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Las arpías de Hitler. La participación de las mujeres en los crímenes nazis

Wendy Lower

Barcelona, Crítica, 2013

Trad. de Núria Pujol

320 pp. 21,90 €

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«El pasado es un país extranjero. Allí hacen las cosas de otra forma», oímos en el inicio de la película El mensajero, de Joseph Losey. Quizá la célebre frase no tenga una aplicación más certera que en el caso del pavoroso y genocida mundo del Tercer Reich, una etapa histórica magnificada por su sorprendente brevedad. La extrañeza que aún nos provoca el nazismo y sus políticas bélicas y raciales ha dado pie y sigue dándolo a una incesante labor de estudio y reinterpretación. En este contexto se inscribe Las arpías de Hitler, de la profesora Wendy Lower, un acercamiento a los crímenes más execrables del nazismo desde un punto de vista muy concreto: el papel –a menudo obviado– de las mujeres alemanas durante el Tercer Reich y, en concreto, su labor en el frente oriental como parte de la maquinaria sanguinaria que, primero para conquistar el espacio necesario para colmar las ansias del Lebensraum y, más tarde, en la retirada como venganza ciega, se saldó con la espantosa matanza de cientos de miles de judíos, partisanos y comunistas.

Aproximarse al Holocausto e intentar explicarlo sigue siendo una prueba casi insuperable para el historiador que intenta proporcionar explicaciones racionales a los procesos históricos. Descifrar los motivos por los que un Estado moderno y una sociedad de elevado nivel cultural como la alemana llevaron a cabo el asesinato sistemático de todo un pueblo por la única razón de ser judíos, resulta un desafío casi inaccesible para la comprensión histórica debido a la magnitud de su irracionalidad. Por otra parte, el historiador debe moverse con gran prudencia en el estudio del Holocausto, fenómeno terrible en el que aparece el recurso fácil de extender la culpa.

Un acontecimiento como el Holocausto desconcierta a todos aquellos que se aproximan a él. El hecho de que Alemania, donde los judíos habían recibido, en general, un trato moderado, se convirtiese en el marco para el asesinato a sangre fría de los judíos europeos ha sido un motivo de perplejidad para los historiadores. Además, existen numerosos trabajos interpretativos y posturas contradictorias que desorientan a quienes se acercan a su estudio. Por un lado, algunos historiadores consideran que el horror de ese asesinato masivo no puede y no debe ser nunca asumido. Afirman que los esfuerzos para comprenderlo, aunque sean bienintencionados, pierden de forma inevitable el contacto con el sufrimiento indescriptible de las víctimas y, como consecuencia, tienden a convertirlo en algo abstracto, académico y distante. En ese sentido, las víctimas del Holocausto se han mostrado siempre contrarias a la tendencia a teorizar de aquellos que no sufrieron sus consecuencias. En una de las primeras imágenes del célebre documental Shoah, de Claude Lanzmann, un superviviente del campo de exterminio de Chelmno (Polonia) afirmaba: «Esto no puede contarse. Nadie puede representar lo que ocurrió aquí. Es imposible. Nadie puede comprenderlo».

Algunos historiadores consideran que los esfuerzos por aprender las lecciones del Holocausto son equivocados, inútiles, pues no surge la redención del estudio de la tragedia. Otros afirman incluso que los intentos por comprender a los perpetradores, a los nazis y a sus aliados, se convierten en un ejercicio obsceno, que abre las puertas a la simpatía para con los asesinos. Consideran, también, que el antisemitismo en la historia debe seguir siendo incomprensible, pues con los esfuerzos por entender a los antisemitas se corre el riesgo de proporcionarles excusas. Los que defienden esta teoría creen que el misterio debe continuar, que el análisis histórico no debe debilitar nunca la repulsa moral.

