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Operación Villalobos

No voy a pedirle a nadie que me crea

Juan Pablo Villalobos

Barcelona, Anagrama, 2016

280 pp. 18,90 €

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Esta novela humorística de Juan Pablo Villalobos (Guadalajara, México, 1973) parodia varios géneros y estrategias narrativas: la novela negra, la autoficción, la metaliteratura. El autor utiliza su biografía, se ríe de sí mismo y sitúa al personaje de un estudiante eterno, aspirante más o menos secreto a escritor, en medio de una trama de acción que lo supera, un poco a la manera de Operación Shylock, sin la gravedad ni la carga histórica de la novela de Philip Roth. Es una obra polifónica, el encuentro a veces accidentado de varios manuscritos: una novela autobiográfica, cartas que se leen cuando el remitente ya está muerto, el diario de una novia abandonada y los mensajes imperiosos de la madre del protagonista de la novela, un joven mexicano llamado Juan Pablo Villalobos.

El Juan Pablo de la novela viaja a Barcelona para hacer un doctorado, pero poco antes su primo, poseedor de la peligrosa combinación de ineptitud y entusiasmo, le pide que le ayude en un negocio. Durante la mayor parte del libro el negocio es impreciso pero turbio (el primo es asesinado en las primeras páginas de la novela). El protagonista se traslada a España con la novia con que está terminando una relación, Valentina. Una de sus misiones es entablar relación con Laia, una lesbiana que viene de una familia de la burguesía catalana. Por instrucciones de los mafiosos, Juan Pablo debe cambiar el tema de su tesis –los límites del humor en la literatura latinoamericana del siglo XX– por uno vinculado a los estudios de género.

El libro –la cuarta obra de Villalobos, tras Fiesta en la madriguera, Si viviéramos en un país normal y Te vendo un perro, y ganadora del premio Herralde de Novela– puede leerse también como una gran broma sobre la identidad, y presenta una Barcelona sobre todo de extranjeros, donde coinciden personajes de orígenes muy distintos: un italiano okupa, paquistaníes homosexuales, argentinos cocainómanos, chinos de Hospitalet, la novia de Juan Pablo. (A los nativos se les ve menos, aunque se intuye una burguesía difícil de alcanzar y entre las jóvenes de la novela abundan las Laias y las lesbianas.) Buena parte de la comicidad deriva del juego de los tópicos: de la expresión o insinuación de los prejuicios, del desmentido de lo que era de esperar, de la caricatura, del cliché que retrata más al emisor que al referente. Hitchcock decía que cuando sitúas una película en Suiza deben salir vacas y chocolate; en No voy a pedirle a nadie que me crea aparecen los narcos mexicanos y el blanqueo de capitales junto a la corrupción del nacionalismo y el 3%. «Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja a que te hagas amigo de un catalán», advierte un mexicano a Juan Pablo. La esposa del argentino («la boluda», en palabras de su marido Facundo) enseña a su hija pequeña frases de Jacques Lacan y Alejandra Pizarnik. La tesis de Laia es sobre heteronormatividad y multiculturalidad. Ahmed, el paquistaní, explica que la gente sólo se fija en la cara para clasificar a los demás.

La trama es deliberadamente arbitraria y delirante. Lo que realmente impulsa la novela es la habilidad con que está construida, la sensación de inventiva y juego. Un elemento central es la importancia del ingenio lingüístico y la capacidad de recrear distintos dialectos e idiolectos. Están el registro culto –ocasionalmente confuso y atemorizado– de la novela de Juan Pablo y el tono confesional de Valentina, al borde de la indigencia. Pero también las cartas racistas y clasistas de la madre, que habla en tercera persona de sí misma: «Ya te imaginaba tu madre dando clases de español en una secundaria pública de Pachuca o en una preparatoria de Guadalajara (donde ibas a ser la burla de todos los estudiantes), casado con esa pobre Valentina para la que vivir en un departamento de dos cuartos con agua potable y luz ya hubiera significado un ascenso social». O el registro más bajo del primo, que mezcla el remedo de la jerga empresarial y el lloriqueo agresivo del macarra: «para que este negocio salga bien hay que supervisar todos los detalles, hacer un follow-up muy cabrón, no dejar ni un pinche hilito suelto». Sobre Laia dice:

era la hija de un político catalán bien pesado, un cabrón que había estado en el Parlamento europeo y que ahora trabajaba en una empresa pública muy pesada, y que el hijo de la chingada estaba en el consejo de administración de no sé cuántas compañías transnacionales, telefónicas, de gas, bancos, petroleras. El cabrón está cagado en lana. Y viene de una de esas familias que han cagado lana desde la era de las cavernas, desde la Edad Media o el Renacimiento, desde la época Neandertal. Nadie se tira un pedo en Cataluña sin pedirle permiso a este cabrón, cabrón.

