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Los señores cabalgan

Lionel Asbo. El estado de Inglaterra

Martin Amis

Barcelona, Anagrama, 2014

Trad. de Jesús Zulaika

360 pp. 19,90 €

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La decimotercera novela de Martin Amis (1949) cuenta la vida, entre 2006 y 2013, de Desmond Pepperdine, a quien conocemos a sus quince años, mientras por encima de su hombro leemos la carta que escribe con letra y ortografía impecables a un consultorio sentimental. ¿Qué problema tiene el joven Des, estudiante modelo? Está viviendo una aventura con una mujer mayor, enamorado, encantado sexualmente. Hay un aspecto que complica más el affaire: la amante es su abuela materna. De la abuela, Grace, campeona de los crucigramas y fanática de los Beatles, ha heredado el nieto las inquietudes culturales. Y, en ese momento de confesión epistolar, irrumpe en escena el héroe, Lionel Asbo, de veintiún años, que se prepara para visitar en el hospital a un pobre descalabrado. ¿Practica Lionel las obras de misericordia? No. Practica la venganza. Después de que Lionel le abriera la cabeza, el herido se ha permitido denunciarlo.

Lionel es hijo de la abuela incestuosa y tío de Desmond. Adoptó el apellido Asbo para celebrar el honor de merecer con sólo tres años de edad una ASBO (Antisocial Behaviour Order, creación legal del Gobierno de Blair contra las conductas antisociales y en prevención de la delincuencia juvenil). Ancho y profundo, tipo Rooney, el delantero centro del Manchester United y de la selección inglesa, tiene un don natural para la violencia compulsiva. Presidiario habitual, domina el arte de destrozar cosas y pegar palizas. Se dedica a la extorsión y al cobro de deudas, ayudado por dos pitbulls, tan psicópatas como su amo. Ha descubierto que un adolescente se acuesta con su madre, Grace, de treinta y nueve años, y ha jurado matarlo en cuanto sepa quién es. El encargado de averiguarlo será su sobrino Desmond, que para él es como un hijo. La situación parece tomada de un clásico de la novela criminal, El gran reloj, de Kenneth Fearing: un millonario homicida encarga a un empleado que localice al único testigo del crimen, y el testigo es el empleado.

La acción transcurre en Diston (¿el nombre viene de distopía, de Malsitio?), barrio imaginario de Londres, donde el ruido es tanto que provoca sordera, neurosis, ataques cardíacos y abortos: las máquinas se suman a los seres humanos, las alarmas al retumbar de las demoliciones. «En un gráfico internacional de expectativas de vida, Diston aparecía entre Benín y Yibuti (cincuenta y cuatro años para los hombres y cincuenta y siete para las mujeres)… En un gráfico internacional de tasas de fertilidad, Diston aparecía entre Malawi y Yemen (seis hijos por pareja o por madre soltera)», informa el narrador. La madre y abuela Grace ha tenido siete hijos, cada uno de un padre, cinco que llevan los nombres de los Beatles, contando al protobeatle Stuart Sutcliffe, y dos más: Lionel y Cilla, difunta madre de Desmond, el único negro en una familia de blancos, huérfano que sólo ha visto una vez a su padre, por casualidad, borracho en un banco, inconsciente. Su madre también lo vio sólo una vez y a la misma edad que lo conocería su hijo: a los doce años. Este es el mundo de Lionel Asbo, Diston, donde las calles llevan nombre de personajes de novelas de Dickens. 

Podría decirse que Desmond Pepperdine pertenece a la estirpe de los huérfanos dickensianos, desamparado y frágil en un ambiente adverso. Su protector, tío y padre en funciones, Lionel, es su principal amenaza, incluso cuando el matón profesional gana en la cárcel ciento cuarenta millones de libras a la lotería con un boleto robado a otro preso y rellenado por su sobrino, el perfecto colegial. Asbo, hasta entonces politoxicómano bestial, saludable e indestructible, padecerá el efecto arrasador de la sobredosis de dinero: su fortuna enriquecerá esencialmente su maldad, su mezquindad incalculable, su brutalidad opulenta. Martin Amis se ha especializado desde los años ochenta en fabular en torno al dinero advenedizo. Dinero (1984), la primera novela de la trilogía que continuó con Campos de Londres (1989) y La información (1995), giraba entre Nueva York y Londres, Thatcher y Reagan, en un torbellino de pasión monetaria, dinero pornográfico y rápido como comida basura, sexo y dinero espasmódicos como videojuegos. Habrá quien, leyendo a Amis, sienta nostalgia de los tiempos en que la riqueza era de toda la vida, tenía tradición y raíces, hija de la nobleza de sangre o de la intrepidez laboriosa. En la época ASBO, por decirlo así, la preeminencia en todos los campos de la vida pertenece a lo sensacional, a lo caprichoso, a lo inmoral, a lo especulativo, todo mezclado –dinero, sexo, fama, escándalo y crimen–, todo gratuito, en el sentido de arbitrario y sin fundamento.

Esta es, por lo menos, la visión que difunden los medios de información sensacionalistas. Martin Amis trabaja sobre una paradoja: critica el gusto por el sensacionalismo disparatado cultivando el disparate sensacionalista, esencial en la lógica narrativa de Lionel Asbo. La trama desquiciada aprovecha el atractivo de lo grotesco, de lo irreal o monstruoso, de lo exagerado: Amis cultiva la sátira. A lo largo de su carrera, se ha reído de los hippies, de los gamberros, de las costumbres sexuales de su generación, del retroceso público de las clases altas, de la permanente decadencia universal. La sátira necesita un mundo al que morder, cuanto más feo mejor, y Amis elige malvados a los que ridiculizar y ridículos de los que reírse, y festeja la suerte de vivir en una época degenerada, repulsiva como el patético multimillonario Lionel Asbo.

