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Cara a cara

Yo soy El Otro

Berta Vias Mahou

Barcelona, Acantilado, 2015

240 pp. 18 €

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El tema del doble ha encendido la imaginación occidental desde la Antigüedad clásica. Ya Eurípides, en su Helena (412 a. C.), recoge una tradición no homérica según la cual la verdadera Helena nunca fue a Troya, sino que lo hizo una imagen falsa, un simulacro creado por la diosa Hera con el fin de engañar a Paris y provocar la guerra. Dos siglos después encontramos una versión más verosímil de una duplicación humana: en Los gemelos (216 a. C.) de Plauto –con seguridad una adaptación de un original griego, hoy perdido–, dos hermanos separados al nacer confunden a todo aquel con quien se cruzan, hasta que se descubre su origen común. Los dobles son ahora seres de carne y hueso, pero la dualidad está puesta al servicio de un mecanismo: con hilos narrativos cruzados, se multiplican los enredos.

La comedia de identidades trocadas, en la que la personalidad se toma a la ligera, es uno de los grandes inventos literarios del mundo clásico, y sus repercusiones llegan tanto a Shakespeare o Goldoni como a centenares de sainetes hollywoodenses. Pero el doble como personaje da un verdadero salto cualitativo, si no cuantitativo, en el siglo XIX. El mérito pertenece en gran medida al Romanticismo. Con la noción romántica de una naturaleza humana dual, dotada de razón pero rebosante de impulsos oscuros, aparece la paradoja dramático-existencial de que dos personas distintas formen parte de una sola esencia. El otro viene a ser el mismo, o la encarnación de la parte maléfica de una identidad dividida. De ahí que la figura –a manos de Poe, Gautier o un autor más complejo como Dostoievski– sea extrañamente inquietante («siniestra», diría Freud). Y de ahí que muchas historias decimonónicas de dobles acaben en locura, asesinato, o ambas cosas, a diferencia de la tranquila disolución de la símil-Helena.

Quizá ninguna literatura fue tan rica en dobles malignos como la victoriana, lo que dice bastante sobre el miedo de sus lectores a no poder guardar las apariencias, pero, ahora mismo, nos interesa una variación posterior del tema, más cercana el ámbito de lo posible. Un texto clave, en este sentido, es «El copartícipe secreto» (1909), de Joseph Conrad, donde un capitán primerizo rescata a un polizón parecido a él y lo esconde de la tripulación en su camarote. No importan mucho los detalles: lo que merece mencionarse es que el relato aprovecha el consabido clima de inquietud («si alguien hubiera osado entrar […] se habría encontrado con el extraordinario espectáculo de un doble capitán que conversaba en susurros con su otro yo»), mientras parodia levemente la herencia de la comedia: hay una escena fabulosa en la que un grumete llega a limpiar el camarote, y el capitán abre portezuelas, cambia de sitio y se agita como un personaje de Plauto para que no descubran al otro. En consonancia con la tradición, descubrir al otro sigue siendo ponerse en riesgo a uno mismo. Conrad no creía en fuerzas ocultas, pero se tomaba muy en serio la identidad en sentido moral (la falta del capitán sería no comportarse como lo que es), y aquí lleva a escena los esfuerzos absurdos que a veces hacemos para preservarla.

El caso de Conrad es especialmente interesante, porque adapta un tema fantástico a una narración realista. Me atrevería a decir que su ejemplo señala una de las pocas maneras de ambientar historias de dobles en el mundo moderno, sin recurrir al tópico de la locura (Dostoievski) ni a la prestidigitación narrativa (Stevenson), dos apaños a los que apelarían escritores de la talla de Nabokov y Saramago. Digna heredera de Conrad, Berta Vias Mahou da en Yo soy El Otro un paso aún más allá: transporta la fantasía al ámbito de la realidad histórica, con una narración donde el humor convive con la observación social, y la comedia de costumbres con el dilema de la identidad. El título alude a la frase con que Gérard de Nerval se autodenominó al pie de un grabado que lo retrataba, y la autora, que es licenciada en Historia Antigua y traductora del alemán, ha dicho que se inspiró además en obras de Plauto y Kleist. Pero el resultado imprime al tema del doble un triple giro posmoderno, documental y decididamente español.