En el otro lado del espectro se encuentran aquellos que piensan que el Holocausto fue perpetrado por seres humanos y puede, por tanto, ser comprendido por otros seres humanos. Consideran que no hay nada «único» en el Holocausto, que no fue un fenómeno sin precedentes que impida que sea comprendido. Defienden que su estudio debe ser obligatorio para evitar que se reproduzca en el futuro. Esta tesis resulta, sin embargo, muy cuestionable, teniendo en cuenta que todas las imágenes del Holocausto y sus lecciones no han sido capaces de evitar tragedias como la perpetrada por los jemeres rojos en Camboya, la guerra civil en la antigua Yugoslavia o la masacre étnica en Ruanda.

Los debates sobre el Holocausto no significan que no se haya avanzado en la investigación histórica. Por el contrario, se ha profundizado en la lógica por la cual, a comienzos del siglo XX, existía un ambiente propicio que hacía posible concluir, a partir de estudios espurios de biología y antropología, que los judíos eran parásitos no humanos que amenazaban a la humanidad. Se han explicado también las circunstancias sociales, psicológicas y organizativas y el particular momento histórico que hizo posible convertir a «hombres corrientes» en asesinos en masa. Asimismo, se han aportado explicaciones plausibles de por qué surgió una masa crítica de ciudadanos alemanes y austríacos que respaldaron esas tesis irracionales. La explicación más coherente es que en el sur de Alemania y en Austria convergieron de forma virulenta dos corrientes extremas de antisemitismo: una católica, que hundía sus raíces en la historia de Europa central, y otra antimodernista, que odiaba a los judíos por considerarlos capitalistas, antipatriotas y cosmopolitas que ponían en riesgo la sociedad tradicional y sus valores. Para los antisemitas, las supuestas «conspiraciones» judías iban al mismo tiempo, y paradójicamente, dirigidas a ayudar al capitalismo mundial y a la revolución socialista internacional.

Sin embargo, ciertos aspectos del Holocausto siguen siendo un misterio para la mayoría de los historiadores. Aunque existen voces discordantes, la mayoría de los historiadores se muestran convencidos de que los líderes nazis consideraban el asesinato masivo de judíos no como un medio para un fin racional, sino como un fin en sí mismo. Se acepta de forma general que ese asesinato debía ser total, que ningún judío debía escapar con vida. La decisión no tenía nada que ver con el comportamiento judío. Los asesinos nazis no se cuestionaban dónde vivían los judíos, en qué Dios creían o incluso si ellos mismos se consideraban o no judíos. Cualquiera que, según las leyes alemanas del Tercer Reich, fuera identificado como judío, era automáticamente sentenciado a muerte.

Lo que continúa causando una enorme perplejidad es que el Tercer Reich operaba en una dimensión totalmente ajena, de acuerdo con normas de percibir y concebir la realidad muy alejadas de la experiencia de otras sociedades contemporáneas. El discurso de Heinrich Himmler ante oficiales de las SS en Pozna? en octubre de 1943 resulta un ejemplo elocuente de lo anterior. Durante el mismo, Himmler afirmó que el exterminio de los judíos era «una gloriosa página de la historia que nunca había sido escrita y que nunca lo sería». Es posible que Himmler estuviese refiriéndose a que nadie fuera del círculo de los nazis más convencidos podría comprender nunca que el asesinato de todos los judíos bajo el Reich era una «página gloriosa» de la historia alemana; de otro modo no habría reconocido que esa página no podía ser escrita. El concepto permanecería así opaco, salvo para los nazis convencidos. Tal vez, describir el Holocausto como un hecho misterioso y aterrador es una forma de enfrentarse al horror.

Si el acercamiento historiográfico al Tercer Reich se divide grosso modo entre los «intencionalistas», es decir, aquellos que hacen hincapié en la figura del Führer, frente a los «estructuralistas», quienes subrayan la presión de las circunstancias del momento y la improvisación a que dio lugar, el trabajo de Lower se enmarca claramente en el segundo grupo. Las arpías de Hitler nos traza un bosquejo de algunas de las mujeres que participaron activamente, y a veces con un celo inusitado, en el esfuerzo bélico y en la política de exterminación, y cuya motivación no deja de ser difusa: ideología y patriotismo, pero también ambición, ganas de salir de sus localidades de origen y viajar, necesidad de romper con los clichés femeninos tras la cesura que supuso la Gran Guerra y la República de Weimar. Tal y como lo expresa Lower: «Para las jóvenes ambiciosas, las posibilidades de ascenso se multiplicaban con la emergencia del nuevo imperio nazi. Dejaban atrás leyes represivas, costumbres burguesas y convenciones sociales que habían dictado una vida reglamentada y opresiva en Alemania. Las mujeres de los territorios del Este fueron testigos y cometieron por sí mismas atrocidades en un sistema más abierto, como parte de lo que consideraban tanto oportunidad profesional como experiencia liberadora».