Amis publicó en 1996, en la revista The New Yorker, un relato que anticipaba el subtítulo de Lionel Asbo, «El estado de Inglaterra», ahora incluido en el volumen Mar gruesa (1999, Anagrama, con traducción de Jesús Zulaika, también heroico traductor de la novela que comentamos). En ese cuento, en torno a un próspero portero de locales nocturnos, encontramos una frase que avisa sobre los años por venir, es decir, los tiempos de Asbo y sus estrepitosas hazañas: «Así que, al parecer, clase y raza y sexo ya no contaban (lo mismo que al parecer empezaban a no contar otras cosas, como la edad y la belleza e incluso la educación)». El veinteañero Asbo podría ser una criatura que provocara piedad o compasión, con su odio activo a la educación y a la belleza, es decir, con su negativa a obedecer a cualquier autoridad, decidido a ser idiota a propósito.

¿No podría haber sido una figura moral memorable, parecida a aquel atleta que se negaba a ganar una carrera en La soledad del corredor de fondo? Leyendo sus estropicios, me acordaba de los estoicos, tal como los explicaba Max Pohlenz a mediados del siglo pasado: el estoico, ajeno al teatro del mundo, se niega a ponerse máscaras e, «íntimamente ligado a la ley del logos que debe acatar incondicionalmente, rechaza cualquier constricción externa». No es la ley del logos la que Asbo respeta, sino la de la brutalidad sanguinaria, y, asquerosamente perverso, se convierte en paradigma de las irredentas clases bajas, de imposible redención por muchos millones de libras que se les regalen. Hasta el propio Asbo parece añorar la edad dorada de los terratenientes y de la burguesía imperial cuando se compra una noble mansión sobre la que mandará ondear una bandera de San Jorge del tamaño de un campo de fútbol, y a la que pondrá el nombre de su cárcel londinense preferida.

Existe una tradición de historias que cuentan la fortuna imprevista y desgraciada de sus personajes. Citaré una de hace más de cien años y otra de 2005: el pavoroso relato La pata de mono, de W. W. Jacobs, y la novela Remainder, de Tom McCarthy, en la que un objeto caído del cielo deja al protagonista y narrador sin memoria después de fracturarle el cráneo. El accidentado recibirá una indemnización de ocho millones y medio de libras, que, como en Lionel Asbo, crecerán gracias a especulaciones e inversiones diversas, para acabar en juegos caprichosos de recuperación del tiempo perdido y desembocar en un desastre criminal. La anécdota del impacto transformador tenía un antecedente que nos interesa: en Perro callejero (2003), de Martin Amis, Xan Meo cambiaba radicalmente como consecuencia de una lesión cerebral producida con una porra, y se convertía en un anticipo de Asbo.

Pero la sustancia de Lionel Asbo. El estado de Inglaterra no es la fábula sobre los caprichos de la fortuna y la fatalidad del destino, sino la sátira contra la nueva riqueza o, quizá con más precisión, contra la pérdida de antiguas jerarquías que, en última instancia, se basaban en la propiedad de capital y bienes raíces. Los nuevos propietarios son imprevisibles y pueden ser peligrosos. La prueba cómica, de risa, es Asbo, que con poco más de veinte años ya es todo un millonario y todo un asesino, además de ser un imbécil muy famoso. Para destacar la perversión de estas nuevas figuras despreciables, Amis recurre al sobrino de Asbo, Desmond, su antítesis, un muchacho modélico, que, a pesar del ambiente en el que se cría, va al colegio, saca matrículas, llega a la universidad, estudia criminología y periodismo, es periodista de sucesos, funda una familia y tiene una mujer y una hija maravillosas.

Tom Sutcliffe, en un artículo publicado en The Independent el 16 de junio de 2012, no relacionaba a Amis con Dickens, sino con William Hogarth: las vidas paralelas y antagónicas de Desmond y Asbo reproducirían el esquema de las ilustraciones hogarthianas sobre el buen y el mal aprendiz, el vago y el laborioso. Baudelaire, el 15 de octubre de 1857, en el periódico Le Présent, definía a Hogarth como «brutal y violento, pero siempre preocupado por el sentido moral de sus composiciones, moralista ante todo», y caracterizaba a los caricaturistas ingleses en general con los siguientes rasgos: «violencia y amor por lo excesivo; manera simple, archibrutal y directa de plantear el asunto». Concluía: «En materia de caricatura, los ingleses son ultras».

La ultrabrutalidad de Asbo alcanza el límite cuando dirige su venganza contra la hija de Desmond, echándosela a los pitbulls, metonimia de su amo. En la novela resuena incesantemente el estribillo que precede sus distintas partes, «¿Quién dejó entrar a los perros? ¿Quién, quién?», eco de Who let the dogs out?, una canción de los Baha Men, en la que se repite como un ladrido Who, who? ¿Quién dejó entrar a un tipo como Lionel Asbo? Y parece que las cosas van a peor: Lionel sufre al final la decepción de que una niña supere su récord de precoz peligrosidad social durante unos meses: ¡a los dos años ya ha merecido la pequeña prodigio una ASBO! En todo caso, aunque los perros ladren, ¿dejan los señores de cabalgar?

Justo Navarro ha traducido a autores como Paul Auster, Jorge Luis Borges, T. S. Eliot, F. Scott Fitzgerald, Michael Ondatjee, Ben Rice, Virginia Woolf, Pere Gimferrer y Joan Perucho. Sus últimos libros son Finalmusik (Barcelona, Anagrama, 2007), El espía (Barcelona, Anagrama, 2011) y El país perdido. La Alpujarra en la guerra morisca (Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2013).

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