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La era de los salones literarios

Retratos de mujeres

Sainte-Beuve

Barcelona, Acantilado, 2016

Trad. de José Ramón Monreal

432 pp. 22 €

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El método crítico de Sainte-Beuve sufrió las objeciones de Marcel Proust en un famoso ensayo (Contra Sainte-Beuve), que refutaba la posibilidad de explicar una obra literaria mediante los aspectos biográficos y las peculiaridades de su autor. El auge del formalismo consolidó los argumentos de Proust, postulando la autonomía de la obra con respecto a cualquier contingencia personal. No pretendo entrar en esta polémica, pero sí destacar que esa controversia no evitó que los universos de Proust y de Sainte-Beuve convergieran en la predilección por los salones literarios y las convenciones de la aristocracia, con su peculiar mezcla de ingenio, futilidad y fatalismo. Retratos de mujeres es una de las obras más notables de Sainte-Beuve. Se trata de una galería de mujeres extraordinarias que en muchas ocasiones procedían de la nobleza. Todas organizaron veladas literarias, reuniendo a las inteligencias más chispeantes de su tiempo. Es imposible leer el libro sin experimentar la cercanía del universo proustiano, con sus personajes banales, frívolos o brillantes y sus atmósferas progresivamente decadentes. El estilo de Sainte-Beuve es menos sinuoso e innovador que el de Proust, pero comparte con él su penetración psicológica, su talento para recrear ambientes y sus divagaciones vagamente elusivas. La combinación de esos elementos produce un deslumbrante retrato del período comprendido entre mediados del siglo XVII y principios del XIX, lo que en Francia se ha llamado «la era de los salones literarios». Podría decirse que Sainte-Beuve despliega un fresco que incluye el apogeo y la caída de un estilo de vida, donde una minoría convirtió la conversación en un arte gracias a sus privilegios materiales. No constituyó un acontecimiento novedoso, pues otras épocas ya habían elevado el intercambio verbal a un alto grado de refinamiento, pero sí representó un momento de esplendor en el cultivo de la réplica ágil y ocurrente, el flirteo galante, el aforismo deslumbrante, la escritura epistolar y el amor por las bellas artes. No es exagerado afirmar que en ese ambiente se gestó la literatura moderna, con su carga de desencanto, escepticismo y rebeldía.

Sainte-Beuve inicia su galería con Madame de Sévigné (París, 1626-Grignan, 1696), que «escribe a vuelapluma y apenas relee», lo cual no evita que su prosa despunte por la exquisita sensibilidad para el paisaje («He venido aquí [a Livry] a disfrutar del final de la buena estación, y a despedirme de las hojas», «¡Qué feliz sería yo en este bosque si tuviera una hoja que cantara! ¡Oh, qué hermoso sería si una hoja cantase!») y una sencillez para los grandes temas, que evoca las reflexiones de los epicúreos («Lo que me molesta es que, sin hacer nada, pasen los días, y nuestra pobre vida está compuesta de estos días, y se envejece y se muere. Esto lo encuentro muy triste»). Esa delicadeza convive con los prejuicios de su clase. Cuando se produce un motín de campesinos y burgueses contra la aristocracia que los estrangula con abusivos impuestos, celebra que cuelguen y descuarticen a los rebeldes. Sólo le inquieta que las tropas que sofocan la revuelta no se inmiscuyan en sus paseos, prohibiéndole deambular por los bosques que tanto ama. Sainte-Beuve lamenta su egoísmo y frivolidad. No intenta justificar sus comentarios, pero apunta que le parecería injusta que la posteridad sólo reparara en esos gestos. Piensa que Madame de Sévigné debe ser recordada por su «estilo espléndido, suelto, copioso», que se deja guiar por las impresiones y las ideas, despojándose de los fríos academicismos que arrebatan la frescura y la intuición a la lengua francesa.