Estas mujeres desempeñaron fundamentalmente labores como «maestras, enfermeras, secretarias, asistentes sociales y esposas, mujeres que trabajaron en los territorios del Este, donde tuvieron lugar los peores crímenes del Reich». Tenían una procedencia variada tanto geográfica como socialmente y constituyeron una generación –de los diecisiete a los treinta años– que se hizo adulta «durante el ascenso y la derrota de Hitler». Tras el fin del conflicto, prácticamente todas ellas regresaron a la vida civil y al más completo anonimato pues, salvo en escasas y mediáticas ocasiones, como el juicio a Irma Grese, nunca tuvieron que rendir cuentas por sus acciones.

Ahora bien, tal y como señala la autora, cabe preguntarse si estos trabajos tuvieron un valor aséptico dentro del régimen o fueron una parte concomitante de la maquinaria nazi y, por tanto, las mujeres desempeñaron un papel relevante en su seno y en los fines del nacionalsocialismo. Wendy Lowell se propone probar que así fue y para ello se centra en el escenario bélico más pavoroso de la Segunda Guerra Mundial: el frente oriental en Europa y la inhumana política racial que aplicaron los nazis en los territorios ocupados.

Hitler ya dejó claro en su manifiesto político Mi lucha que los territorios al este de Alemania eran los que estaban designados para satisfacer la necesidad de hallar un Lebensraum, un espacio vital para el pueblo alemán. Por lo menos desde la firma del pacto de no agresión Mólotov-Ribbentrop el 23 de agosto de 1939, la maquinaria de agresión nazi comenzó a activarse con miras a hacerse señora de los territorios orientales. Junto con esta voluntad expansionista, había un plan de exterminación racial que obedecía al ideario nacionalsocialista, pero que también resultaba muy práctico para poder establecer una autoridad colonial en el Este. En efecto, los judíos, gitanos, bolcheviques y demás grupos en la lista de los nazis eran no sólo exterminados, sino también expoliados o utilizados como mano de obra esclava.

La invasión de la Unión Soviética en 1941 condenó a los judíos a partir de una lógica infernal. Dado que el nazismo establecía una conexión amplia entre el comunismo y el judaísmo, los dirigentes nazis consideraban que las comunidades judías tenían que ser las que respaldaban el movimiento de resistencia, incluso aquellas que no vivían en Europa oriental. La decisión sobre la «Solución Final» estuvo ligada probablemente con el espectro de un movimiento de resistencia judío-comunista de carácter paneuropeo.

Es en este clima de Osrauch, la «fiebre del Este» por analogía con las películas épicas de la conquista del Oeste en Estados Unidos, donde la profesora Lowell indaga en el protagonismo de las mujeres alemanas: «¿Cómo respondieron realmente esas mujeres cuando llegaron a sus puestos? ¿Quisieron marcharse o quisieron ver o hacer más?» La respuesta es unívoca y devastadora: «Las arpías de Hitler eran celosas administradoras, ladronas, torturadoras y asesinas en aquellos baños de sangre. Se mezclaron entre los cientos de miles –al menos medio millón– de mujeres que se desplazaron al Este».