Estas cuatro voces mexicanas se suman a otras muchas de otros lugares y extractos también caricaturizadas. No voy a pedirle a nadie que me crea juega con los malentendidos lingüísticos y con las diferencias dialectales: vemos que una mexicana dice un performance, mientras que una catalana dice una performance. A veces el catalán (una de las lenguas que supuestamente utilizan muchos personajes, aunque el libro no mantiene la diglosia y apenas la utiliza) contribuye a la confusión. Juan Pablo habla de un elevador que sube «para arriba, como le gusta decir a las lumbreras de este país redundante»; al oír el verbo «coaccionar» en una conversación, Valentina piensa que quizá la brutalidad peninsular que suele parecerle irritante tenga que ver con una búsqueda de la precisión. Otras veces el humor reside en la ignorancia de las condiciones de otros lugares: «No sé cómo son las cosas en tu país», «tenemos casos de violencia machista todos los días», alerta una policía española a una mexicana.

Otro recurso habitual es la repetición. En algunos casos lo que se repiten son expresiones; en otras, rasgos físicos o comentarios. Por ejemplo, las ronchas que le salen a Juan Pablo cuando está inquieto (es decir, durante casi toda de la novela), y que provocan comentarios y diagnósticos de muchos de sus interlocutores, o los dientes torcidos de Laia, incluso el mal olor de algunos de los personajes más desamparados del libro.

No voy a pedirle a nadie que me crea es una novela metaliteraria, que alude a narradores como Jorge Ibargüengoitia y Augusto Monterroso, a la tradición de Barcelona como ciudad literaria (y escenario de novelas de humor, como las de Eduardo Mendoza) y a su importancia en la literatura hispanoamericana. Aparecen escritores y estudiosos. En algunos casos a través de sus libros: Valentina lee a Sergio Pitol y sus recuerdos de Barcelona; copia unas palabras donde Fray Servando critica la fisonomía de los catalanes; lee también Los detectives salvajes de Roberto Bolaño. Juan Pablo, lector compulsivo y aficionado a inventar teorías, examina la biblioteca del tío de Laia y ve que, aunque bien surtida, sólo contiene lo elemental en lo referido a autores mexicanos: Juan Rulfo, alguna cosa de Octavio Paz. Otras veces esos escritores y críticos aparecen como personajes secundarios: es el caso del crítico Fernando Valls, o de Manuel Alberca, biógrafo de Valle-Inclán y, lo que quizá sea más relevante para la obra, estudioso de la autoficción.

Los títulos de los capítulos juegan con la metaliteratura y con las expectativas del relato, y los personajes ven sus piezas como una obra literaria o se preocupan por la recepción: «El problema, al tratar de reconstruir la historia, es que no soy un narrador omnisciente», anota Valentina, que decide que «esta historia es como el relato clásico de transformación de un héroe, que al fin y al cabo es la esencia de todas las novelas”. Juan Pablo escribe: “Escribo porque en el fondo soy un cínico que lo único que ha querido es escribir una novela […]. Y aunque exagere un poco (no hay comedia sin hipérbole), todo lo que cuento en mi novela es verdad. No hay lugar para la ficción en mi novela. Puedo demostrarlo todo, tengo pruebas. Todo es verdad. No voy a pedirle a nadie que lo crea». Más adelante (en la página 218), le dicen: «Has llegado hasta aquí de pura pinche chiripa, compadre, pero ya debes andar como en la página doscientas y el libro tiene máximo doscientas cincuenta». Laia (la mossa d’esquadra) y Valentina entablan una discusión sobre teoría literaria para decidir si deben interpretar si lo que cuenta la novela de Juan Pablo es o no cierto.

«El humorismo es el realismo llevado a sus últimas consecuencias», dice una frase de Augusto Monterroso que se utiliza como uno de los epígrafes de la novela. Ian McEwan ha escrito alguna vez que el riesgo de las novelas de humor es que pueden recordar a alguien que te ata y te hace cosquillas con un pluma. No es el caso de No voy a pedirle a nadie que me crea, un divertimento ligero y construido con habilidad: una novela cómica escrita con ingenio e inteligencia. Y, al fin y al cabo, siempre hay demasiada poca gente que nos haga reír.

Daniel Gascón, editor de la revista Letras Libres en España, es autor de Entresuelo (Barcelona, Literatura Random House, 2013).

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Ficha técnica

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