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Regreso a Sciascia

Una comedia siciliana

Leonardo Sciascia

Madrid, Gallo Nero, 2016

Trad. de David Paradela

200 pp. 18 €

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Cuando Leonardo Sciascia (Racalmuto, 1921-Palermo, 1989) ofreció una selección de sus cuentos en Il mare colore del vino, aludió a otros textos excluidos de esa «especie de resumen de mi actividad hasta ahora» (1973). Paolo Squillacioti recopiló en 2010 veinticinco cuentos más del autor siciliano, todos, salvo dos inéditos, aparecidos en publicaciones periódicas y en otros formatos, y escritos entre 1947 y 1975. Si el volumen reunido por Squillacioti se llamó en Italia Il fuoco nel mare, en España se publica como Una comedia siciliana. En los dos casos se recurre al título de uno de los cuentos de la colección. Hablo de «cuentos», pero la mayoría de los textos de Una comedia siciliana también podrían describirse como eso que los italianos denominan elzeviro, es decir, «artículo de argumento artístico, histórico, literario, e incluso recensión o relato que publica un periódico para abrir la página de opinión» (traduzco la definición del diccionario de Nicola Zingarelli).

En los años ochenta del siglo pasado, Sciascia alcanzó en España fama y autoridad como escritor político y escritor de novelas policíacas. Lo político-policíaco partía de la colusión entre política y criminalidad en Italia, explicitada por la propia actividad de Leonardo Sciascia como miembro electo del concejo de Palermo, independiente en las listas del Partido Comunista Italiano (de 1975 a 1977, cuando dimitió por desacuerdo con el compromiso histórico entre Partido Comunista y Democracia Cristiana que impulsaban los comunistas), y, sobre todo, en sus intervenciones como diputado radical en el Parlamento italiano (1979-1983). Andrea Camilleri ha presentado en Un onorevole siciliano (2009) las interpelaciones de Sciascia en la Cámara, a la que habría querido llegar, supone Camilleri, para tener acceso a los documentos manejados por la comisión de investigación del asesinato de Aldo Moro. Leonardo Sciascia había publicado L’affaire Moro en 1978 y Todo modo, una novela de asesinatos durante unos ejercicios espirituales para políticos democristianos, en 1974. En el momento de la muerte de Moro, Sciascia declaró: «Como autor de Todo modo, veo en la realidad una especie de proyección de las cosas imaginadas».

¿Por qué recuerdo esto mientras leo Una comedia siciliana? Porque encuentro en la literatura de Sciascia una indisoluble continuidad entre la realidad y la ficción, o, por decirlo de otro modo, una concepción de lo literario como parte activa de lo real. Si Camilleri afirma que «el compromiso político directo de Sciascia […] tuvo siempre un origen, un input, estrechamente relacionado con su naturaleza de escritor», también cabría decir que Sciascia concebía la literatura como una actividad política. El escritor Sciascia es el político Sciascia, o viceversa: no hay división posible entre política y literatura. Una novela no adorna la realidad: es parte de la realidad.

Hay un cuento en Una comedia siciliana, «Han suspendido de los sacramentos al canónico Lupi» (1964), que transcribe lo que podría ser una conversación de café a propósito de algo oído en el telediario: el caso de un sacerdote suspendido por negocios turbios. Sciascia está manejando piezas literarias: Lupi es un personaje de Maestro don Gesualdo (1889), de Giovanni Verga, y aparece en el cuento de 1964 junto a otros curas imaginarios, surgidos de Los virreyes (1894), de Federico de Roberto, de El Gatopardo (1958), de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, y de Los novios (1827), de Alessandro Manzoni. El juego de la fábula le sirve a Sciascia para emitir un juicio político sobre la incurable corrupción eclesiástica: aquí todo es igual siempre, definitivamente escrito como en una novela del siglo XIX, aunque el cuento del cura castigado sólo sea eso: un cuento de 1964, una broma imposible que recuerda la seriedad del asunto. La actitud de Sciascia ante las jerarquías católicas iba más allá de la crítica (que le atribuía Pier Paolo Pasolini) a una religiosidad de «formas exteriores, siniestras, fúnebres, españolescas». Sciascia entendía la iglesia católica como trama político-económica.