De entre estas «arpías de Hitler» descritas en el libro destacan Vera Wohlauf, Johanna Altvater y Liesel Willhaus por su indecible crueldad. La primera acudía con su marido, un oficial de policía de las SS, a las acciones de exterminio de judíos vedadas en principio a las mujeres. Lo más pavoroso del asunto es que Vera Wohlauf estaba embarazada. La segunda, como si de un macabro cuento de los hermanos Grimm se tratara, atraía a los niños del gueto con caramelos para matarlos. Liesel Willhaus, por su parte, disparaba «por puro placer» con un rifle desde la terraza del segundo piso de su casa a los judíos cercanos para deleite de sus invitados. «La hija pequeña de la familia, Heike, aplaudía enérgicamente ante el espectáculo».

El hecho de que estas mujeres contribuyeran al designio nazi e incluso fueran más allá de sus obligaciones suscita dos cuestiones básicas. La primera es la representatividad de los testimonios que nos ofrece la autora. ¿Son conductas como las de Vera Wohlauf, Johanna Altvater y Liesel Willhaus extrapolables a un número significativo de mujeres alemanas del período? ¿O se trata, por el contrario, de conductas aberrantes y minoritarias? Tal y como reconoce la profesora Lower, los escasos juicios tras la guerra a algunas mujeres alemanas sólo «dieron pábulo a historias sensacionalistas sobre sadismo femenino, avivadas a su vez por la moda de la pornografía de estilo nazi de la posguerra». Otros factores como la ocupación de la Alemania derrotada y su posterior partición sólo contribuyeron a obviar, si cabe, el asunto. Había que reconstruir y prepararse para una eventual conflagración y «la emergente perspectiva feminista se centró en la victimización de la mujer, no en su capacidad criminal». No obstante, los testimonios que aporta el libro adolecen de cierta precariedad, debido sin duda al hecho de que los documentos son escasos e, indefectiblemente, los recuerdos de los afectados se alteran.

La segunda cuestión estriba en dilucidar el origen de los comportamientos analizados: ¿qué mueve a estas mujeres a extralimitarse en sus atribuciones y a caer en el sadismo y en una brutalidad sin límite alguno? Aquí la profesora Lower parece abrazar vagamente la teoría de la banalidad del mal de Arendt y, de forma quizá demasiado tácita, el estudio de Christopher Browning sobre el batallón 101 de reserva de la policía (Aquellos hombres grises, trad. de Montserrat Batista, Barcelona, Edhasa, 2002). Estos hombres «normales» fusilaron a mil quinientos judíos en Polonia, aparentemente para adaptarse a las órdenes y mantener la cohesión del grupo. La presión del grupo, una sumisión generalizada a la autoridad y las reacciones psicológicas de los individuos que ostentan un poder absoluto sobre otros eran la respuesta para el comportamiento de aquellos hombres. Lo que emerge de la terrible descripción de esta unidad es que los asesinos estaban más influidos por la presión, la cobardía y la ambición que por el antisemitismo o el fervor por la ideología nazi.

En la obra de Lower se aportan nuevos detalles sobre la crueldad del Tercer Reich y de sus mujeres en particular, pero las grandes líneas de la historia ya llevan tiempo debatiéndose. El papel de las mujeres bajo los nazis ha sido revisado en profundidad. Casi nadie acepta ya el mito de las tres «K» para las mujeres, Kinder (niños), Kirche (iglesia) y Kuche (cocina). Que las mujeres, al igual que los hombres, pueden abusar de otros seres humanos no supone un planteamiento tan novedoso como señala Lower.

En este sentido, se echa en falta en la obra contextualización y síntesis sobre la historiografía existente en relación con la responsabilidad de las mujeres alemanas. Esta historia no representa un «punto ciego» (en palabras de la autora) de la historia del Tercer Reich. En los últimos años se han abierto nuevas líneas de investigación histórica sobre el papel de colectivos hasta ahora poco conocidos en la política racial nazi, como el de las mujeres alemanas. La historiadora Claudia Koonz (Mothers in the Fatherland. Women, the Family and Nazi Politics, Londres, St. Martin’s Press, 1988) ha destacado que muchas mujeres en la Alemania nazi y en los territorios ocupados fueron cómplices de los crímenes nazis. Señala que muchas mujeres apoyaron o fueron líderes, organizadoras y promotoras del antisemitismo. En contraste con la postura de la historiadora Gisela Bock («Ordinary Women in Nazi Germany: Perpetrators, Victims, Followers, and Bystanders» en Dalia Ofer y Lenore J. Weitzman (eds.), Women in the Holocaust, New Haven, Yale University Press, 1998) cuya obra gira en torno a las mujeres trabajadoras como víctimas de las políticas de género nazis, Koonz ponía el énfasis en su papel de cómplices del régimen nazi.

