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Aquella Lisboa, más o menos

La ruta de Lisboa. Una ciudad franca en la Europa nazi

Ronald Weber

Barcelona, Tusquets, 2014

Trad. de Jordi Beltrán Ferrer

432 pp. 22 €

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Quienes tengan Casablanca como una de sus películas memorables, recordarán que el avión que toman Ingrid Bergman y Paul Henreid ante la mirada de Humphrey Bogart ha de llevarles a Lisboa. Era la capital de un país neutral durante la Segunda Guerra Mundial y la antesala de la libertad para miles de refugiados que habían llegado a ella, muchos de ellos procedentes de España. Su drama contrastaba con la peripecia vital de otros personajes que transitaban los cafés y las callejas lisboetas: diplomáticos, espías, periodistas o aristócratas y turistas ricos que gastaban las sobras de su tiempo y su fortuna en el casino de Estoril.

Son numerosos los testimonios de quienes recorrieron aquella vitalísima ciudad. Las operaciones de salvamento de judíos de las embajadas españolas en diferentes países europeos se llevaron a cabo por orden directa del gobierno de Franco –aunque haya aún quien siga empeñado en negar las pruebas–, pero en muchos casos los diplomáticos tuvieron que lidiar con la incomprensible burocracia de ese mismo gobierno para cumplir con éxito las órdenes de salvar vidas. Lo que no hizo el gobierno español fue hacer de España un refugio estable y expedito para los judíos que huían del nazismo, pero ese posible reproche cabría hacérselo al resto de países que permanecieron neutrales durante la Segunda Guerra Mundial. No obstante, Lisboa se convirtió en un punto de fuga desde el cual los judíos que habían logrado atravesar los Pirineos tenían la oportunidad de tomar un barco con rumbo a América. Fue el caso, por ejemplo, de la familia Gabor, que pudo huir de Hungría gracias al empeño de los representantes diplomáticos portugueses en Budapest: Carlos Sampaio Garrido, que salió de la ciudad con Magda Gabor, y Carlos de Liz-Texeira Branquinho, que ayudó a escapar a la madre, Jolie, y al resto de la familia. Atravesaron España y pasaron unos días en la férvida y abigarrada Lisboa de aquellos años antes de llegar a Estados Unidos y reunirse con Zsa Zsa, la hija y hermana que residía ya en el país y que había alcanzado fama como actriz cinematográfica. José Luis de Vilallonga cuenta en sus memorias su estancia en Lisboa durante la guerra y cómo conoció allí a la familia Gabor. Su relato se nutre de los tópicos característicos: la vida en los hoteles de lujo, las comidas, las joyas, el glamour, las picardías, la sensualidad pervertida de las gentes de alto copete… El contraste con la emoción propia del lugar y la época narrados, pero, sobre todo, con el recuerdo en la mente de quienes murieron camino de Portugal, bastaría para que este fragmento de sus memorias fuera una lectura apasionante. Por desgracia, es mentira. Sí, Vilallonga estuvo en Lisboa durante esa época. E incluso cabe la posibilidad de que conociera a las Gabor, pero su supuesta aventura con Zsa Zsa –que es a quien concretamente se refiere– nunca se produjo, porque ella estaba entonces en Estados Unidos, tal y como se cuenta en las memorias de su madre, Jolie.

También estuvo en Lisboa durante esos años un personaje pintoresco que dejó escritas algunas páginas interesantes sobre su labor en la capital lusa: el entonces falangista Javier Martínez de Bedoya, y lo cuenta en su autobiografía, titulada Memorias desde mi aldea. Había sido enviado por el ministro de Asuntos Exteriores franquista, Francisco Gómez-Jordana Sousa, conde de Jordana, como agregado de prensa en la embajada española, dirigida entonces por Nicolás Franco, hermano del dictador. Su misión, secreta, era gestionar junto a los organismos judíos de socorro el salvamento de los sefardíes por parte de las embajadas españolas de los países bajo mando alemán. No puede decirse que Bedoya mienta, porque su labor puede contrastarse con documentación procedente de diversos archivos, pero viene a señalar que todo el plan de rescate fue idea suya, exclusivamente, y de eso cabe dudar. La exageración no deja de ser la prima hermana de la mentira.

Ni la historia de Vilallonga y las Gabor, ni la de Bedoya junto a Nicolás Franco aparecen en La ruta de Lisboa, del historiador norteamericano Ronald Weber. No es una crítica: no son imprescindibles en el puzle que ha compuesto sobre la Lisboa de los años cuarenta, y mucho menos comparadas con el acopio de noticias, relatos, noticias y crónicas que reúne en este tomo; pero sí dan idea de la dificultad que supone reunir tal cantidad de fuentes secundarias sin ser reafirmadas por documentos de archivo, sin poder contrastarlas para comprobar su veracidad.

