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Más allá de la muerte

Necesario pero imposible. O ¿qué podemos esperar?

Javier Gomá Lanzón

Madrid, Taurus, 2013

295 pp. 20 €

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Este volumen, el cuarto de una tetralogía que, según el autor, ha ido gestando casi a lo largo de treinta años, completa tres libros anteriores: Imitación y experiencia (2003), Aquiles en el gineceo (2007) y Ejemplaridad pública (2009). El conjunto está orientado a recuperar para la filosofía el «tema de la esperanza», absolutamente desdeñado en la disciplina, según el autor.

La tesis general de este libro –un ensayo de investigación filosófica, no un tratado literario ni filológico, ni tampoco un estudio sobre el Jesús de la historia– es la siguiente: aunque se haya reflexionado poco en filosofía sobre la esperanza ínsita en el ser humano, es decir, en una expectativa de vida transmundana, esta pregunta es perfectamente pertinente, y aun ineludible, en la filosofía si sabe formularse de manera verosímil para la mentalidad de hoy. Hay que reinterpretar los tratados filosóficos clásicos de la «inmortalidad del alma» para depurarlos de los ingredientes de una cosmovisión que no es la nuestra y que la hacen inasumible en nuestros días. La tetralogía pretende, así, mostrar el posible sendero para que el hombre llegue a ser individuo en este mundo, que asuma toda su grandeza y a la vez su contingencia, muerte incluida, a la vez que albergue la posible esperanza, contra toda experiencia mundana, de seguir perdurando más allá de la muerte con todas las características de su ser contingente.

La primera parte, titulada «Todo el mundo», presenta una noción ideal del «ser», escrito siempre entre comillas, como la «fuente de fuerza y consistencia de todos los seres existentes». A la vez, el ente tiene «ser» en la medida en que es un ejemplo; por un lado, es siempre ejemplo de algo y remite a una trascendencia, concepto, Idea, regla universal o ley; y, por otra, sirve a su vez de ejemplo para otros. En esta perfección del «ser» intuye el hombre una verdad necesaria, el intento de continuar siempre siéndolo, pero la experiencia le demuestra que es imposible.

El posible ejemplo de un ser también contingente pero perfecto, y su imitación, sería lo que podría ofrecer una realidad más completa a este mundo finito. Al considerar la ejemplaridad de Sócrates, constantemente repetida en la filosofía antigua, el ensayista se pregunta si es lícito pensar en la hipótesis de un ente personal que hubiera llevado al máximo la perfección del «ser» y que, sin salirse nunca de los límites de este mundo finito, mostrara la más alta posibilidad ontológica de éste. Más tarde, el mismo impulso le lleva a indagar en la posibilidad real de que ese ente personal sea imitable, y que su imitación conduzca al imitante a alcanzar en lo posible el más alto estatus de su ser contingente, superando las limitaciones de la muerte necesaria. Opina el autor que el conatus espinoziano, el impulso de todo ser a continuar existiendo, es perfectamente legítimo: perdurar es una aspiración natural. El hombre moderno, sin embargo, no desea una perduración a través de la inmortalidad del alma, ya que ello implicaría una suerte de disolución en el seno de la divinidad, que nadie quiere. La esperanza se centra, pues, en que lo injusto, la muerte, no puede ser la última palabra. Ello es necesario, pero a la vez se muestra de nuevo como imposible… ¡en apariencia!

La segunda parte, «Teorema de la experiencia y de la esperanza», define la esperanza no como un deseo de eternidad –que no es humano–, sino como la aspiración a perdurar en lo que le es propio: lo finito; que el deseo de vivir tal finitud le permita la concesión de una prórroga de ese ser, un «plus de ser», pero sin mudar la individualidad de lo que constituye lo humano. Una esperanza que no ofenda a la concepción ganada tras la Ilustración de que el hombre tiene su dignidad en sí mismo, y que no debe doblegar su rodilla ante el Dios artificial de la religión. Consistiría en inclinarse voluntariamente a imitar a otro ser como él, una imitación autónomamente asumida. La reflexión sobre un Dios que ha creado el mundo, pero lo ha abandonado a sus leyes autónomas sin intervenir en él, y el estudio de la historia llevan al hombre de hoy a toparse con un exemplum novedoso y esperanzador –que no quebranta las leyes de mundo, inalterables en esa injusticia aparente y continua para con el hombre–, pero que sí desmiente el monopolio sobre lo humano de tales leyes. Tal exemplum ha probado en su propia persona la injusticia para con el individuo inherente al universo, es decir, la muerte, y luego, tras morir, ofrece a los demás el precedente imitable de su propio caso: una continuación transmundana de la individualidad.