Las historias de Una comedia siciliana abarcan dos escenarios, Sicilia y España, y cuatro estratos temporales: las guerras napoleónicas, la guerra entre garibaldinos y borbónicos, el fascismo y la Segunda Guerra Mundial, la actualidad y las costumbres entre 1950 y 1975. Dos cuentos, «El miedo» y «El soldado Seis», rememoran desde los años sesenta la guerra española de 1936. El desembarco de los angloamericanos en Sicilia el 10 de julio de 1943, visto siempre como una lamentable fiesta popular («la kermés de los siervos que por fin se han liberado de un amo y esperan que el siguiente sea más pródigo, más generoso, más tonto»), es nuclear en cinco de las piezas, mientras el fascismo se proyecta sobre el pasado y el presente: «el fascismo dejaba una pingüe herencia de espías, ladrones, odio y desconfianza». Un joven fascista entusiasta, convertido en autoridad del nuevo régimen democristiano, protagoniza «Retrato de un jefe». El transformismo político será, además de un hábito moral, un motivo de risa.

Un capitoste provinciano, amante del vino y de Rossini, que en su vida «sólo ha creído en una cosa: el fascismo», confunde con una patrulla alemana a los primeros soldados estadounidenses que entran en su pueblo en julio de 1943. Sale de su error. Vitorea a Estados Unidos y a los cigarrillos Camel. Maldice al fascismo. En diciembre de 1956, a un mes de la invasión soviética de Hungría, en el Ateneo de los señores de un pueblo siciliano, la radio anuncia que los tanques rusos están en Italia, y los señores descubren su comunismo oculto, tan oculto que ni siquiera ellos lo conocían, antes de desdecirse inmediatamente: todo, como en una comedia, resulta una broma radiofónica a la manera de Orson Welles y sus marcianos invasores. Así es el humorismo de Sciascia.

No llega a caer en la astracanada, ni siquiera en esos casos extremos o ridículos. Y no porque la distorsión lingüística actúe como crítica censuradora del disparate de las situaciones, sino por lo contrario: por la discreción punzante y la claridad de la lengua, salvadas en la traducción de David Paradela. Jorge Guillén, en una carta a Sciascia publicada por Pedro Luis Ladrón de Guevara, después de leer Il giorno della civetta (1961; El día de la lechuza, 1979) elogió su sobriedad, economía y contención. «Lo que aquí se hace es objetividad», declaraba el propio Sciascia, más afín a la ironía y a la sátira que al humorismo, y a quien podría aplicársele su juicio sobre Alessandro Manzoni, racionalista, discípulo de la Ilustración y, por lo tanto, ironista, no humorista. Según Sciascia, los ilustrados no practicarían el humorismo («el racionalismo no consiente el giro humorístico»), sino el distanciamiento irónico, «porque la realidad no se amolda a la razón».

La voluntad de objetividad y racionalidad determina lo que se ha llamado mirada sociológica de Sciascia, «ensayista en el cuento, narrador en el ensayo», como se veía a sí mismo. Asimilando investigación, documentación y fabulación, este tipo de narración ensayística respondería a la actitud pedagógica del autor, con su mundo de contrastes didácticos, ricos rapaces y pobres generosos, señores y mendigos, propietarios y aparceros o jornaleros, ingenieros continentales y trabajadores sicilianos de las azufreras y las salinas. «Moralista civil», llamó Italo Calvino a Sciascia en una carta de 1964. En sus principios maestro de escuela (presumía de haber aprendido de sus alumnos mucho más de lo que les había enseñado), Leonardo Sciascia se consideró siempre heredero del Siglo de las Luces y practicante de su culto a la razón. En uno de estos cuentos, «El tesoro» (1961), le hará decir a un campesino: «Cuando las condiciones de vida mejoran, más razonables se vuelven los hombres […]. Aquí la gente […] aspira a la razón, está sedienta de razón». Los manuales de los ingenieros que dirigen la industria del potasio, las fábricas, la escuela, son razón: «Un motor que funciona, razona».

