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Mitos de la Falange

La mitología falangista (1933 a 1936)

Javier Pradera

Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2014

371 pp. 33,65 €

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La muy reciente publicación de este libro póstumo de Javier Pradera por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales representa no sólo un nuevo y merecido homenaje a uno de los intelectuales que en mayor medida contribuyeron a la formación de la opinión pública democrática en nuestro país durante los últimos años del franquismo y del propio período democrático sino, sobre todo, la posibilidad de poner en manos de los estudiosos e interesados en la cuestión una aportación fundamental al estudio de la ideología fascista-falangista. Escrito al parecer –según explica en su excelente estudio introductorio José Álvarez Junco– entre los años 1957 y 1963, no apareció nunca publicado, lo que resulta comprensible en el contexto de un régimen que no lo hubiese tolerado. En cambio, el que no se editase posteriormente tal vez tuvo que ver con el hastío que el autor –como tantos otros– podía sentir hacia una época felizmente finiquitada, o incluso con la alergia –si no urticaria– que los temas de la falangeología –por llamarla de alguna manera– provocaban entre tantos de los que habían tenido que sufrir su omnipresente (aunque menguante) presencia durante los cuarenta y un años de franquismo (1936-1977). Fuera por la razón que fuese, lo cierto es que, una vez conocido, el libro La mitología falangista representa, sin lugar a dudas, el mejor análisis crítico de la ideología fascista-falangista jamás publicado. De hecho, constituye casi la única monografía crítica dedicada íntegra y exhaustivamente a la cuestión, con la excepción de la tesis doctoral de Salvador de Brocà, publicada en 1976 con el título de Falange y filosofíaSalvador de Brocà, Falange y filosofía, Salou, Unieurop, 1976. La tesis se tituló Los antecedentes filosóficos del pensamiento de José Antonio Primo de Rivera y de Ramiro Ledesma y fue dirigida por Emilio Lledó (Facultad de Filosofia y Letras, Universidad de Barcelona, 1974)., otro excelente trabajo que, sin embargo, tuvo escasísima difusión. Del resto, de las obras que conforman la cuantiosa falangística laudatoria –con frecuencia hagiográfica cuando viene referida a Primo u otros– no vamos a ocuparnos aquí.

El libro fue escrito por Javier Pradera –nieto de unos de los principales ideólogos de la Comunión Tradicionalista, Víctor Pradera (asesinado junto a su hijo Javier, padre del autor, en 1936) y sobrino del carlista unificado Juan José Pradera, miembro de la Junta Política de FET y de las JONS– en sus años de militancia comunista y responde a un esquema marxista, según el cual el fascismo sería «la dictadura terrorista abierta de los elementos más reaccionarios, chauvinistas e imperialistas del capital financiero», mientras que la función histórica concreta que habría venido a cumplir habría sido la de «destruir las instituciones republicanas y la marcha ascendente del movimiento obrero en beneficio de las clases dominantes del país». En el cumplimiento de esta función contrarrevolucionaria se habría dado una pugna por la hegemonía entre 1933 y 1936 «de las formaciones políticas derechistas entre sí por conseguir, por un lado, el apoyo incondicional de los grupos financieros, de los industriales y de los señores de la tierra, la aprobación de la Iglesia y la colaboración de los militares; y, por otro, la adhesión de una base social numérica y cualitativamente importante». Aunque todas ellas pretenderían lo mismo y, por tanto, serían fascistas para el autor, se centra éste en el grupo que representa en nuestro país una vía nacionalista-fascista semejante a la triunfante en Italia primero y Alemania después. La de una Falange que defendía una línea política, y con ello unos procedimientos tácticos y una plataforma ideológica, susceptible de convertirla en la fuerza política que realizase, en exclusiva o de manera predominante, y por sus propios méritos, la función histórica que el mantenimiento de la dominación oligárquica precisaba. Pretendería, pues, y también, como las demás opciones, «establecer la dictadura del gran capital», pero de una manera propia y diferente, utilizando la vía de la incorporación, «mediante recursos mistificadores, de sectores de las “clases medias” y aún de la clase obrera a la empresa de destruir la República». Coherentemente con este planteamiento, el libro se centra en «analizar la mitología falangista» –los citados «recursos mistificadores»– y constatará «su fracaso en el intento de estructurar, en el período 1933-1936, un movimiento de masas de corte fascista que alcanza el poder con la impulsión de un cierto apoyo popular». Un fracaso en el que también desempeñará un papel la propia concurrencia de la opción nacionalista-fascista de Falange, en inferioridad de condiciones, con otras opciones más masivas y mejor financiadas, como la populista CEDA –a la que califica de «fascismo clerical» o «fascismo confesional»– o las monárquicas, todas ellas incluidas, por supuesto, en el común denominador del antirrepublicanismo y el conservadurismo.