La tercera parte, «¿Qué podemos esperar?», presenta ese exemplum: Jesús de Nazaret. Está dentro del cristianismo, que es «entre las grandes religiones, la revelación más poderosa y completa de la religiosidad personal». El lector interesado en el personaje, cuya aparición intuye desde el principio de la lectura, no debe sucumbir a la tentación de «saltarse» lo anterior para ir directamente al exemplum. Todo el conjunto previo forma una argumentación bien trabada que no debe omitirse. En esta se parte se sostiene que el Dios creador, absconditus, trascendente a la experiencia, es a la vez inmanente a ella en tanto en cuanto suscitó a ese Jesús como ejemplo a imitar, único e irrepetible.

Que se afirme que Jesús ha muerto y resucitado es una pretensión increíble, pero goza de un alto grado de credibilidad histórica tras el conveniente examen. Como hechos históricos observables, la historia debe explicar cómo fue posible que un crucificado ágrafo y pobre, de un lugar marginal del imperio, fuera a) divinizado casi instantáneamente por sus contemporáneos judíos, ¡estrictamente monoteístas!, y b) que el credo exótico de una insignificante secta judía se expandiera tan increíblemente por el mundo conocido. Mas la investigación de estos y otros hechos en torno al Nazareno y el desarrollo del pensamiento cristiano en la historia, conducen a pensar a la postre que, a pesar de su inverosimilitud aparente, Dios ha concedido en Jesús la certeza de que al menos alguien ha tenido dentro de los límites de las leyes mundanas un «plus de realidad» después de pasar por este mundo. muerte incluida. El Dios lejano y trascendente se ha «civilizado», y aunque se abstiene de mejorar el universo –parece que ni se preocupa–, crea una salida al deseo humano de supervivencia.

La cuarta parte, «Un suplemento de “ser”», se centra en la mencionada ejemplaridad de Jesús y su supervivencia posmundana. ¿Es razonable creer en ellas? En vibrantes páginas proclama el autor que Jesús de Nazaret fue un unicum, el mejor de todos los especímenes de la raza humana, cuya persona –¡el hombre más carismático que haya existido jamás!– y, sobre todo, que su ética ha resultado ser inatacable: ¡una vida súper ejemplar, digna de todo crédito! Fue ciertamente un modelo en apariencia escandaloso porque a los ojos del mundo acabó desacreditado y fracasado. Pero, en este caso único, Dios no aceptó la injusticia del mundo, rompió su silencio y lo resucitó. Ese hombre muerto vuelve a la vida como ser contingente; su resurrección supone una exaltación al rango de lo divino, pero vive de nuevo como mortal, con cuerpo, aunque no con el mismo que antes: recibe un cuerpo «pneumático», al estilo de lo que sostiene Pablo en 1 Corintios, 15. Por ello puede decirse con propiedad que el Jesús resucitado no es exactamente el mismo, pero sí el mismo: sigue siendo un hombre que porta las heridas de su finitud, ejemplarizadas en las llagas de sus torturas.

La quinta parte, «Un universal concreto», trata de de demostrar que es verosímil la hipótesis que cierra el conjunto del razonamiento general como clave de arco: si aceptamos que en torno al exemplum, Jesús de Nazaret, se dan cuatro hechos singulares, tres de ellos científicamente probados y el cuarto como una hipótesis que puede aceptarse, no exigible pero no descartable, el conjunto daría credibilidad a la cadena entera de acontecimientos sobre el Nazareno.

Los hechos probados, según el autor, son tres: su vida ejemplar truncada por una muerte infame; la temprana divinización por parte de sus seguidores, es decir, su culto casi inmediato; y el extraño éxito social de la proclama acerca de su figura y misión. El cuarto es: «Tras su muerte Jesús se apareció a sus discípulos como viviente, individual y corporal». Este «hecho» es suprahistórico, pero no por ello menos real. Este eslabón final, que explica razonablemente los otros tres, disfrutaría «entonces de la misma verosimilitud que la cadena» formada por los cuatro, lo que otorga al conjunto «sentido y razonabilidad histórica». El cuarto no puede ser corroborado por la experiencia, pero se torna una «hipótesis creíble».

