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Los infinitivos de Miguel Aguiló

Qué significa construir. Claves conceptuales de la ingeniería civil

Miguel Aguiló

Madrid, Abada, 2013

208 pp. 17 €

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A diferencia de otros tiempos verbales, el infinitivo tiene –valga la inconsistencia– una atemporalidad fuera de duda. Ya desde la misma ortodoxia gramatical, la autoridad de la lengua sentencia que, dentro de las posibilidades que admite la flexión de los verbos españoles, el infinitivo es precisamente una forma infinita, no personal. El uso de los infinitivos como categorías léxicas es tan amplio como quepa en el orden argumentativo del discurso e invita en gran medida a la universalidad. Todo esto le viene como anillo al dedo al último libro que Miguel Aguiló ha entregado a la imprenta, con un título que sólo en primera instancia parece remitir a un contenido elemental o introductorio dentro de la producción temática encuadrada en el campo de la ingeniería: Qué significa construir. Claves conceptuales de la ingeniería civil. Pues bien, este libro ni constituye una primera aproximación a su sujeto lógico, construir, ni, desde luego, muestra en lo escrito concesión alguna a la elementalidad que buscaría quien simplemente desease familiarizarse con el tema.

Es cierto que se trata de un texto orientado hacia lo esencial del arte de construir, pero nada tiene que ver con las consabidas exégesis en torno a lo llamativo de las obras de ingeniería que suelen distraer el juicio de sus receptores más que ayudar a formarlo. Aquí se sitúa Aguiló nítidamente en el terreno del ethos más que en el del pathos, aunque la exposición de estas ideas suyas no deja de apoyarse en cierto recurso a la dramaturgia del contexto que envuelve inevitablemente las obras. Un libro como este no deja de ser, por otra parte, una especie de puesta en escena de un núcleo central de ideas. Si posee una utilidad clara es precisamente la de ejercer de guía del ojo atento de quien, al ver una obra, busca significado antes que entusiasmo fácil o la crítica quejosa de sus «externalidades», esto último siguiendo la moda. Es cierto que lo visible y lo «externo», sea real o imaginario, pesa cada vez más en los artefactos que produce la ingeniería civil, denominados genéricamente «obras públicas» en la tradición de la ingeniería y hoy con el desagradable término de «infraestructuras» por los burócratas de la economía. Pero si estas obras merecen atención pública no es por ser grandes y llamativas, sino porque son piezas de un contexto organizado y tienen un sentido preciso dentro de él, aunque ni lo uno ni lo otro sea a todas luces evidente.

Este libro de Miguel Aguiló da la impresión de ser más el resultado de una reflexión madurada sucesivamente por acumulación de perspectivas personales, posiblemente compartidas con otros, que un intento expresamente intencionado de ejercer pedagogía. En ciertos aspectos, y salvando distancias y distancias, recuerda a la recolección de ideas que obligadamente debían poner por escrito aquellos maestros de la primera Bauhaus, cumpliendo un requisito impuesto por Walter Gropius que hizo posible elaboraciones de valor programático indiscutible, como los escritos teóricos de Kandinski o Klee, entre otros artistas. En este caso, y como decía antes exceptis excipiendis, la motivación de escribir suponemos que reside en una disciplina voluntariamente autoexigida por parte del propio autor. Bien sabemos lo capaz que es de ello y, desde luego, práctica no le falta.

«Construir es para el hombre su manera de ser-en-el-mundo», explica Aguiló parafraseando así a Heidegger en los prolegómenos del libro. Con ello el autor no hace más que anticipar significados concretos de lo que podríamos decir que son formas más específicas de ejercer esa actividad en cierto modo demiúrgica, de genio ordenador del territorio, que constituye nominalmente el quehacer del ingeniero civil. Así es como construir en el mundo se expande con una rica selección antológica de infinitivos que sitúan con mayor precisión las artes constructivas en el contexto propio de la ingeniería. De esa manera se encontrará el lector con una elaborada articulación de meditaciones sobre lo que supone y significa, es decir, sobre el sentido que poseen: extender con el camino; salvar con el puente; elevar con la estructura; atemperar con obras hidráulicas; proteger con el puerto; potenciar con la energía; y convivir en la ciudad. Siete acciones a fin de entender el mundo rehaciéndolo.

Hay un ánimo en el uso del infinitivo que se advierte al ponerse manos –ojos, más bien– a la obra, y no es otro que el que supone profundizar en el sentido de actos que, aunque pueden parecer corrientes, exigen del autor un esfuerzo nada baladí de codificación para acotar y centrar el campo semántico. Bien se nota que ello ha sido posible tras años de observaciones y estudios, recogiendo la evolución histórica de los conceptos y objetos referidos en el libro para elaborar una determinada visión, tan inusual como apropiada, del curioso mundo de la ingeniería. En sus propias palabras, «relacionar el discurso de lo construido con las raíces primordiales y los conceptos universales de nuestra existencia y nuestra cultura».