Al principio de la obra el autor deja claro, por una parte, que «el monarquismo tradicionalista, populismo socialcristiano y falangismo no son despliegues conscientemente tácticos en el campo político de unos grupos financieros, monopolizadores, por así decirlo, de la existencia histórica real. Hay una complicada relación entre los grupos políticos actuales y los intereses que objetivamente defienden; entre los grupos políticos y su base social, y entre los propios grupos entre sí». Y, por otra, que en su análisis no está en disposición de afrontar temáticamente la cuestión del grado de conciencia de los elaboradores de la ideología falangista respecto de la «función histórica» que «objetivamente» pretendía llevar a cabo el partido. Es más, tras preguntarse si «existía o no buena fe subjetiva en los ideólogos falangistas», responde diciendo que «la contestación más primitiva es la de atribuir un consciente maquiavelismo a los teóricos y dirigentes falangistas. La más sofisticada, la de considerarlos hombres de buena voluntad; la opacidad de las relaciones sociales y el funcionamiento como fuerza ciega de los resultados de la propia conducta trastocaría o invertiría en su desarrollo y plasmación los propósitos de quienes habían soñado recta pero utópicamente. Estas posiciones no han de aceptarse como términos de una alternativa excluyente. No todos los creadores y seguidores del falangismo vivían en idéntico nivel de bribonería o de alienación».

El libro está estructurado en siete secciones, «Los orígenes de la Falange»; «La lucha por la hegemonía»; «Teorías del agente histórico»; «La búsqueda de la base social»; «Los marcos generales del irracionalismo falangista»; «Nación, Unidad, Imperio»; y «La concepción cíclica de la historia y la crítica del Estado liberal». En su redacción, el autor hace un uso intensivo de la bibliografía sobre Falange Española de las JONS disponible hasta 1963, lo que significa, básicamente, las obras completas editadas por el régimen de José Antonio Primo de Rivera, Onésimo Redondo y Julio Ruiz de Alda; los libros de Ramiro Ledesma, las biografías de Primo escritas por Francisco Bravo y Felipe Ximénez de Sandoval; el libro de José María Mancisidor sobre el último proceso a José Antonio; y los libros escritos por viejaguardias. Junto a ellos, utiliza las obras completas de José Ortega y Gasset y Defensa de la Hispanidad, de Ramiro de Maeztu. Y en cuanto a historiografía, hace uso de las obras –por entonces muy recientes– de Stanley Payne, Hugh Thomas, Carlos M. Rama, Gerald Brenan, Pierre Broué y Émile Termine, y otros, entre ellos el más antiguo de Antonio Ramos Oliveira. Ello comporta que desconozca tanto algunas cuestiones centrales de la historia de Falange descubiertas posteriormente: la financiación fascista italiana que dio a conocer Ismael Saz en los años ochentaIsmael Saz Campos, Mussolini contra la II República. Hostilidad, conspiraciones, intervención, Valencia, Institució Valenciana d’Estudis i Investigació «Alfons El Magnànim», 1986., u otras, como el relativo éxito de captación que se dio en los meses inmediatamente anteriores a la guerra, estudiado por José Antonio Parejo en zonas de AndalucíaJosé Antonio Parejo Fernández, La Falange en la Sierra Norte de Sevilla (1934-1936), Sevilla, Universidad de Sevilla-Ateneo de Sevilla, 2007., entre otras; o escritos de José Antonio, como los textos póstumos dados a conocer en 1996 a través de la edición realizada por parte de Plaza & JanésMiguel Primo de Rivera y Urquijo, Papeles póstumos de José Antonio, Barcelona, Plaza & Janés, 1996..

Nada de todo esto, sin embargo, menoscaba a mi parecer la riqueza del análisis general de la ideología falangista que contiene esta magnífica obra de Pradera. Y es que aquello que está permanentemente presente en el libro es una descomunal capacidad de análisis, manifestada en la brillante, acerada y muchas veces divertida, por irónica, prosa del autor. Creo que la principal aportación del libro se encuentra sobre todo en su segunda parte –la referida más propiamente a la ideología falangista–, mientras que es en el tipo de análisis marxista que impregna toda la obra donde se nota más el paso del tiempo. Nada de ello, sin embargo, menoscaba el interés del libro, que considero de lectura imprescindible para el especialista o el interesado en entender lo que fue esa ideología minoritaria que, sin embargo, acabó siendo una de las dos culturas políticas principales de la dictadura fascistizada más larga de la historia europea.