Hasta aquí el pensamiento del autor, que ojalá haya logrado reproducir fielmente. Mi crítica se centrará sobre todo en lo que es esta clave de arco, que ocupa casi la mitad del volumen. El autor da por supuesta la existencia del Dios bíblico, creador, etc., aunque la experiencia demuestre que es un Dios pasivo y absconditus respecto a su obra. Ello supone, sin discutirlo de ningún modo, la posibilidad de la existencia de una revelación por parte de ese Dios. Pero este extremo no queda en absoluto claro. Si Dios es esencialmente el Otro, toda su revelación sería en todo caso puramente simbólica, si es que fuere posible la comunicación entre el esencialmente Otro, absoluto, con lo contingente. No pueden hacerse afirmaciones contundentes o apodícticas sobre cómo es en realidad el Otro. Personalmente estimo que la revelación, tal como la entiende el volumen de Gomá y las tres religiones del Libro, es imposible. Cita el autor el Repensar la revelación de Andrés Torres Queiruga, pero su tesis, con todos los respetos, me parece wishful thinking.

Asombrosamente para mí, Gomá otorga una credibilidad casi ilimitada a la pintura que de Jesús dibujan los Evangelios. Acepta en teoría los tremendos avances del método histórico crítico, pero en la práctica hace un uso acrítico de las fuentes. La utilización del Cuarto Evangelio como fuente histórica (por ejemplo, la frase de Jesús «Mi reino no es de este mundo», Juan, 18, 36, no es admitida, que yo sepa, por ningún exégeta probado, ni aun católico, como sentencia del Jesús de la historia). Ni Pablo escribió Colosenses ni Efesios, ni mucho menos la Epístola a Tito, citada con aprobación como paulina.

Recientes estudios sobre el Jesús histórico parecen demostrar que Jesús no fue un unicum en absoluto. Se ha puesto de relieve la judeidad de Jesús, enmarcándolo en un fariseísmo a caballo entre las dos escuelas dominantes del siglo I en Israel: la de Samay y Hillel. Jesús es un samaíta sui generis, unas veces más radical, otras menos. Por ejemplo, en la cuestión de la observancia del sábado –hecho para el hombre y no al revés–, se acerca totalmente a los hillelitas, pero a los esenios y samaítas en la del divorcio (Marcos, 10). Otros trabajos señeros dibujan un marco fenomenológico de las relaciones entre Juan Bautista y su discípulo Jesús que no permiten las conclusiones de unicidad de Jesús apuntadas por el autor.

El tema de la divinización o apoteosis del Nazareno es también candente hoy día. Cada vez se abre paso con más fuerza la idea de que la «apoteosis» de Jesús por parte de sus discípulos no tiene nada de extraño en un clima apocalíptico –y hasta cierto punto místico, y de prosapia judía– de ciertos grupos de la «época del Segundo Templo» (desde el presunto santuario de Salomón hasta la destrucción del Templo reedificado por Herodes el Grande en 70 d. C.) que postulaban la existencia de «dos poderes en el cielo», un Yahvé mayor y un Yahvé menor (Henoc-Metatrón). Por asombroso que parezca a quien no conoce esta cuestión, el pretendido y rígido monoteísmo judío de los siglos I y II d. C. era, en realidad, en círculos piadosos, un binitarismo subordinacionista y monárquico.

La imagen de un Jesús «manso y humilde de corazón» (Mateo 11, 29) es un mero producto de la propaganda evangélica. Los evangelios son, sin duda, libros que contienen muchos datos históricos, dignos de todo aprecio, pero ante todo son «escritos de propaganda de una fe» (Günther Bornkamm), que deben utilizarse con extrema cautela y método. Se ha estudiado ya una cadena de unos cuarenta indicios, textos sueltos, indicaciones volanderas, «material furtivo» (Gonzalo Puente Ojea), que nos pintan a un Jesús totalmente imbricado en las materias sociales y políticas de su tiempo. Es un Jesús distinto al dibujado en el libro que comentamos. Y no es lo mismo basar el arco de bóveda en una imagen del Jesús histórico que en otra bastante diversa. Otro ejemplo: todas las conclusiones de Joachim Jeremias sobre Abbá y su utilización por Jesús («Padre»; jamás «Papá», y muchísimo menos «Papaíto») están absolutamente rebatidas, comenzando por el hecho de que ya conocemos al menos tres o cuatro ejemplos de ese uso por otros rabinos (Géza Vermes). Con el famoso y excelente trato de Jesús a las mujeres ocurre casi igual; era relativamente parecido al de otros rabinos famosos de la época. Jesús como el «primer feminista e igualitario» de la historia es uno de los mitos creados en el siglo XX.