El libro está colmado de datos interesantes y observaciones que no lo son menos. El contenido es denso e intenso, y el texto mantiene una relación con las ilustraciones muy cuidada, ya que resulta determinante en cuanto a su legibilidad y provecho. La apoyatura filosófica es notable, aunque puede decirse que con un trasunto quizá más metafísico que orientado a la transformación dialéctica del mundo que algunos creemos que practica la ingeniería. En ese sentido se echa en falta a Marx, quien, a pesar de sus errores, ha sido quizás el único filósofo moderno que abogó por la técnica y, de hecho, la recriminación que este hizo a sus colegas filósofos en sus Tesis sobre Feuerbach apuntaba inequívocamente a la necesidad de superar la incapacidad de la filosofía para cambiar el mundo. Ortega, que quizá fue demasiadas cosas aparte de filósofo y, como tal, sin un sistema propio, tampoco aparece en el libro y adoptó, sin embargo, un punto de vista certero en su interpretación de la técnica como una forma especial y muy intensa de humanismo, ya que, según el ubicuo pensador la ingeniería, refleja muy notablemente la voluntad del hombre por cambiar su circunstancia, uno de los hechos diferenciales más acusados de la especie.

En lo que respecta al contenido de Qué significa construir, y teniendo en cuenta que el autor es ingeniero de Caminos, Canales y Puertos, haremos una breve mención precisamente a lo que se dice en el libro sobre cada uno de esos tres tipos de obras, emblemáticas para su profesión y esencialmente públicas. Así, explica Miguel Aguiló que el camino da forma a una amplia variedad de acciones: serpentear, extender y conectar, saltar, rectificar, revolverse, salvar, tensionar, penetrar o cambiar, entre otras. Cada una de ellas despliega sus formas y sus artefactos específicos, rampas y curvas, puentes y túneles, desmontes y terraplenes. Existe una geometría del camino que es mucho menos conocida y glosada que la geometría de la estabilidad elástica de las estructuras o la geometría ornamental de lo arquitectónico. La geometría del camino es, sin embargo, más rica en escalas, sutil en conceptos e ingeniosa en la efectividad. En la gran escala rige la geometría de las líneas alabeadas, donde el ingeniero sabiamente modula el uso de curvatura y torsión en función de la orografía del medio físico y de las características cinemáticas del medio de desplazamiento, generando formas de elegante tersura en planta y perfil longitudinal. En la mesoescala, el conocedor informado apreciará la complejidad del diseño geométrico que se plasma en la intrincada nudosidad de enlaces e intersecciones, mientras que el espectador corriente no dejará de percibir la impronta de los puentes, o lo que de sublime hay en la morfogénesis del terreno que la acción constructora desvela con su herida en las laderas: orden tectónico en estratos y pliegues, o la franqueza bruta de las rocas sin meteorizar, maravillas de las formas naturales que oculta el relieve. En la menor de las escalas siempre puede observarse la minuciosidad de la textura de los firmes carreteros o la inteligencia estructural simple pero expresiva de la bionda, y también experimentar la hibridación sensorial que emana del uso de materiales y formas en el camino ferroviario: brillo del metal en catenaria y vía, rotundez del hormigón en traviesas, aridez del balasto.

Citando ahora a nuestro autor a partir de algunos fragmentos, quizá los más explícitos de su nada trivial discurso sobre las obras hidráulicas, aunque los más sugerentes para el afán hermenéutico: «Acompasar el fluir irregular del agua: aprovechar, evacuar, trasladar, almacenar, conducir». El agua viene traída a este punto de la mano de un invento temporal, el ritmo, que es la acomodación del flujo en el tiempo; y del compás, que no es sino una entidad métrica formada por unidades de tiempo, clave de la atemperación señalada en el libro. El ritmo, creación del intelecto humano que da estructura perceptiva e inteligibilidad al flujo y lo organiza mediante pulsos y acentos. Se sitúa aquí a la ingeniería del agua, inteligentemente y con una sensibilidad notable hacia el acervo referencial que supone el paisaje, en relación directa con los grandes ritmos y ciclos de la naturaleza.

Finalmente, en lo que se refiere a las obras de abrigo por excelencia, los puertos, puntos de frontera y, por tanto, «de tensión, de nostalgia, de encuentro con la incertidumbre, del límite con el más allá y de tantas otras sugerencias de liberación». Lo cual no deja de resultar un contrapunto en cierta medida sorprendente a esa misión protectora, casi maternal, que le conceden al puerto sus diques rompeolas, espigones y demás estructuras de resguardo frente a la energía estocástica y perturbadora de oleaje y corrientes.

En resumen, el libro plantea una aproximación por siete puntos de ataque que concurren en el sentido de construir con voluntad manifiesta de rebasar con creces la acepción funcional corriente de ese acto humano. Sin negar que existe algún tipo de confrontación, o al menos de oposición, con el estado originalmente natural –no construido o menos construido– de un lugar, construir se redime frente a los ojos y la inteligencia del lector por medio de la direccionalidad del lenguaje y el poder simbólico que Miguel Aguiló atribuye a sus signos y representaciones. Pensamiento y palabra se unen en la elaboración de un discurso solvente más allá de los diáfanos límites de la pura lógica compositiva: la ingeniería civil hecha verbo(s).

César Lanza es ingeniero.

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