En el apartado primero, «Los orígenes de la Falange», el surgimiento de Falange Española nos es presentado como «gestado y financiado en los círculos de la alta burguesía» en un momento –1933– en el que, con las reformas republicanas en marcha, «la antigua forma de dominación política de las clases privilegiadas –la monarquía– no parece, tras el fracaso del Putsch de Sanjurjo en 1932, un instrumento recuperable. Es preciso idear, o importar, nuevas fórmulas en torno a las cuales agruparse. Una variante española de los victoriosos fascismos entra en el arsenal de las posibilidades». Es decir, que en España no surgía la opción nacionalista-fascista de un desarrollo desde la calle, la agitación y la lucha armada contra la clase obrera, sino desde un teatro madrileño. Pero el objetivo debía ser el mismo: crear un instrumento de lucha, masivo, capaz de enfrentarse a la marea popular izquierdista. Una Falange Española que se presenta como una fuerza diferente de las clases dominantes pero, explica Pradera, con «el cordón umbilical que le une a ellas –financiación, conspiración con el aparato de poder– oculto. Es más, sólo a través de esta relativa independencia puede cumplir su cometido […]. El partido fascista, por su línea, por su ideología, por su composición social y por su clientela aparecerá como una fuerza social distinta de las clases dominantes; no lo será en el sentido de su actuación, pero sí en su actuación». Pero a eso ha de llegarse y el camino se inicia con una primera crisis: la provocada por la inicial reticencia de Primo al uso de la violencia. Crisis que comportará un primer distanciamiento del ultraderechismo puro y duro que nutre inicialmente el partido, al no querer ser éste simplemente una «partida de la porra» «ultra» más. La solución será el acercamiento a las JONS de Ramiro Ledesma y Onésimo Redondo que, si bien sólo significan el diez por ciento de los ya de por sí escasos efectivos falangistas, sí van a proveer a Falange de consignas, símbolos, lemas, nuevas prácticas –como la apertura a la clase obrera cenetista– y, sobre todo, mayor solidez ideológica fascista. En las propias palabras de Pradera, aquella debía permitir el «iniciar el trabajo de captación y movilización de esa clientela que en Italia y Alemania había dado su fuerza –numérica– a fascistas y nazis. Sólo esa fuerza numérica permitiría una violencia eficaz; la conjunción de ambas abriría el camino […] para la financiación a gran escala del movimiento y para su relativa autonomía. Sin estas dos condiciones, Falange no podría aspirar a desempeñar el papel hegemónico en la destrucción de la República».

En el segundo apartado, «La lucha por la hegemonía», se estudian los esfuerzos de Falange por conseguir aquella, y su estrepitoso fracaso. El autor explica la disyuntiva en que siempre se movió el partido: la de optar entre ser una más de las fuerzas destructoras de la República, colaborando con ellas, o convertirse en la fuerza hegemónica en el conglomerado contrarrevolucionario, todo ello en medio de la lucha principal: la dirigida contra las izquierdas. Y si bien Falange Española de las JONS pretende lo segundo, acaba siendo lo primero, culminando el proceso el 18 de julio de 1936. Apostilla el autor, en referencia a lo que podríamos llamar la «eterna revolución pendiente» de los franco-falangistas: «Aunque como residuo inercial siga expresándose, aún en nuestros días [los años sesenta], en el plano de la retórica y de la mistificación, la realidad o la posibilidad inmediata del papel dirigente de Falange».

Ahora bien, aunque incruento, y al contrario que la lucha contra la izquierda –que provoca bajas entre aquellas, y propias–, el enfrentamiento con el resto de las derechas existe, sobre todo con la CEDA –el partido que recibe realmente entre 1933 y 1936 el apoyo de los sectores industriales, las finanzas, la propiedad agraria, sectores importantes del generalato y del ejército y, no digamos, de la Iglesia– y su líder, José María Gil-Robles. Y con los monárquicos autoritarios alfonsinos de un José Calvo Sotelo al que Primo ve, con razón, como rival incluso al frente de Falange Española. Es un enfrentamiento duro, pero al tiempo relativo, que no impide que se negocien hasta el último momento pactos electorales, por ejemplo, o que en el fondo todos coincidan en la apelación al ejército. También es real. El autor dedica bastante espacio a explicar las diferencias, especialmente, siguiendo a Antonio Ramos Oliveira, en el análisis del «fascismo confesional» cedista y el enfrentamiento en que Falange se enzarza con él. Al tiempo, explica que, con el objetivo de crearse un espacio propio, emprende Falange Española un camino autónomo –que comportará una situación de estrangulamiento financiero al romper con la financiación Alfonsina–, camino que, sin embargo, se considera imprescindible para conseguir captar unas «masas» en las clases medias y entre los obreros, que no acaban acudiendo nunca.