Se muestran testimonios entusiastas en el libro, especialmente los de periodistas norteamericanos que pisaron Lisboa en esa época. Hay apasionamiento en cada palabra –y la traducción permite que el lector la perciba– y Weber se muestra muy hábil para tejer esas fuentes con la propia narración del relato histórico. La pasión trae de la mano cierta inconsciencia que, de alguna manera, hace suya el lector. Así, asiste fascinado a las historias de coraje y valentía que se le presentan, y no puede más que sentir indignación o repulsa ante los relatos de indignidad o cobardía de aquellos que se aprovecharon de las desgracias ajenas. Se nota que Ronald Weber tiene la mano instruida por las novelas (ha publicado cuatro por el momento), pues goza de una soltura narrativa que en general sólo aparece al abrir las esclusas de la imaginación. 

La ruta de Lisboa es un edificio vistoso. «Plaent a l’ull» (agradable a la vista), como decía Eugenio d’Ors que habían de ser los edificios de las bibliotecas públicas, pero sus cimientos son febles. Basta echar un vistazo a la página de las fuentes utilizadas: la bibliografía es copiosa, pero en el listado de archivos y bibliotecas utilizados pesan más las segundas que los primeros. El entretenimiento se ve lastrado por la fragilidad de la veracidad en la narración. Pongo sólo un ejemplo de ello: el caso de Juan Pujol, alias Garbo, a quien Weber dedica parte del capítulo «El hirviente caldero», dedicado al espionaje y los agentes dobles. Weber lo presenta así: «Un día de enero de 1941 se presentó en la embajada británica en Madrid e hizo saber que era un fervoroso antinazi y estaba disponible inmediatamente como agente secreto británico. Al ser rechazado, pensó que necesitaba prepararse más para hacer de espía antes de volver a ponerse en contacto con los británicos, de modo que ofreció sus servicios en la embajada alemana en Madrid».

Para seguir las andanzas de Garbo Weber se documenta con tres fuentes: las propias memorias de Juan Pujol, en las que Nigel West, un escritor especializado en espionaje cuyo verdadero nombre es Rupert Allason, intercala varios capítulos; la biografía de Tomás Harris, un espía hispanobritánico del MI5 que colaboró con Pujol; y una brevísima crónica intercalada en el libro Strategic Deception in the Second World War, de Michael Howard, publicado en 1995. Sin duda, la narración de Weber es ágil, muy entretenida, más próxima al estilo novelesco que a la farragosidad estilística de los historiadores que se enfrentan a la dificultad de hilar datos y sintaxis, pero en ningún momento duda de la autobiografía de Pujol y lo ofrece todo como algo cierto que no se separa un punto de la verdad. En España, la vida de Juan Pujol alcanzó cierta notoriedad después de que, en 1999, el director Edmon Roch rodara Garbo, el espía, que recibió el premio al mejor documental en la XXIV edición de los Premios Goya. Hubo quien puso en duda que lo que se contaba en el documental y, en definitiva, lo que contaba el mismo Juan Pujol, fuera lo que ocurrió realmente. Edmon Roch respondió de manera poco convincente y su defensa de Garbo, el hombre y el documental, no hizo más que apuntalar las dudas.

La estrategia narrativa de Weber consiste en conjugar espacio, tiempo y acción. Mijaíl Bajtín acuñó un término concreto para ello: el cronotopo. Es la misma estrategia utilizada en una publicación reciente, titulada Terror y utopía. Moscú en 1937, del historiador berlinés Karl Schlögel. Hay muchas diferencias entre ambos libros, metodológicas y de enfoque, pero la principal radica en las fuentes: las de Schlögel son más amplias y están contrastadas. La narración, igual de vibrante, no se resiente por las dudas que puedan surgir sobre su veracidad. Podrá parecer que el ejemplo que he espigado, el de Juan Pujol –el espía que en una entrevista se refería a los servicios secretos británicos como el «eme i cero seis»– es un caso aislado, pero lo considero suficiente para señalar los problemas que pueden surgir a la hora de seleccionar los materiales sobre los que basar una historia y que no permiten definir nítidamente la verdad. Ronald Weber nos describe más o menos cómo era aquella Lisboa. Es decir: más menos que más.

Sergio Campos Cacho es bibliotecario, coautor de Aly Herscovitz y colaborador de Arcadi Espada en su libro En nombre de Franco: los héroes de la embajada de España en Budapest.

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Ficha técnica

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