Amante del duque de La Rochefoucauld, Madame de Longueville (Vincennes, 1619-1679), nos ha legado un puñado de cartas que narran su acercamiento al ascetismo de Port-Royal. No son textos piadosos, sino meditaciones sobre el corazón humano, que necesita ser educado en la compasión y la humildad para no sucumbir a la ambición de poder y el odio. Su estilo es sencillo, directo. No delata esfuerzo ni pretensiones literarias, pero posee un indudable mérito estético: nos muestra un corazón apasionado y esperanzado, con grandes dotes de introspección y sin afectos oscuros. Se considera a Madame de Lafayette (París, 1634-1693) una de las precursoras de la novela psicológica. El éxito de La princesa de Clèves, publicada anónimamente en 1678, introduce en el género narrativo el estudio minucioso de las pasiones, aventurando que la fatalidad resulta más determinante que la razón, como apunta su autora en su correspondencia privada: «No hay otras pasiones que las que nos hieren y nos sorprenden; las demás no son sino relaciones con las que dejamos atar voluntariamente nuestro corazón. Las verdaderas inclinaciones nos lo arrancan a pesar nuestro». Amiga del duque de La Rochefoucauld, siempre apreció en él grandes dosis de ternura, no el aparente cinismo que se desprende de sus máximas. Es famosa su frase sobre la relación que mantuvo con él a lo largo de su vida: «Monsieur de La Rochefoucauld me ha infundido ingenio, pero yo he reformado su corazón». Sainte-Beuve suscribe la opinión de un crítico literario que afirmó que «el estilo de Madame de La Fayette […] es la pureza y la transparencia mismas: es la liquida vox [voz clara] de Horacio».

Ninon de Lenclos (París, 1620-1705) nos ha dejado una breve obra que se rebela contra el rigorismo moral y exalta la pasión de vivir. Son especialmente notables las cartas que intercambió con Saint-Evremond. Ambos desprecian la fama, asegurando que «ocho horas de vida valen más que ocho siglos de gloria». No advierten ninguna virtud en el dolor y deploran el ascetismo, reivindicando una existencia llena de placeres. No infravaloran la pasión sexual, pero opinan que la pasión intelectual produce una satisfacción más profunda y duradera.

Todas las escritoras incluidas en Retratos de mujeres aman la conversación hasta el extremo de considerar la escritura como una forma menor de conocimiento. Algunas coinciden con Spinoza, sosteniendo que la tristeza es la negación de la sabiduría. La alegría no es un rasgo de carácter, sino un estilo de vida que sortea cualquier adversidad. Madame de Caylus no admitía en su salón a los espíritus tristes, pues presumía que la urbanidad incluye la jovialidad. Ser risueño es la nota dominante de las almas distinguidas. No opinaba lo mismo Madame Du Deffand, que mantuvo una dilatada correspondencia con Horace Walpole: algo más ochocientas cartas. Según Sainte-Beuve, «es con Voltaire, en la prosa, el clásico más puro de esta época, sin exceptuar a ninguno de los grandes escritores». A diferencia de Madame de Caylus, conoce el hastío, que prefigura el célebre spleen de Baudelaire. En su opinión, no hay experiencia más dañina que «la privación del sentimiento, con el dolor de no poder prescindir de él». Su melancolía convive con un profundo escepticismo, que se extiende a cualquier ilusión de conocimiento, particularmente cuando su objeto es la psicología humana: «pensaba que me había pasado la vida entre ilusiones; que me había abierto a mí misma todos los abismos en los que había caído; que todos mis juicios habían sido falsos y temerarios, y siempre demasiado precipitados, y, por último, que no había conocido perfectamente bien a nadie; que tampoco yo había sido conocida, y que tal vez no me conocía a mí misma». Su decepción se extiende a la vida misma: «Decidme –escribe a Walpole? por qué detestando la vida, temo la muerte». Y con un tono hamletiano, añade en otra carta: «Confieso que sería preferible el sueño». Ni siquiera la conversación de los salones literarios alivia su contrariedad: «Lo que hoy se conoce como elocuencia se ha hecho para mí tan aborrecible que prefería la lengua de los mercados; a fuerza de perseguir el ingenio, se lo ahoga». Para Sainte-Beuve, Madame Du Deffand es el puente entre el siglo XVIII y el XIX, anticipando los principales fetiches del romanticismo: tedio vital, exacerbación de la subjetividad, cortejo de la muerte.