En este sentido –se nos explica–, debe entenderse la profundización del mensaje «anticapitalista» [financiero] del partido en 1934-1935 o la renuncia a la monarquía de 1935. «Falange, para poder destruir a la República, necesita proclamarse republicana. Si no lo hiciera, no estaría en condiciones de emprender la tarea de movilizar –mistificadoramente– a esos amplios sectores de las “clases medias” sentimentalmente republicanas que, vacilantes en su adhesión a las fuerzas democráticas, desconfían radicalmente de los planteamientos transparentemente reaccionarios de los monárquicos». Pero no era suficiente: «Se necesitaba otra vía, otro camino; en suma, un partido que, mediante consignas nuevas que combinaran la demagogia social con el patriotismo de la nación insatisfecha, movilizaran contra la República a sectores neutros o vacilantes. Puesto en pie ese movimiento, el papel directivo correspondería al partido que lo había logrado, es decir, a la Falange», nueva fuerza hegemónica de la contrarrevolución. Esa voluntad de englobar a sectores muy diversos encontrará su apoyo ideológico-programático en los puntos del programa falangista, dominados por «la inagotable facilidad de José Antonio para las generalizaciones carentes de sentido», como bien queda de manifiesto en sus «no somos ni de derechas ni de izquierdas», su actitud ante la cuestión católica o su anticapitalismo, todo lo cual conforma un discurso ambiguo diseñado para captar sectores muy diversos, aunque la pura y dura realidad sea la que acaba captando la misma clientela que el resto de las derechas, y en proporciones mucho más reducidas. Y es que, como nos recuerda el autor, cuando aparece Falange «la mayor parte de las posiciones políticas están ya tomadas. Aunque la configuración del campo revolucionario no impedía, en noviembre de 1933, la incorporación de la variante nacional-imperialista». Para Pradera, y esta es una de sus tesis principales, «la teoría falangista, lejos de ser una construcción autónoma que trate de moldear según líneas propias la realidad española, es una mixtura pragmática elaborada en función de los medios sociales en los que pretende penetrar». Es una ideología condicionada «por la base social que pretende movilizar, los objetivos políticos a los que intenta servir y los intereses socioeconómicos mediatizadores cuya existencia debe encubrir o transfigurar».

Al estudio de tal base dedica el autor el apartado «Teorías del agente histórico», el llamado a realizar la revolución nacional-sindicalista. Según la retórica del partido –en la que Rafael Sánchez Mazas, junto a Primo, desempeña un papel fundamental–, el agente histórico es el conjunto de todos los españoles «purgado de egoísmo, intereses bastardos y localismos, y movido por la generosidad, la abnegación y el amor patrio». El amor, se insiste, dirige las acciones de los falangistas. Aunque, como se lamentará Primo, «se tacha de asesinos a unos hombres que no hacen otra cosa que predicar su amor a España, lo que sucede es que predicamos y encendemos ese amor, no de una manera blanda, suave, sino enérgica, viril, estando dispuestos por ese amor a ofrecer el sacrificio de nuestra sangre». El problema que constatará muy pronto Primo es que muy poca gente hace caso al mensaje de Falange. Pero los dirigentes falangistas son incapaces de comprender por qué y se desgañitan explicando que el Estado Nuevo que ellos pretenden instaurar no está destinado a mejor la situación de unas clases dominantes a las que el propio Primo pertenece, sino que lesionará sus intereses al implantar una mayor justicia social. Y que para evitar el capitalismo no hay más remedio que «desmontarlo», eso sí, en versión fascista-falangista. De todas maneras, la apelación falangista no es a todos los españoles, sino a los verdaderos. Los que «conservan aún puras y arraigadas en lo más profundo de su ser las virtudes de la raza que hicieron a España inmortal», es decir, una España metafísica y a la que no pertenecen en absoluto «las izquierdas burguesas bien avenidas con el capitalismo internacional y los marxistas al servicio de Rusia», los cuales «harán la política que les ordenen sus amos». Ni tampoco, por supuesto, los nacionalistas catalanes y vascos. Es ya un agente histórico adelgazado. Falange pretende acabar, sin contemplaciones, con esta Anti-España. Es decir, que la empresa nacional de todos los españoles queda reducida en la práctica a la tarea de unos pocos elegidos. De una «resuelta minoría» –Falange– que hará la revolución «para España» y la hará en tanto que milicia.

Una minoría, por lo demás, joven. Porque, como dirá Primo, «no hay más que vieja política y nueva política. Más fuerte que las actitudes de derecha e izquierda es hoy en la juventud española la conciencia de generación». Como explica Pradera, para Falange Española, «la única fuerza social dinámica es la generación: y la ley general del desarrollo histórico, la lucha de generaciones, en la que la juventud ascendente impone a las generaciones anteriores atomizadas en clases y partidos e incapaces de oponer un frente coherente a su enemigo. El remate de esta obra maestra de fantasía histórica es fácilmente previsible. El objetivo que persigue la nueva generación es la edificación del nacional-sindicalismo. No es que la Falange imponga su programa a las juventudes; el proceso es exactamente el inverso; el partido fascista no hace sino recoger e interpretar el mensaje de su generación». Por supuesto, no todos los jóvenes en edad son auténticos jóvenes para los falangistas. No sólo el criterio de edad es muy amplio –hasta los cincuenta o más años–, sino que, además, «aquellos [que], por jóvenes que sean, […] se desentiendan del afán colectivo, serán excluidos de nuestra generación como se excluye a los microbios malignos de un organismo sano», ya que forman también parte de la Anti-España a combatir. En resumen, como explica el autor, «las juventudes son lo que José Antonio y Ramiro Ledesma creen que deben ser […] [Para ellos] los vocablos no tienen por qué estar vinculados, según esta escuela de especialísimos semánticos, al sentido que habitualmente les confiere el hombre de la calle». Y, por supuesto, juventud no era un concepto ligado para los falangistas a crítica, sino todo lo contrario.