Me inclino, sin embargo, y sin reservas, ante la ética de Jesús y comparto el respeto por ella que tenía incluso el a veces furibundo Nietzsche, como señala el autor. Pero hay también un caveat nuclear en este ámbito: no está claro qué significa el «amor a los enemigos». Estoy convencido de que Jesús predicaba un amor absoluto hacia aquellos que pertenecían, o estaban abiertos a pertenecer, al grupo mesiánico dispuesto a entrar en el Reino, pero aunque no predique un odio, sí muestra una profunda distancia y animadversión hacia quienes por su dureza de corazón –por ejemplo, algunos fariseos de su propia clase– se mostraban cerrados a su proclama del Reino. La intensidad de su nacionalismo y exclusivismo respecto a los gentiles pone en solfa la pretendida actitud positiva del Nazareno hacia una evangelización universal (¡Mateo 28, 28, citado por Gomá como auténtico!). Y por último: sabemos muy bien, por la crítica de Aristóteles a la teoría sobre las Ideas de su maestro, que no todo lo «real» (es decir, lo que produce efectos tangibles; en este caso, la hipótesis de la resurrección de Jesús que genera efectos tangibles en la creación de la teología cristiana) es existente. Ejemplo: el concepto de «patria» es real, produce efectos tangibles, buenos y muy malos, ¡pero no existe!

Así pues, y con la debida reserva que supone el continuo avance de la investigación sobre el Jesús histórico, y conforme al estado actual de la investigación, considero que hay un número suficiente de páginas desenfocadas en este libro sobre el «exemplum unicum y el mejor de la historia», páginas que merecen una reconsideración. Sin duda el autor dirá que la cadena de los cuatro hechos –tres probados y uno hipotético– resulta inalterable. Opino que no es así, dados nuestros reparos a los presupuestos de los tres primeros hechos. Hemos matizado ya el tema de la divinización de Jesús, y para el crecimiento «maravilloso» e «inexplicable» del culto a Jesús convendría saber que una expansión del cristianismo del cuarenta por ciento por década –a partir de un número de ciento veinte seguidores: Hechos 1, 15, unas semanas después de la muerte del Maestro– es exactamente igual al incremento de los mormones en el siglo XIX (Rodney Stark), y va a parecerse al del islam en los últimos tiempos.

¿Por qué este «desenfoque»? Opino que la clave está en una ojeada a la bibliografía utilizada por el autor. Se trata de una «literatura secundaria» totalmente unilateral, confesional. Naturalmente, no he leído todos los libros que cita, pero sí casi todos, o conozco bien el pensamiento del resto. Falta íntegramente la lectura de la otra parte, de la investigación independiente y seria, universitaria también, sobre Jesús. Cito ejemplos comenzando por Hermann Samuel Reimarus y Robert von Pöhlmann, y continúo con Joseph Klausner, Robert Eisler, Paul Winter, Samuel G. F. Brandon, Hyam Maccoby, Maurice Casey, Charles Guignebert, Maurice Goguel, David Flusser, Géza Vermes, Norman Perrin, James M. Robinson, Morton Smith, Joel Carmichael, Richard A. Horsley… y así hasta un número elevadísimo, unos trescientos consignados sólo hasta 1973, que han presentado otra imagen de Jesús diversa a la del presente libro. Y añadiría, si no es pecar de propaganda propia, que en España el autor habría tenido una idea de lo que presenta este tipo de bibliografía independiente leyendo algo de la obra de Gonzalo Puente Ojea, Fernando Bermejo, José Montserrat y del que firma esta reseña. Y no necesariamente para estar de acuerdo, sino para considerar otras perspectivas.