Nadie practicó mejor el «arte del salón» que Madame Geoffrin, asevera Sainte-Beuve. Afable y hospitalaria, sabía acortar las veladas, pues opinaba que una reunión debía ser breve y brillante como un chispazo. La historia no se ha mostrado muy indulgente con Madame de Pompadour. Sainte-Beuve suscribe las palabras de Rousseau: «Se la echa tanto de menos como ha sido despreciada u odiada. Los franceses son los primeros hombres en todo; es lógico, pues, que lo sean también en la inconsecuencia». Amante de Rousseau y Fréderic Melchior-Grimm, Madame d’Epinay concibió la pasión a la francesa, es decir, «tal como puede darse en una sociedad cortés, refinada, un amor sin violentas tormentas ni truenos, sin furor a lo Fedra y a lo Lespinasse, sino lleno de encanto, juventud y ternura». Podría afirmarse lo mismo de su obra literaria. El abate Galiani le animó a no abandonar la pluma, recordándole que «escribir libros es una prueba de apego a la vida». Mademoiselle de Lespinasse escribió cartas memorables sobre la pasión amorosa: «No siento la necesidad de ser amada más que hoy; eliminemos de nuestro vocabulario las palabras “siempre”, “jamás”». Madame Roland, una de las figuras más heroicas de la Revolución francesa, se opuso a las cruentas represalias contra la nobleza y la aristocracia, afirmando que la civilización se derrumbaba cuando matar al adversario se convierte en objetivo político. Fuerte, valiente, resuelta, luchó contra la imagen de la mujer como un complemento del hombre. Escritora notable y mujer de amplia cultura, apreció que la mera erudición no aporta sabiduría ni clarividencia: «Nunca se aprende nada cuando no se hace más que leer; es necesario extraer o interpretar, por así decirlo, en su propia sustancia las cosas que quieren retenerse, impregnándose de su esencia».

Sainte-Beuve no es un crítico frívolo o arbitrario, si bien incurrió en graves errores, despachando sin contemplaciones a figuras como Baudelaire, Stendhal y Balzac. Sus juicios revelan una mirada inteligente y una lectura meditada. Por ejemplo, cuando enjuicia a Madame de Duras, afirma que su estilo «nació natural y acabado; sencillo, rápido, reservado, sin embargo; un estilo a la manera de Voltaire». Y cuando valora a Madame de Staël subraya su agilidad mental, sus «toques deliciosos de sentimiento», la «melodía soñadora» de su estilo, alado, libre, sin prejuicios. Al hablar de Madame de Récamier, cuyo salón albergaba como figura estelar a Monsieur de Chateaubriand, rebate a quienes cuestionan su talento literario, observando que sus breves letras poseen claridad, precisión y finura. Retratos de mujeres nos ayuda a conocer el espíritu de una era tristemente desvanecida, pues las tertulias que surgirán más tarde carecerán del encanto de unos salones donde la inteligencia evitaba la presunción y el estruendo. Sainte-Beuve, que fracasó como novelista, revela un enorme talento literario en estas semblanzas, desplegando un estilo que combina con asombrosa perfección la introspección psicológica, el apunte estético y el esbozo filosófico. A veces, las grandes enemistades brotan de secretas afinidades. No puedo imaginar a nadie mejor que Sainte-Beuve para trazar un retrato de Proust, pero la historia nos ha privado de esa página, que presumo habría sido brillante, original y memorable.

Rafael Narbona es escritor y crítico literario. Es autor de Miedo de ser dos (Madrid, Minobitia, 2013) y El sueño de Ares (Madrid, Minobitia, 2015).

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