Se trata de seguir a los jefes –«los jefes siempre tienen razón», dirá Primo– «como a profetas», pero no sólo ellos, sino también la «masa», aunque no por el convencimiento racional, sino a través de un «sentimiento semejante al amor», a través de los «hilos poéticos y religiosos» movidos por los jefes convertidos en una especie de poetas ya que «a los pueblos no los han movido nunca más que los poetas». Para esta función, explica irónica y ácidamente Pradera, «es válido todo aquello que pueda suscitar emociones inconcretas, evocaciones bélicas o heroicas, imágenes biológicas o cósmicas, estremecimientos, pasiones o escalofríos», para concluir que «el irracionalismo cumple con la función […] de condenar el pensamiento; de privilegiar la intuición del Jefe y de situarla por encima de criterios objetivos de verificación y control; de exaltar la vinculación emocional del militante con el dirigente; de hablar apasionadamente –en estilo muy “new frontier”– de empresas retóricas como si se tratara de objetivos concretos». Y, junto con todo esto, se exalta la violencia: «los hombres necesitan la guerra», «la guerra es absolutamente precisa e inevitable», dirá José Antonio.

Es más, todo ese discurso no es más que retórica, ya que, en la práctica, el partido que invoca a la juventud en realidad se dirige a muchos más sectores, pero la invocación a la juventud es utilizada en su negación de la lucha de clases. Y si bien los jóvenes serán el sector mayoritario del partido, también estarán en él otros, mayores. En cuanto a los primeros, escribe divertidamente Pradera, «parece que los adolescentes [falangistas habrían sido] algo propensos al embobamiento retórico de tipo astral –luceros, estrellas, paraísos y firmamentos–, o marítimo –velas, brújulas, océanos, estelas y navegaciones–, agrario –surcos, yugos, arados, cosechas, trigales, haces y corrientes subterráneas–, o simplemente climatológico –madrugadas, rocíos, alboradas o escarcha–», en referencia a la reiterativa, «poética» y mistificadora-ocultista retórica que proporcionaban incansablemente los Primo, Sánchez Mazas y otros para realimentar su papel de «iniciados» poseedores de la verdad y guiar al partido y –presuntamente– a la «masa» hacia la revolución nacional-sindicalista.

En el apartado «La búsqueda de la base social» se estudia el intento movilizador, al servicio de la contrarrevolución, «de capas y estratos de la población española vacilantes en su adhesión a las instituciones republicanas, pero ocultando al tiempo los intereses seculares o internacionales de la gran burguesía». Para ello, para esta ocultación, se utiliza masivamente «la voz de Dios y de la Patria» y se invoca a un Estado fuerte que traerá «la fantasía ideal de un mundo pacífico, lozano y próspero, en el que los pequeños empresarios y los obreros trabajarán en perfecta armonía, liberados de los tentáculos de los bancos y protegidos por un Estado por encima de las clases». En él, campesinos, obreros, estudiantes o comerciantes encontrarán la solución a sus problemas. Sobresale en el proyecto falangista-fascista el interés por captar sectores de la clase obrera. Pero, en realidad, el punto 10 del programa del partido –«repudiamos el sistema capitalista, que se desentiende de las necesidades populares, deshumaniza la propiedad privada y aglomera a los trabajadores en masas informes, propicias a la miseria y a la desesperación»– viene inmediatamente seguido en la retórica de Primo por su contraposición con el producto histórico de esa ideología, «la Unión Soviética, el mal absoluto, el pozo infernal del que no hay salida ni esperanza», un mundo en el que, en palabras de José Antonio, los hombres se ven obligados a vivir «sin sentimiento religioso, sin emoción de patria, sin libertad individual, sin hogar y sin familia», ni más ni menos. Sin embargo, la solución «justa» la ha encontrado la Falange: «Ni capitalista ni comunista […] ni una ni otra han resuelto la tragedia del productor. Contra ella levantamos la sindicalista, que no absorbe en el Estado la personalidad individual ni convierte al productor en una pieza deshumanizada del mecanismo de la producción burguesa».

Pero eso, nos explica Pradera, no sería más que una sociedad capitalista en la que los falangistas dirigirían un Estado que armonizaría los intereses de los administrados de acuerdo con el espíritu nacional y la justicia distributiva. Y es que la Falange promete justicia social, elevación de las condiciones de vida, paz y pleno empleo, poniendo como referencia Italia y Alemania, pero la realidad de esos países no era otra que la de descensos salariales para la clase obrera, destrucción de sus sindicatos y terror policíaco. Por ello resulta un mensaje poco creíble para los obreros. Además, el partido pretende implantarse valiéndose de la violencia. El fracaso en tal empeño, sin embargo, no alterará a sus líderes ni mermará su fe. Como escribirá José Antonio, «nos entenderemos con los obreros […], el entrar a tiros [con ellos] es una manera de entenderse». Ni más ni menos. Es la suya, como acota Pradera, una fe «basada en una moral de intenciones y en las excelencias del programa, que mantendrá incólume la confianza falangista por encima de las desagradables constataciones empíricas y fuera de la valoración de una moral de la conducta». Es, por lo demás, un discurso que choca con una práctica real falangista de organización de sindicatos amarillos –las CONS–, enfrentamientos escuadristas (es decir, fascistas violentos) con obreros izquierdistas, intentos de voladura de Casas del Pueblo socialistas, asesinatos de izquierdistas y colaboración eventual, pero efectiva, con el Gobierno, el Ejército y las fuerzas de orden público en el sofocamiento de insurrecciones revolucionarias como la de Asturias en octubre de 1934. No es extraño, pues, concluye el autor, que la clase obrera no siga al partido.

