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El sexo, entre el cielo y la tierra

(Fe)Male Gaze. El contrato sexual en el siglo XXI

Manuel Arias Maldonado

Barcelona, Anagrama, 2019

104 pp. 8,90 €

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Hace algún tiempo me senté en una cena al lado de una joven noruega. Se había mudado a Londres y su padre estaba horrorizado con la elección de su nuevo lugar de residencia. «¿Cómo puedes soportar vivir –le preguntó antes de trasladarse– en un país tan fascista que hay clubes en los que no se admite la entrada de mujeres como socias?» «¿Y cómo puede tu padre soportar vivir –repliqué yo– en un país tan fascista que no se permite a los hombres formar clubes en los que no se admite la entrada de mujeres como socias?»

Este librito del profesor Arias Maldonado sobre nuestras actuales contorsiones e insatisfacciones mentales sobre unas genuinas relaciones sexuales posee el considerable mérito de que no propone ninguna solución que consiga que desaparezcan, de una vez por todas, cualesquiera fricciones, ambigüedades o contradicciones en esas relaciones. Creer que sí existe una solución así, como es el caso de algunas feministas, no es más que la última capitulación ante unos sueños utópicos con consecuencias totalitarias. El autor cita a una periodista feminista inglesa llamada Laurie Penny:

una gran parte del sexo que es técnicamente consensual resulta, sin embargo, funesto y decepcionante; sobre todo para las mujeres implicadas. Por eso la demanda de mejor sexo es también revolucionaria.

Al margen de todo lo que pueda decirse del feminismo, no parece que haya hecho mucho para favorecer el sentido del humor o la ironía, por no hablar de una conciencia de la dimensión trágica de la existencia humana. Repárese también en la asunción automática, típica de la lumpenintelligentsia europea, de que el término revolucionario es automáticamente laudatorio. Para personas como la autora de la cita anterior, la historia no es más que una escalada moral ascendente provocada por una constante agitación revolucionaria, en su caso, sin ninguna duda, bien pagada. Una de las desdichadas consecuencias de una sociedad libre con un porcentaje cada vez mayor de la población con una educación universitaria es que una tontería como la que acabamos de leer encuentra muchísimos lectores.

Se da la circunstancia de que las relaciones entre los sexos fue un tema sobre el que reflexioné no poco cuando trabajaba como médico en el hospital general de un barrio pobre de una gran ciudad inglesa. Me sentía consternado por la violencia de esas relaciones, principalmente de los hombres hacia las mujeres, pero también, cada vez más, de las mujeres hacia los hombres. La interpretación de todo aquello que presencié fue y es, por supuesto, un asunto discutible. El mundo no se explica por sí solo.

Permítanme ofrecer un solo ejemplo. Una mujer, ya avanzada la cuarentena, llegó a mi consulta en el hospital justo después de que su pareja –un hombre que no mucho antes había salido de la cárcel tras haber asesinado a su anterior pareja– le rompiera la mandíbula. Era celoso y posesivo, y los celos habían sido también el motivo del asesinato que había cometido. Pensé que mi obligación era advertir a la mujer de lo evidente, que al seguir con este hombre estaba corriendo un grave peligro, y al principio nos dejó que le buscásemos una casa segura en la que poder protegerse de él. Pero finalmente decidió que seguía queriéndolo, por lo que salió del hospital de su brazo después de que él pidiera disculpas y prometiera no volver a hacerlo nunca más.

Este era un modelo (los detalles físicos variaban) que vi repetido centenares de veces, y los celos estaban casi siempre presentes. Las feministas de la variedad Laurie Penny interpretarían esto sin duda como una prueba de una sociedad profundamente patriarcal, en la que las mujeres eran capaces, por su condicionamiento, de lo que ella llamaría un consentimiento solamente «técnico», sin darse cuenta de que con ello estaba, de hecho, deshumanizando a las mujeres al privarlas de esa cualidad humana esencial: la capacidad de actuar. Una ironía del feminismo es que suele conferir a las mujeres el estatus de menores de edad, es decir, de niñas necesitadas de tutela y protección: tutela y protección que pueden proceder únicamente de un grupo de reinas-filósofas como Laurie Penny, o de los mismos hombres que (según estas feministas) provocan, de entrada, la necesidad de tutela y protección.