Como final: ¿recomendaría la lectura de este libro? Sí, y hasta encarecidamente, porque está bien escrito y razonado, y porque penetra muy bien en la realidad, diseccionada a veces admirablemente: el autor es poeta. Merece un «aplauso», como él mismo con evidente gracejo ha pedido para su libro. Pero a la vez pienso que, en conjunto, el final de la tetralogía merece una seria reconsideración. El indudable talento y buen sentido del autor la logrará, sin duda.

Antonio Piñero es Catedrático de Filología Griega en la Universidad Complutense. Sus últimos libros son Todos los evangelios (Madrid, Edaf, 2009), Apócrifos del Antiguo y Nuevo testamento (Madrid, Alianza, 2010), El Juicio Final (Madrid, Edaf, 2010; en colaboración con Eugenio Gómez Segura), Jesús de Nazaret. El hombre de las cien caras (Madrid, Edaf, 2012) y Ciudadano Jesús (Madrid, Atanor, 2012).

 

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Respuesta de Javier Gomá Lanzón:

La reseña de Antonio Piñero, como suya, es seria y competente. Siendo un estudioso prestigioso con fundamento en títulos importantes, su recomendación final sobre mi libro adquiere una significación singular. Incluso creo percibir corrientes de simpatía dentro de la discrepancia, cosa que deseo destacar con gratitud. La primera parte de la reseña describe con sobriedad y alguna celeridad una selección de los temas tocados por mi libro, el cual quiere ser un ensayo de recuperación filosófica del antiguo y hoy olvidado tratado de la inmortalidad del alma. Luego, como cabía esperar en una persona de su especialización, se centra en las bases escriturísticas de la reconstrucción de la figura histórica de Jesús y allí él descubre lo que califica de «algunas páginas desenfocadas». El propósito de las líneas que siguen es sólo probar a cambiar los anteojos por si lo que estuviera desenfocado no fueran las páginas sino la lente que las observa.

Mi libro desborda con mucho en su intención el asunto del Jesús histórico, el cual adquiere centralidad cuando es usado como precedente para una reflexión filosófica sobre la posibilidad de una supervivencia individual post mortem. En un momento de la segunda parte de mi libro yo me propongo dar veracidad –que no probar– a la continuidad de lo humano tras la muerte en la persona del galileo. Las objeciones del reseñista se ciñen exclusivamente a estos capítulos sobre la figura de Jesús mientras que deja en paz todo lo demás. Critica en particular el uso de una cierta bibliografía con exclusión de otra que sería de su preferencia.

Cada uno de los temas que uno elige para investigar demanda un método o una aproximación específica. Naturalmente, en ese intento de ofrecer un relato creíble sobre la hipotética resurrección del galileo, aquella bibliografía que no es que niegue esta posibilidad, sino que lo considera de plano imposible, si no absurda, fuera de toda humana proporción y medida, como es el caso del propuesto Puente Ojea, no conviene a mi investigación. El profesor Piñero declara paladinamente los presupuestos desde los que razona y confiesa su particular opción existencial: no cree en el Dios de las religiones del Libro. Lo cual es honesto y está muy bien siempre y cuando no me atribuya a mí aquello que él desdeña. Mi esfuerzo por recuperar la figura del Jesús histórico incluye, como no puede ser de otra manera, la idea que de Dios tiene este profeta tal como se deduce de los testimonios disponibles, y eso me lleva, contra lo dicho por Piñero, a abandonar en mi exposición muchos de los rasgos del Dios de las religiones del Libro porque el propio Jesús los desatiende en su vida y pensamiento. Piñero parece sugerir que acepto la visión que el gran teólogo Jeremías sostiene sobre Dios como Abba, como si lo hiciera incondicionalmente, cuando en realidad he manejado los resultados del debate crítico sobre la cuestión del Abba bien resumidos, con criterio ecuánime, en el libro de Jacques Schlosser El Dios de Jesús (Salamanca, Sígueme, 1995). Cuando Piñero afirma sin esconder su desdén que yo cito Repensar la revelación, de Andrés Torres Queiruga, ahí simplemente se equivoca, error menor y disculpable, porque del profesor gallego yo sólo cito su Repensar la resurrección (Madrid, Trotta, 2003), a pie de página, en apoyo de una cita principal de Kessler y sobre materia completamente distinta de la sugerida por Piñero.