Como tampoco lo hace el campesinado, el depositario para Falange «de la verdadera España». En este caso, el partido sigue el mismo sistema, aunque con mayor nivel de concreción. Critica a los movimientos realmente revolucionarios o reformistas no por su contenido, sino por sus procedimientos e intenciones, y coteja «los defectos y carencias –muchas veces supuestos– del enemigo con la perfección y nobleza de las construcciones estético-utópicas propias». Sigue bastante las elaboraciones de Onésimo Redondo y promete el incremento del nivel de vida, la lucha contra los usureros y «desarticulación del capitalismo rural», así como la realización de, primero, una reforma económica, y, después, de otra social, en pro de la explotación familiar en el minifundio regable y la explotación sindical en el latifundio de secano, tras la expropiación de las rentas de los latifundistas absentistas. Si esto se hará con o sin indemnización, dice José Antonio, «no lo sabemos; dependerá de las condiciones financieras de cada instante». Pero al mismo tiempo se desautoriza la reforma agraria en curso con referencias a la lujosa sede del Instituto de Reforma Agraria y sus «escaleras, alfombras, automóviles a la puerta y enchufes magníficos» o, ante el conflicto de los rabassaires y la Ley de Contratos de Cultivo catalana, se obvia la justeza o no de la reivindicación en pro de una oposición cerrada a esta nueva manifestación de la anti-España, en este caso manifestada desde Cataluña. El resultado es que tampoco en esta esfera el partido conseguirá convertirse en un partido de masas.

En «Los marcos generales del irracionalismo falangista» inicia Pradera la parte seguramente fundamental de su trabajo: el estudio de los supuestos teóricos del irracionalismo del pensamiento falangista. Una vez aclarados éstos, nos dice, «podremos estar en condiciones de examinar ese conjunto de incoherencias lógicas, de hipostizaciones sustanciales, de inferencias falsas y de generalizaciones vacías» que conforman las teorías económicas, sociológicas e históricas falangistas. Ahí están las raíces irracionales del iluminismo gnoseológico, del voluntarismo práctico y del aristocratismo de la fuerza. Los falangistas se basan en el irracionalismo de los homólogos fascistas y nazis, pero también, y destacadamente, en sus lecturas específicas de pensadores españoles como Miguel de Unamuno, José Ortega y Gasset o Ramiro de Maeztu. Del primero tomará Falange su desprecio hacia el pensamiento racional, la primacía de la fe sobre la razón, el patriotismo abstracto y el llamamiento retórico a empresas utópicas. Pero será sobre todo de Ortega –del que, desde Ledesma a José Antonio, todos los ideólogos falangistas se consideran discípulos– de quién se tomarán prestados más conceptos. De un Ortega a quien Primo dirigirá su famoso artículo de «reproche» en relación con su «silencio ante el sacrificio heroico de toda una generación que se confesó educada en sus conceptos y hasta en su estilo literario», Primo dixit. Y es que ni más ni menos que Falange se atribuyó ser la realizadora en el plano político-práctico del pensamiento teórico-político orteguiano, lo que es mucho pretender. Como explica Pradera, de Ortega se extraen y adaptan los conceptos de nación, la exaltación de las minorías y de los valores aristocráticos, el descubrimiento de la generación como fuerza motriz de la historia y las tesis sobre la decadencia de España, todos ellos, nos dice, con razón, «con diferentes grados de degeneración y vulgarización».

Así, de Unamuno provendrá la inspiración para que Falange se defina no como «una manera de pensar, sino como una manera de ser». Pero un «modo de ser» que no es una forma de comportamiento, sino un secreto metafísico: «Al militante falangista, pues, no se le invita a conocer y defender unas ideas, sino a participar en esas inefables esencias». Nutrida, pues, de esencias, razona Pradera, «la Falange se orienta automáticamente hacia la dirección de la verdad en cada coyuntura concreta. Para hallar la solución de los problemas, le basta a la Falange con consultar su propia interioridad», siempre que no descuide el «ir de tierra en tierra, con el oído despierto para las viejas venas sepultadas y vivas». Toda una metabolización de esencias, pues, que encontrará en la tierra y el cielo de Castilla, tierra que para José Antonio «es depositaria de valores eternos, la austeridad de la conducta, el sentido religioso de la vida, el habla y el silencio, la solidaridad entre los antepasados y los descendientes. Y sobre esa tierra absoluta, el cielo absoluto». Y la Falange, que traduce esas esencias en política, debe conducir al pueblo, no mediante programas, sino en tanto que resuelta minoría aristocratizante, selecta, de hombres egregios, que impondrá a la masa, de la manera que haga falta, una Verdad que sólo ella conoce. La impronta orteguiana, la de La rebelión de las masas y otras obras, está ahí y Pradera dedica considerable esfuerzo a explicar la concepción del filósofo y el tipo de apropiación que hacen los falangistas de ella. Se trata de guiar a la masa en una misión, en un gran destino histórico.