En el estudio afirma que, mientras que los hombres eran responsables de la política pública, las mujeres proporcionaban apoyo emocional en los hogares, lo que ayudó a estabilizar al régimen. Las diferencias entre Bock y Koonz desembocaron en un duro intercambio de opiniones en las páginas del prestigioso Geschichte und Gesellschaft (Historia y sociedad) en 1989, conocido en Alemania como el Historikerinnenstreit, el debate entre historiadoras (en contraposición con la denominada controversia o querella de los historiadores –Historikerstreit– de mediados de los años ochenta). La obra de Koonz (The Nazi Conscience, Cambridge, Belknap Press, 2003) destacaba el «fundamentalismo étnico», es decir, la noción de que es el bienestar del grupo social al que se pertenece el que define lo que es moralmente bueno, concluyendo que esa fue la razón por la cual grandes sectores de la sociedad alemana no apreciaron nada malo en el nazismo.

Por su parte, Jill Stephenson (Women in Nazi Germany, Londres, Routledge, 2001) se muestra de acuerdo en que las mujeres desempeñaron un papel destacado en la expansión del antisemitismo. Las profesoras maltrataban a los niños judíos y adoctrinaban a sus propios hijos con ideas antisemitas. Muchas mujeres alemanas se convirtieron en colaboradoras útiles para la Gestapo al localizar a judíos que se encontraban escondidos en Alemania. Otros trabajos más recientes se han centrado también en el papel de las mujeres como perpetradoras en los territorios ocupados.

Unas dos mil guardianas asistieron a las SS en el campo de Ravensbrück. Algunas de ellas se hicieron tristemente célebres por su sadismo. La más conocida fue Irma Grese, guardiana en Auschwitz y Bergen-Belsen, y que se convertiría en una de las principales criminales de guerra en el juicio de Bergen-Belsen, de 1945. Las supervivientes de los campos la acusaron de múltiples asesinatos utilizando su látigo y su pistola. Irma era conocida por dejar que perros hambrientos se lanzaran encima de las presas para devorarlas, por asesinar internas a tiros a sangre fría, torturas a niños, abusos sexuales y palizas con látigos hasta provocar la muerte de las víctimas. Otra de las mujeres destacadas en la violencia de los campos fue Ilse Koch, conocida como la «perra de Buchenwald», casada con el comandante Karl Koch. Tras la guerra, circularon todo tipo de rumores sobre su sadismo sexual y su pasión por decorar la casa con carne humana tatuada, extremo este que nunca pudo ser demostrado y que probablemente fuese falso. Muchas de las historias sobre ella no han podido ser confirmadas, pero hoy resulta evidente la participación extendida de mujeres en la brutalidad de los campos nazis.

En determinados momentos, la lectura del libro de Lower se plantea en exceso como una suerte de ejercicio detectivesco por parte de la autora. De hecho, la obra parece comenzar como un thriller: «El verano de 1992 saqué un billete de avión hacia París. Allí compré un viejo Renault y conduje con un amigo hasta Kiev durante miles de kilómetros de tortuosas carreteras soviéticas». Con todo, Las arpías de Hitler formula inquietantes preguntas sobre el papel de las mujeres en el régimen nazi y su política genocida; preguntas que, a pesar de la ya nutrida bibliografía sobre el Tercer Reich, aún no han sido contestadas definitivamente.

Álvaro Lozano es historiador y autor de los libros La Alemania nazi (Madrid, Marcial Pons, 2008), El holocausto y la cultura de masas (Barcelona, Melusina, 2010) y Anatomía del Tercer Reich. El debate y los historiadores (Barcelona, Melusina, 2012).

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