Parece innecesario decir que mi interpretación era muy diferente. Yo trabajaba en un barrio en el que las relaciones estables entre los sexos eran casi desconocidas. La tasa de hijos ilegítimos nacidos en el hospital, exceptuados los nacidos de padres originarios del subcontinente indio, era casi del cien por cien. No había prácticamente ningún niño o niña que se criara con su padre biológico en casa durante toda su infancia, y los padrastros en serie era un modelo tan frecuente que se tenía por normal.

Las relaciones entre los sexos siguieron la prescripción de la revolución sexual de los años sesenta, esto es, las personas formaban relaciones sexuales como y cuando les apetecía sin reparar en consideraciones de obligación moral, contrato, costumbre, desaprobación social o del bienestar de los niños. Esto, sin embargo, no descartaba el antiguo deseo de la posesión sexual exclusiva de otra persona, que se mantenía tan fuerte como siempre porque, entre otras razones, los hombres de ese barrio en concreto obtenían su sensación de valía personal precisamente de ese tipo de posesión, ya que no contaban con ninguna otra posible vía de obtención.

Pero como ellos mismos eran grandes predadores sexuales, daban por hecho que todos los demás hombres también lo eran. Es más, suponían que todas las mujeres eran sexualmente promiscuas: a menudo, el hecho de que tuvieran dos o tres hijos de padres diferentes constituía para ellos la mejor prueba. Eran, por tanto, celosos por adelantado y no hay nada que provoque violencia intersexual de manera más infalible que los celos. Estos celos no revelaban la existencia de amor por el objeto de sus afectos, por supuesto, sino que adolecían de una autoestima muy frágil; y la violencia era su manera de preservarla.

Por lo que respecta a la conducta humana, no hay nada nuevo bajo el sol y el potencial para los celos es inmemorial, tal como nos informa la literatura. Pero la revolución sexual incrementó enormemente la preponderancia de los celos y, por tanto, de la violencia, al destruir la estructura convencional de las relaciones entre los sexos, causando estragos, por extraño que parezca, precisamente en ese sector de la sociedad del que no procedían ni las feministas ni los teóricos de la revolución. En las sociedades anglosajonas al menos, cuanto más alta es la clase social, más personas son fieles a la noción tradicional de matrimonio monógamo. Para los ricos y muy educados, la rebelión consistió en gran medida en comportarse como si se estuviera actuando; para los pobres e ignorantes fue una bomba de relojería que sigue explotando a día de hoy.

No hace falta decir que la noción tradicional de matrimonio monógamo contenía dentro de sí misma un enorme potencial para la hipocresía. Tanto los hombres como las mujeres, muchas veces, quizá de manera habitual, no se eran tan fieles como pretendían, y aunque un matrimonio feliz es el más venturoso de los estados, un matrimonio infeliz que no puede disolverse por motivos religiosos o legales se convierte en algo infernal. Los adversarios de la tradición tenían, por tanto, dos palos con los que golpear: el primero era su inevitable hipocresía (sin darse cuenta de que el único modo de eliminar la hipocresía de los asuntos humanos es liberarse de todos y cada uno de los patrones de conducta), y el segundo el deseo supuestamente humano de librar a las personas del sufrimiento evitable al hacerse la ilusión de que todo sufrimiento puede evitarse y que la vida no posee una dimensión trágica, que la vida no es una elección entre infierno y perfección, sino entre diferentes formas de imperfección, unas peores que otras.