Para el autor, sin embargo, «así como Ortega es obviamente “más” que los materiales de su pensamiento utilizados por la Falange, así la concepción aristocrática del fascismo español es también “más” que los elementos que toma prestados». Y añade que «forzoso es reconocer que José Antonio y sus compañeros no hacen sino deducir hasta sus últimas consecuencias el sistema de axiomas que recogen. Aunque la teoría de la extrema violencia no está explicitada en los escritos orteguianos, en ellos se contiene la semilla que la Falange no hace más que desarrollar», para concluir: «No es probable que José Antonio fuera insincero cuando acusaba a Ortega de inconsecuencia con sus propios planteamientos. Los conductores como Ortega –reprocha José Antonio– «no pueden entregar en capitulaciones la ilusión maltrecha de tantos como les fueron a la zaga». La generación que había aprendido en sus libros había esperado sin éxito «su voz profética y de mando».

A su vez, la «resuelta minoría» conductora basa su poder, no en la razón, sino en el irracionalismo contenido en el «los jefes no se equivocan» y se refuerza con ritos, liturgia, uniformes, consignas y el culto al jefe. Como dice Primo, «ninguna revolución produce resultados si no alumbra su César. Sólo él es capaz de adivinar el curso histórico soterrado bajo el clamor efímero de la masa». Por supuesto, el César es él mismo. Y como le dice uno de los consejeros nacionales del partido, Paco Bravo, debe ejercer como tal: «Te sobra llaneza, bondad y simpatía […]. Debes, robustecido por la autoridad suprema que el Consejo te ha dado [en referencia a su nombramiento como Jefe Nacional en 1934], establecer la distancia necesaria entre ti y todos los demás. No dar beligerancia a todos, como ahora haces, portándote con esa bonhomía de andaluz aristocrático que no se compadece bien con un caudillo de un Movimiento férreo como tiene que ser el nuestro. Nada de familiariedades: la teatralidad es necesaria. Que en tu despacho no entre sino el que tu llames […]. Muéstrate autoritario, terminantemente autoritario. […] pon a prueba a todos, sea Ledesma, Ruiz de Alda o quien sea. Y a la menor vacilación o al menor momento de discutir tus decisiones, echa por la ventana al que no sea capaz de disciplina absoluta». El correlato del cesarismo será «la pesada carga de la jefatura», que Primo comparará con «la del hombre blanco» de Rudyard Kipling, es decir, la función colonizadora vista de esta impostada manera. Apostilla en este punto Pradera cómo, mientras se queja de tal pesadez José Antonio, expulsa a Ledesma «precisamente por intentar asumir el pesado fardo de la jefatura». A partir de ahí, el culto al jefe se dispara: se convierte en un semidiós para los suyos, con un halo de elegido que resumirá el mismo Bravo diciendo cosas como «se veía que era él […] emanaba un fluido especial, misterioso». O, como dirá Eugenio Montes, «reúne todas las condiciones de Amadís: es joven, animoso, dulce, caballeresco y guapo. Y por todo ello le sigue la juventud española, harta ya de monstruos físicos». Se convierte, por lo demás, en un nuevo padre.

En los dos últimos apartados del libro, Pradera aborda las nociones falangistas de nación, imperio y unidad, así como la concepción cíclica de la historia y la crítica del Estado liberal que contienen sus postulados. Para José Antonio y los suyos, la nación es una esencia, y Falange la mediadora entre esta esencia y la degradada realidad. Es una Unidad de Destino –concepto derivado de la Comunidad de Destino orteguiana de La España invertebrada– que deriva de los Reyes Católicos y a la que el partido, siempre en uso de su alambicada retórica, destina una nueva plenitud que sólo puede ser imperial, es decir –en la interpretación de Pradera–, colonial, y a veces, pero no siempre, revestida de imperialismo culturalista. Es esa España «irrevocable», materialización de un «destino» que no surge de voluntades –«la nación no es un contrato», dirá José Antonio–, sino que elige a España, una España que cada generación recibe y debe entregar a las venideras. Es otra alambicada construcción, que el autor señala como respuesta a la necesidad de combatir a los movimientos nacionalistas catalán y vasco. Para él, estas son las razones que explican «la aparición de esa fantasía histórico-metafísica que es el concepto de nación falangista. El que la Falange disfrace sus objetivos prácticos como conclusiones lógicas que se derivan de una premisa de validez cuasi-matemática, es, de esta forma, un intento de justificación doctrinal de su práctica, posibilitado por el irracionalismo radical que penetra toda su construcción ideológica». Señala a continuación la divergencia de los falangistas con Ortega en el sentido de creer en el carácter previo y fundante de la nación respecto del Estado y descubre la influencia de Ramiro de Maeztu, del autor de Defensa de la Hispanidad, como proveedor de la concepción de la patria como ser, como espíritu anterior a su materialización. A partir de ahí, «un acontecimiento de índole espiritual tiene que producirse para que la “comunidad insuficiente para constituir la Patria” alcancen su superior etapa histórica». Ese momento, para Primo, siguiendo a Ortega, son los siglos XV y XVI, mientras que para Maeztu es la conversión de Recaredo al catolicismo.

