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Muchas historias posibles

Historia mínima de España

Juan Pablo Fusi

Madrid, Turner, 2012

304 pp. 14,90 €

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Que nada es ni ha sido nunca inevitable; que la historia de España es resultado de múltiples azares, discontinua, compleja: si algún principio rige la construcción de esta historia mínima, pero en absoluto menor, de España es la conclusión a la que llega su autor en la última página del libro: muchas historias fueron posibles. Mueve a Fusi cierto afán por remachar que todo lo que nos cuenta pudo haber ocurrido de otra manera: que España pudo haber quedado de forma permanente dentro del mundo islámico, como Turquía, o pudo haber evolucionado como pluralidad de reinos hasta el siglo XIX, como Italia. Y que, si no fue así, no se debió a ningún designio ni a ningún destino, a ninguna fatalidad ni a ninguna diferencia, sino a una diversa mezcla de continuidades y rupturas, de aciertos y errores, de posibilidades cumplidas y de caminos truncados.

Por eso, y aunque muchas historias fueran posibles, no todas se convirtieron en realidad. Desde miles de siglos antes de que algo llamado España viniera a la existencia, la prehistoria de la Península Ibérica ya era inseparable de la prehistoria europea. Y miles de siglos después, sin Roma, España nunca habría existido. Una vez levantada la losa de la fatalidad, o de los destinos manifiestos, Fusi insiste en Europa como marco, y algo más, de la comprensión e interpretación de la historia de España, en el bien entendido de que durante un largo período ese límite quedó como en suspenso, porque, en efecto, España pudo haber sido por siempre musulmana.
 
No lo fue, y en la manera de no haberlo sido, en el modo de esa posibilidad real pero no cumplida del todo, radica uno de los elementos que articularán la España medieval, su policentrismo, la diversidad de reinos cristianos, que coexisten o entran en guerra con el imperio almohade. Una diversidad sólo parcialmente liquidada con la unión dinástica de los reinos de Aragón y Castilla, que, como sostiene Fusi, en ningún caso pueden entenderse como una unión nacional. De modo que, si los musulmanes pudieron haber consolidado y defendido un califato, los cristianos pudieron haber consolidado un mosaico de reinos que hubiera perdurado hasta el siglo XIX, otra posibilidad real pero incumplida.
 
Tampoco lo fue, y ahora por un azar, la unión dinástica de Aragón y Castilla, que sirvió de fundamento a la empresa imperial de los Habsburgo y que no obedeció a un designio español ni puede entenderse como un proyecto en el que se manifieste la esencia de España. La proclamación de Carlos, nieto de Maximiliano de Austria y de los Reyes Católicos, como rey de Aragón y de Castilla «cambió para siempre la historia española», escribe Fusi, lo que equivale a decir que la España imperial se edificó sobre una pluralidad de reinos todavía mal o poco integrados: la arquitectura de un imperio en el que el sol nunca llegaría a ponerse se sostuvo en los frágiles cimientos de una política matrimonial, en la unión dinástica de unos reinos.
 
El cambio para siempre al que Fusi se refiere es el desvío que los liberales del siglo XIX y el Centro de Estudios Históricos en el XX identificaron como razón de la decadencia de España: la fragilidad del Estado que sostenía al Imperio, resultado –pero también causa– de la ruina económica de Castilla. Dicho de otro modo: España fue imperial antes de existir como España nacional sostenida en una economía floreciente. Trasladar desde la distancia la posibilidad nación a tiempos anteriores a la realidad imperio, para convertir a este en una expansión o una plenitud de aquella, es invención romántica. España, o lo que fuera esa unión dinástica de las coronas de Aragón y Castilla, fue imperial por ser Habsburgo, no por ser nación en busca de su plenitud como imperio.
 
Por eso suena algo enfática –en una narración que mantiene el pulso huyendo de los énfasis– la sentencia que identifica la España imperial con «la plenitud española en la historia», más aún si, como sostiene Fusi, sólo cuando llega el siglo XVIII y se extinguen los Austrias para dejar el sitio a los Borbones, comenzarán a germinar los sentimientos y preocupaciones nacionales. Decreto de Nueva Planta, reformas en las administraciones central, territorial y militar, establecimiento de nuevas instituciones, economía civil, carreteras, comunicaciones, embellecimiento de las ciudades. En resumen, «un siglo excelente», con una recuperada presencia internacional y un auge demográfico, industrial, urbano y comercial, por no hablar de la emergente cultura ilustrada: por fin, las bases para construir nación. España es de nuevo, a finales del XVIII, una posibilidad; ahora, por vez primera, una posibilidad de nación.
 
Pero en esta azarosa y compleja historia, las posibilidades a veces se truncan. Y la posibilidad que era España en tiempos de Carlos III se pierde, no por un daño interior, sino por un «gravísimo error estratégico» que la convirtió en pocos años en mero satélite del imperio napoleónico. Es, con la guerra de Independencia, la ruina de un Estado-nación en ciernes y, con la revolución liberal, la escisión de una sociedad dominada por la Iglesia. El resultado: la ruina del Estado, condenado a ser, durante un largo período, «pequeño, débil e ineficiente». Y será la contradicción entre una sociedad en transformación y las limitaciones de tal Estado lo que explique los nuevos problemas que surgen al socaire de la Gran Guerra europea y que precipitan un nuevo «gravísimo error histórico»: el golpe militar de 1923 que liquida la Constitución de 1876, implanta una dictadura y arrastra en su caída el fin de la monarquía.
 
Lo demás es la República, que no logra la estabilización política; la guerra civil, que se presenta como resultado de un nuevo golpe militar sobre una sociedad dividida; las décadas de dictadura y, en fin, el «sustancial acierto» de la Transición y de un período de treinta años que comportan nada menos que la «refundación de España como nación». Y ahí pudo haber terminado esta apasionante narración: si Europa tuvo sus «treinta gloriosos», como dicen los franceses, después de la Segunda Guerra, España habría tenido sus treinta años de refundación después de la segunda dictadura. España como una cumplida posibilidad europea, aunque, en una especie de coda final, lamenta Fusi la ruptura que «Zapatero supuso de los consensos básicos, vigentes desde la transición». ¿Sólo Zapatero? ¿Y de todos los consensos? Bueno, si el diagnóstico fuera acertado, si en verdad los consensos que sirvieron de fundamento a esta última «refundación de España» hubieran saltado por los aires, aquí acabaría toda esta historia.
 
Pero no. La dinámica misma que mueve toda la narración consiste en la convicción de que siempre hay varias posibilidades abiertas; de que nada nunca es fatal o inevitable. Seguramente, cuando pasen diez años y Fusi revise el texto para una nueva y enésima edición de su historia, el final sea otro. Una cosa, sin embargo, es segura: esta historia mínima de España está llamada a disfrutar de una vida larga vida junto a otros brillantes precedentes, las que en su día escribieron Pierre Vilar o Jaume Vicens Vives.

 

Santos Juliá es Catedrático de Historia Social y Pensamiento Político en la UNED. Sus últimos libros son Camarada Javier Pradera (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2012), Elogio de Historia en tiempo de memoria (Madrid, Marcial Pons, 2011) y Hoy no es ayer (Barcelona, RBA, 2010).

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