Las ironías de la revolución sexual resultan muy manifiestas en el mundo anglosajón y escandinavo, con su tendencia tan poco atractiva a oscilar entre un libertinaje bestial y una censura puritana, sin muchas otras posibilidades intermedias. En Gran Bretaña y Estados Unidos, por ejemplo, se da una tendencia tanto a sexualizar a los niños muy pronto como a escandalizarse ante el más leve asomo de pedofilia. Muchas colegialas británicas (presumiblemente con la connivencia de sus padres) se visten y se comportan a los doce años como si su ambición fuera ser putas baratas, pero incluso alguien que ha sido absuelto en los tribunales de la más leve ofensa sexual corre peligro de sufrir violencia cuando camina por la calle, y a menudo tiene que mudarse y dejar ese barrio. Escandinavia, famosa en otro tiempo por su actitud casi naturista con respecto al sexo, está ahora a la cabeza de la potencial burocratización del sexo, hasta tal punto que cabe imaginar un tiempo en el que será necesario un auto judicial antes de que dos personas puedan dormir juntas. Además, las prácticas sexuales tendrán que ser autorizadas, ya que, por definición, los masoquistas son sumisos y su consentimiento se encuentra, por tanto, por encima de toda sospecha.

Manuel Arias Maldonado saca a colación la que es quizá la pregunta más peliaguda de todas, la de si existen diferencias psicológicas innatas entre hombres y mujeres (de promedio) que pudieran explicar los diferenciales en la distribución vocacional de hombres y mujeres. Yo no creo personalmente que ningún estudio meramente empírico pueda llegar nunca a resolver esta cuestión al gusto de todos, o ni siquiera de alguien; porque quienes piensan que no existen diferencias psicológicas innatas atribuirán los restantes diferenciales en gustos y empleo a la discriminación social, mientras que quienes creen que que existen diferencias psicológicas innatas entre hombres y mujeres atribuirán todos los diferenciales, o la mayoría de ellos, en gustos y empleo a esas diferencias. Así pues, gracias a las pesquisas intelectuales, el escenario está dispuesto para un conflicto interminable.

No cabe esperar que un libro tan corto pueda responder a todas las cuestiones planteadas por un tema tan amplio. Por ejemplo, el autor no comenta, o explica por qué, el ejercicio del poder politizado parece tener ahora una importancia tan capital para las feministas militantes, como si el poder sobre otros fuera el summum bonum de la vida humana y la ausencia de él fuera la peor de todas las desgracias posibles. Tampoco dice mucho sobre las diferencias de clase en la conducta sexual (quizá no las haya en España). Pero sí demuestra suficientemente que no existe ninguna utopía sexual en la que exista únicamente placer y ningún dolor.

Theodore Dalrymple nació en Londres en 1949. Fue durante muchos años médico en una cárcel y en un hospital urbano. Escribió una columna semanal durante catorce años en The Spectator y ha colaborado con numerosas publicaciones del mundo anglófono. Su libro más conocido es Life at the Bottom. The Worldview that Makes the Underclass, que se ha traducido recientemente al portugués en Brasil. Sus últimos libros publicados son Admirable Evasions. How Psychology Undermines Morality (Nueva York y Londres, Encounter, 2015), Out into the Beautiful World (Londres, New English Review Press, 2015), Migration, Multiculturalism and its Metaphors. Selected Essays (Brisbane, Connor Court, 2016), The Proper Procedure and Other Stories (Londres, New English Review Press, 2017) y The Knife Went In. Real-Life Murderers and Our Culture (Londres, Gibson Square, 2018). Al español se ha traducido Sentimentalismo tóxico. Cómo el culto a la emoción pública está corroyendo nuestra sociedad (trad. de Dimitri Fernández Bobrovski, Madrid, Alianza, 2016).

 

 Traducción de Luis Gago

 Este artículo ha sido escrito por Theodore Dalrymple
 especialmente para Revista de Libros

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Ficha técnica

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