Por empezar por esto último, la cosa va de toros. O, más precisamente, de toreros. Arranca en 1963, cuando nadie era tan célebre como Manuel Benítez, «El Cordobés». Benítez tiene aquí un par de cameos, pero el protagonista es el jienense José Sáez, un albañil y aspirante a torero que, a sus dieciocho años, descubre que es un calco físico del famoso. Lo hace con el extrañamiento convencional: «Un buen día –dice al rememorar la experiencia en un diálogo–, te levantas, te miras al espejo y resulta que tu semblante, aunque sigue siendo el mismo, ha dejado de pertenecerte. Y a partir de ahí tu rostro, ese rostro que ya no es tuyo, es el que te lleva de aquí para allá. El que decide tu destino». Más adelante, José se cruza con el ídolo y se siente «aterrado». Pero también cae en la cuenta de que puede sacarle rédito al parecido, y así empieza a imitar las maneras del otro, con tal habilidad que, en un encuentro de los dos en Valencia, deja de piedra al propio Cordobés. Gracias a su habilidad en el ruedo, Sáez pasa enseguida de maletilla a novillero y, en un ascenso que Vias Mahou llama meteórico, empieza a torear por distintos pueblos de España hasta perfilarse como matador. Sin embargo, las trabas del celoso mundo del toro y los tejemanejes de un apoderado sin escrúpulos acaban frenando su carrera. Siendo tan bueno como el Cordobés, Sáez sufre un destino muy distinto.

Todo lo anterior puede parecer demasiado increíble para ser verosímil, pero tiene la virtud de basarse en una historia verdadera. Y aquí es donde entra en juego la veta documental. José Sáez existe y está vivo. Vias Mahou lo descubrió en su propio quehacer profesional, al corregir las galeradas de la última edición de El Cossío, donde encontró una entrada sobre la breve carrera de un torero de Jaén que se apodaba «El Otro». El sobrenombre le llamó la atención; era –a decir de la autora– «lo contrario de lo que buscaba la mayoría de los matadores: autoafirmarse, haciéndose llamar, por ejemplo, El Bala, El Formidable, El Temerario». Intrigada, decidió rastrearlo. Y tras unas cuantas pesquisas, dio con el hombre en Gran Canaria, donde Sáez se había instalado a finales de los años sesenta. (Que en Canarias no haya un solo toro da una idea de dónde quedó su carrera.) Yo soy El otro incluye un par de conversaciones que la autora mantuvo con quien se convertiría en su personaje, aunque es imposible saber qué se dijeron realmente y qué es invención: «Un novelista –dice al fin y al cabo el José Sáez personaje– puede hacer en sus libros lo que le venga en gana. […] Ese derecho, el de escribir sobre mí lo que le dé la gana y como le dé la gana, se lo doy yo. Y, si le parece bien, puede meter el yo en el título y escribir con entera libertad sobre ese Otro que imitaba a otro».

En momentos así, la novela juega traviesamente con la fiabilidad y, en este sentido, suscribe a una versión amable del posmodernismo. Quien quiera ver un parecido con la non-fiction novel, o con los libros semificcionales de alguien como Emmanuel Carrère, puede hacerlo, aunque está advertido: si aquí hay cosas ciertas, no se especifican cuáles son. La advertencia aparece incluso antes de que comience la narración. En el pertinente epígrafe de la novela, sacado de una carta en la que Keats habla de Lord Byron, leemos: «Él describe lo que ve. Yo, lo que imagino». Vias Mahou demuestra su modestia al cortar ahí la cita, que continúa: «Mi tarea es la más ardua». Pero su imaginación –y aquí sí se parece a Carrère– tiene la ventaja de no descuidar la dimensión ética de la historia. Lo que cuenta puede o no haber pasado así en la realidad, pero no se disuelve en el relativismo ni en un juego gratuito de versiones. La carrera de José Sáez comporta una búsqueda del propio destino que tiene una sola resolución posible, a la que la novela se encamina con la precisión de un narración policíaca.

Los dos capítulos finales, en los que concluye el núcleo existencial de la novela, son ejemplares, pero no los adelanto para no arruinar la recompensa emocional que le deparan al lector. Sí diré que la autora cierra satisfactoriamente el tema del doble, de un modo que es a la vez clásico y original. Estos adjetivos, de hecho, podrían aplicarse a toda la escritura de Vias Mahou. Y los lectores de su estupenda novela anterior, Venían a buscarlo a él (cuyo protagonista era un trasunto de Albert Camus) pueden estar seguros de que en esta encontrarán iguales dosis de inteligencia, amor por el lenguaje y cuidado del detalle simbólico. Se suceden los aciertos: el espejo de carne en el que se mira José Sáez al principio reaparece al final para conducir a una revelación; el rojo de la capa de torear salta a los adornos de las mujeres que lo seducen; o el palabrerío con que lo caracteriza su apoderado se repite una y otra vez, como un chiste familiar que con cada repetición resulta menos gracioso (y ahí hay otra historia). Hoy en día, las industrias editorial y cultural festejan sin cesar las torrenteras verbales de dos o tres egos sobredimensionados; una novelista neta como Berta Vias Mahou merece que se la celebre, como mínimo, el doble.

Martín Schifino es traductor y crítico literario.

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Ficha técnica

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