El primer libro que publicó Sciascia, Favole della dittatura (1950), una representación en prosas brevísimas del fascismo interpretado por animales, revelaba ya, en esencia, el moralismo o didactismo de su autor, que no dudaba en servirse de la tradición literaria y transfiguraba en nueva literatura a Esopo, Fedro y los animales parlantes de Giambattista Casti. Lo que libra a Sciascia de cualquier riesgo de simplificación es esto: la profundidad, tanto de planos literarios como de su visión histórica del presente (el pasado sería parte del presente, como se ve en los dos cuentos de tema español). La precisión lingüística liquida cualquier posibilidad de sentimentalismo, y la lucidez acaba por descubrirnos una contradicción, un punto desesperado en la literatura de Sciascia, que, si cree en la razón, «y en la libertad y la justicia que de la razón nacen», cree más en el poder de la sinrazón.

Los ensayos-relatos de Le parrocchie di Regalpetra (1956; Las parroquias de Regalpetra, 1982) tenían por objeto, a decir de Sciascia, la «historia de una continua derrota de la razón y de aquellos que en la derrota fueron personalmente atropellados y aniquilados». Pasa la historia, pasan los garibaldinos y el fascismo, llega la liberación y nada cambia en las salinas, en las azufreras, en una «tierra árida […] que nunca da el justo fruto de su esfuerzo» y en nada se parece a la Sicilia de Góngora, fértil granero al que las provincias de Europa acuden como hormigas. La fe de Sciascia en la razón es compatible con el fatalismo más inexorable: es fe desesperada, fe sin fe. Regalpetra, nombre inventado por Sciascia, sería su pueblo natal, Racalmuto, en Agrigento.

Que sean distintos los títulos de las ediciones italiana y española de estos veinticinco cuentos nos sugieren dos enfoques de lectura complementarios. El título de la edición italiana, Il fuoco nel mare, está tomado del último del volumen, si dejamos al margen a los dos incluidos en el Apéndice. «El fuego en el mar» es un cuento infantil, publicado en 1975 con ilustraciones de Simon Sautier, reescritura de la leyenda medieval en torno a Colapesce (Colapez en la traducción). No era Sciascia el primero en reescribir el mito del hombre-pez: Raffaele La Capria ya lo había hecho en 1974, y Benedetto Croce lo había recogido en sus Storie e leggende napolitane, como Italo Calvino en sus Cuentos literarios italianos. Sciascia reforzó el didactismo de la fábula: Colapez, después de conocer el capricho, codicia y crueldad del rey y sus cortesanos, decide convertirse en pez para siempre. La edición española, Una comedia italiana, se llama como la historia del novio que, por dejar plantada a la novia en vísperas de la boda, debe morir por una cuestión de honor: los enredos familiares son motivo de sangre en Sicilia, donde «las relaciones entre las personas parecen ser abiertas y francas […] pero la verdad es que la vida del pueblo se mueve entre dos planos: uno enfático y mistificador –diálogo, luz, fiesta?, y otro encerrado y secreto, corroído por la aspereza de la violencia y la desesperación». El título español subraya, más que el aspecto fabuloso-didáctico de la literatura de Leonardo Sciascia, su carácter sociológico y etnográfico.

Se echa en falta en Una comedia siciliana información editorial sobre el origen de unos textos publicados años después de la muerte de su autor. ¿Qué se sabe, por ejemplo, del más antiguo, inédito, «El señor T. protege al pueblo» (1947)? Creo que no estaría de más conocer que el joven Sciascia se lo mandó a Elio Vittorini para que lo publicara en su revista Il Politecnico, o por lo menos le dijera qué le parecía. No contestó Vittorini al envío de este Sciascia en construcción, que tanto iba a ganar, no acumulando materiales, sino despojándose de lo superfluo, añadiendo laconismo y reticencia: lo contado en «El señor T, protege al pueblo» en poco más de treinta páginas, con sus más de cuarenta personajes pertenecientes a tres o cuatro generaciones, daría para un novelón de tres tomos. Y faltan notas que nos orienten en medio de una red de alusiones literarias e históricas que exigen cierta familiaridad con la cultura italiana, o nos digan, por ejemplo, quela Puddara es, literalmente, la estrella polar.

Justo Navarro ha traducido a autores como F. Scott Fitzgerald, Paul Auster, Jorge Luis Borges, T. S. Eliot, Michael Ondatjee, Ben Rice, Virginia Woolf, Pere Gimferrer y Joan Perucho. Sus últimos libros son Finalmusik (Barcelona, Anagrama, 2007), El espía (Barcelona, Anagrama, 2011), El país perdido. La Alpujarra en la guerra morisca (Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2013) y Gran Granada (Barcelona, Anagrama, 2015).

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