En cuanto al proyecto imperial, Falange apunta primero a la resolución de los problemas catalán y vasco; después, sin explicitarlo claramente nunca, a Portugal; a Gibraltar; a una franja norteafricana que abarcaría desde el Atlántico a Túnez; y, por último, a Hispanoamérica, a la que en los puntos programáticos se menciona como objeto de «unificación de cultura, de intereses económicos y de poder». Es decir, se pretende la anexión del imperio colonial portugués y de parte del francés, e inglés, y la creación de una nueva España imperial con bandera catalana como enseña nacional, lengua castellana, capital en Lisboa y mirada hacia el Atlántico y América, todo ello si hemos de creer al biógrafo «apasionado» de Primo, Felipe Ximénez de Sandoval. Como dirá Onésimo Redondo, «venimos a restaurar el poder y la aptitud de civilización que Dios confió a nuestra raza y cultura, y, como concluye Pradera, la eficacia movilizadora de este programa nunca podría ni remotamente compararse con la eficacia movilizadora y mistificadora del millenium nazi y, posiblemente, tampoco igualaría el más modesto papel de la Roma imperial en el régimen mussoliniano.

En el último apartado del libro se analiza la teoría cíclica de la historia en la que se basa Primo para mostrar su dependencia de Oswald Spengler. Para el autor, «el discípulo hereda toda la miseria especulativa del maestro, pero no la expresividad retórica y la inventiva estético-cultural que la disfrazaba». Así, las sociedades humanas, para José Antonio, están sujetas a un destino exterior que reduce los objetivos de su poder demiúrgico a la repetición de movimientos idénticos de auge y decadencia. Frente al progreso indefinido de los liberales, Falange defiende la ineluctabilidad del nacimiento y muerte de las civilizaciones. La humanidad, según esta teoría, no crea en su desarrollo, sino que se limita a ejecutar la misión que la exterioridad le asigna. Todo ello proporciona al partido el modelo del milenio: «el orden fascista será la repetición de un nivel superior de la sociedad feudal, la “época clásica” teorizada por Santo Tomás», una etapa presuntamente superior. La afirmación de esta –presunta– época histórica «plena» garantiza su futura realización. Pero un peligro amenaza ese futuro. La tolerancia del orden liberal con sus enemigos puede comportar la alteración del auge y decadencia de civilizaciones y que una nueva invasión de los bárbaros, asiática, comunista, esté a la vuelta de la esquina. Falange, sin embargo, puede evitarlo, como han hecho otros en Alemania y en Italia: «Aspira –escribirá Primo– «a tender un puente sobre la invasión de los bárbaros: a asumir, sin catástrofe intermedia, cuanto la nueva edad hubiera de tener de fecundo, y a salvar, de la edad en que vivimos, todos los valores históricos espirituales de la civilización». Pero para ello se precisa un Estado fuerte, que sustituya «el imperio de la voluntad por el de la razón y reconstruya el cuerpo social en su armonía y unidad, eliminando los factores de división engendrados por el liberalismo». Ese será el Estado Nacional-sindicalista y la Falange podrá recrear con él, aunque a un nivel superior, el antiguo orden feudal.

Concluye el libro sin un apartado de conclusiones, seguramente por no haber sido revisado ni preparado finalmente por el autor para su publicación, aunque fuese fuera de España. Tal vez las únicas objeciones a hacer a la obra, aparte de las limitaciones derivadas del nivel de conocimientos sobre Falange existentes en el momento de redactarla, sean, por una parte, no haber tomado en consideración el pensamiento de un ideólogo falangista heterodoxo pero influyente –al menos sobre Primo y Ledesma– como fue Ernesto Giménez Caballero; no haber explorado aquello que pudo adquirir ese mismo Primo de otros pensadores anteriormente provenientes del catalanismo, como Eugenio d’Ors; y, a otro nivel, y aunque no fuese ese el objetivo directo del autor, no haber examinado y evaluado los análisis políticos coyunturales que realizó José Antonio entre 1934 y 1936, nada faltos de interés. Nada de esto, por supuesto, empaña la validez de La mitología falangista (1933 a 1936), que es sobresaliente, y viene a llenar en buena parte un espacio olvidado por una historiografía académica española a la que ha costado años reconocer la importancia del fascismo español de preguerra en tanto que objeto de estudio. Algo que sí tuvo claro Javier Pradera hace ni más ni menos que cincuenta años.

Joan Maria Thomàs es Investigador ICREA Academia y profesor de Historia Contemporánea en la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona. Su último libro publicado es El Gran Golpe. El “caso Hedilla” o cómo Franco se quedó con Falange (Barcelona, Debate, 2014).

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