Quizá lo que se me hace más extraño de la reseña es ese momento en el que su autor sostiene que yo concedo una «credibilidad casi ilimitada a la pintura que de Jesús dibujan los Evangelios», y que acepto el método histórico-crítico, «pero en la práctica hace un uso acrítico de las fuentes». Esta afirmación es tan obviamente desmentida por una lectura de mi libro, incluso rápida y superficial, y son tan magras las aparentes pruebas que aduce en apoyo de esa afirmación, que para mí el interés intelectual del caso se desplaza del texto analizado, mi libro, al reseñista del mismo, tratando de indagar qué hondas motivaciones ideológicas, quizá esos presupuestos antes confesados, o qué lentes mal graduadas, le han podido arrastrar a un desenfoque cuya evidencia salta a simple vista a cualquier lector imparcial.

Alude a una cita mía de Juan 18, 36: «Mi reino no es de este mundo», que no sería pronunciada por el Jesús histórico según él, y también a alguna referencia aislada a cartas de Pablo que no son de Pablo sino atribuidas, lo cual todo mediano estudioso del tema lo sabe muy bien sin necesidad de ese recordatorio. Pero una cosa es la imagen que de Jesús se extrae de mi relato y otra cosa es la economía filológica de la cita. Quiero decir que, para perfilar la imagen del Jesús histórico, me he basado –Piñero lo da a entender– en una abundantísima bibliografía del Jesús histórico, de la que se infiere un Jesús clara, inconfundiblemente contrastante con la imagen del Jesucristo pascual, Hijo de Dios, de los Evangelios canónicos. Y a eso dedico extensas páginas centrales sobre las que Piñero no parece objetar nada sustantivo. La condición judía de Jesús, que Piñero querría enfatizar más, una mirada más atenta puede encontrarla ampliamente recogida en los varios volúmenes de John P. Meier, Jesús. Un judío marginal, y sobre todo en la bibliografía de E. P. Sanders, campeón mundial de las investigaciones sobre la judeidad de Jesús, autores ambos que sostienen el curso de mi investigación explícitamente.

En cuanto a la economía de la cita , a veces –realmente pocas  el libro, es cierto, cita a Juan o a Pablo sin someter aquella cada vez a exégesis, como quizás a un filólogo le gustaría, pero es porque el argumento discurre por otro lado y ahí la exégesis no contribuye a clarificar el específico punto filosófico estudiado, como quien hace referencia a Isaías sin distinguir si es el primero, el segundo o el tercer Isaías, porque por razones prácticas convenimos el agrupar a los tres con el nombre de un profeta si su distinción no es esencial al argumento, lo mismo que citamos a Homero sin resolver antes la antigua querella sobre la autoría de las epopeyas griegas. La erudición crítico-exegética es un método muy usado en una parte de mi libro, pero no ostenta el monopolio, como quizá sí ocurra –y es natural que ocurra– en las investigaciones filológico-historiográficas de Piñero. Mi libro es un libro de filosofía que se sirve del expresado método, que profesores como Piñero han llevado a su actual esplendor, pero se desprende de él como de unas andaderas tan pronto han cumplido su función auxiliar a la meditación filosófica. Dicho de otra manera, el Evangelio y las cartas paulinas son susceptibles de cita sin necesidad de someter siempre cada una de ellas a un análisis exegético, muchas veces nada conclusivo, además de que, como se razona en otra parte del libro, lo dijera o no Jesús, lo dijera o no Pablo, la sentencia citada puede denotar un pensamiento de la primera comunidad interesante para mi propósito, aun no siendo ipsissima verba Jesu. Puedo suprimir en mi libro la cita joánica a «Mi reino no es de este mundo» sin que el argumento allí desarrollado sufra lo más mínimo. La objeción del profesor es aquí un achaque de erudición más que un reparo a la línea filosófica de razonamiento.

