a un hombre de costumbres fijas como él:

Hay una causa que es un obstáculo para mi asistencia a la Academia: la hora de las juntas o sesiones. Esa hora es la de las ocho, y a esa hora es cuando yo hago mi postrera refacción. No la tomo a otra hora por nada del mundo. Media hora después, estoy metido entre sábanas. Y al comienzo de la madrugada principio a trabajar. La asistencia a la Academia trastorna, por tanto, mi vida cotidiana. Y la calefacción, en invierno, me congestiona. Y no puedo ya dormir. A mis años, tales razones son de peso. No hablemos más del caso; no queramos buscar a mi ausencia de la Academia motivos que no existen. Si existieran, algo hubiese rezumado, como las gotitas de cántaro poroso, en los artículos que he escritoAzorín, Memorias inmemoriales, en Obras escogidas, coordinadas por Miguel Ángel Lozano Marco, vol. III, Madrid, Espasa Calpe, 1998, p. 1126..

Francisco Fuster es doctor en Historia Contemporánea por la Universidad de Valencia. Su principal línea de investigación se centra en la historia de la literatura española de la Edad de Plata (1900-1936), con especial interés en las obras de Pío Baroja, Azorín y Julio Camba, a las que ha dedicado distintos trabajos. Acaba de publicar el ensayo de historia cultural Baroja y España: un amor imposible (Madrid, Fórcola, 2014). Es autor del blog El malestar en la (in)cultura.

image_pdfCrear PDF de este artículo.
img_blog_491

Ficha técnica

7 '
0

Compartir

También de interés.

Poetas, ¿dónde están los largos poemas del futuro?

Leo Phosphorescence of Thought, de Peter O’Leary (Nueva York, The Cultural Society,…

Cuentos incómodos

A menudo inquietante y siempre inteligente, la narrativa de Sara Mesa (Madrid, 1976) se…