Sobre los cuatro hechos que rodean la hipótesis de la resurrección, Piñero parece estar de acuerdo con esa ejemplaridad excepcional de Jesús, aunque para él no sería tan única. En cuanto a la divinización, alude a una línea de investigación que, hasta donde yo sé, es notoriamente excéntrica al consenso actual de los especialistas. Decir que el monoteísmo judío «era en realidad, en círculos piadosos, un binitarismo subordinacionista y monárquico», como él hace, es una hipótesis que Piñero tiene que reconocer que está muy lejos de ser opinión común entre los especialistas, entre los cuales el monoteísmo judío sigue siendo algo incuestionable y, por tanto, su amago de objeción no vale para impugnar mi posición, asistida por el sentir absolutamente mayoritario de los que saben. Últimamente el libro de Larry W. Hurtado, ¿Cómo llego Jesús a ser Dios? (Salamanca, Sígueme, 2013), que aborda la cuestión de la inesperada divinización del profeta galileo en el seno de un monoteísmo estricto, no toma en consideración ese supuesto binitarismo. Este es un ejemplo de cómo esa llamada por Piñero «bibliografía confesional» podría ser denominada con mejor acuerdo «bibliografía profesional» por contraste con otra más ocurrente, más rompedora, más original, pero quizá dotada de menor grado de parsimonia científica. ¿Puede compararse seriamente a Norman Perrin con Joachim Jeremías? Yo creo que la balanza se inclina pesadamente hacia el segundo. Por último, la expansión del cristianismo podrá ser comparada, como hace Piñero, con la de otras religiones, pero habrá que ver si éstas lo hicieron en iguales circunstancias imprevisibles y adversas, y, en todo caso, es innegable –y esto es lo que importa– que ninguna de ellas tuvieron el mismo resultado porque hoy el cristianismo sigue siendo, con mucho, la religión más extendida en todo el mundo y con mayor número de seguidores, hasta dos mil doscientos millones, según el Pew Forum (del Pew Center), a larga distancia de la segunda (mil seiscientos millones).

Pero también esto es una cuestión menor. Lo principal es destacar la circunstancia de que tres hechos que ya son absolutamente excepcionales por separado (ejemplaridad, divinización, expansión) coincidan en la misma persona. Cada uno de esos hechos, por sí mismos, son insólitos en la historia universal de las ideas, pero que coincidan todos en la misma persona es una circunstancia que no puede sino producir un asombro rayano en el pasmo y que la historiografía tiene pendiente de explicar. Los discípulos del galileo añaden un cuarto, todavía más asombroso: su continuidad individual y corporal tras su muerte (resurrección). La propuesta de mi libro dice: esto sólo es una hipótesis indemostrable, pero hay que reconocer que concede veracidad al conjunto. Se echa de ver, en suma, que la reseña de Piñero, prestando atención a asuntos menores de erudición historiográfica, escamotea al lector la integridad del cuadro filosófico, que es donde, sin embargo, reside la fuerza persuasiva de la argumentación.

Y con ello termino donde empecé. En la reseña, un libro de filosofía ha sido pasado por el cedazo filológico, lo cual es legítimo, pero reductor, respecto la intención global del libro, además de que el cedazo acusaba obturaciones en la trama que han impedido la esperada clarificación conceptual. A Piñero le hubiera gustado una reconstrucción sobre la base de unos autores que él menciona (alguno del siglo XVIII) y que responden a sus propios presupuestos intelectuales y existenciales, y que en general descreen, como él, de la posibilidad misma de la resurrección del galileo. Algunos de ellos, junto con otros muchos, fueron tomados en consideración en mi artículo de portada de Cultura/s, suplemento de La Vanguardia (núm. 510, 28 de marzo de 2012) dedicado a la bibliografía sobre el Jesús histórico, al que me remito en mi libro y ahora. Ahora bien, ese tema desechado por estos autores de Piñero era precisamente el elegido por mí: no la resurrección como un hecho positivo, sino el cómo pensar filosóficamente esa mera conjetura de forma verosímil, creíble o plausible para la conciencia moderna, con independencia de que luego uno le dé o no su asentimiento íntimo. Quienes convierten ese tema en un no-tema, condicionados por sus propios presupuestos ideológicos y existenciales, plenamente atendibles como los son también los míos, no pueden reprochar a otros, que sí deseamos hacer de ese asunto un tema filosófico estricto, que busquemos y usemos la bibliografía más adecuada al objeto de estudio. Es una cuestión de qué lente ponerse para ver correctamente, sin distorsión, la cosa misma.

Termino agradeciendo al profesor Piñero la lectura de mi libro, el tono respetuoso de su reseña, que he tratado de emular en mi réplica, y la oportunidad que me brinda con su iniciativa de dar comienzo a una conversación que, en lo que a mí respecta, auguro enriquecedora. También quisiera añadir que la discrepancia de posiciones no debería estorbar el establecimiento de canales propicios para esa amistad filosófica que el libro reseñado propone como ideal en sus capítulos finales.

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