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Un europeísta convencido

Leopoldo Calvo-Sotelo y Europa. Historia de una convicción política y económica

Jorge Lafuente del Cano

Madrid, Sílex, 2017

410 pp.

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Durante décadas, el género biográfico tuvo en nuestro país pocos cultivadores, dedicados los historiadores a desentrañar las estructuras económicas, demográficas y sociales, descuidando el valor intrínseco de la persona como artífice del proceso histórico. Esta postergación provocó la ausencia de monografías sólidas sobre muchos de los protagonistas de la historia contemporánea de España, un vacío que, poco a poco, va colmatándose. En efecto, y por fortuna, desde los años noventa, coincidiendo con una cierta crisis de las formulaciones marxistas de la historia, volvieron a los anaqueles de las librerías estudios biográficos de gran valor, una tendencia que continúa hasta nuestros días.

El caso que nos ocupa es un ejemplo sobresaliente. La figura de Leopoldo Calvo-Sotelo no había recibido hasta el momento la atención que merecía un ministro, vicepresidente y presidente del Gobierno de España en aquellos años de aceleración histórica. Un estudio de esta envergadura ha sido posible gracias al trabajo concienzudo en el archivo personal del biografiado, además de otras incursiones en los de los Ministerios de Asuntos Exteriores, Presidencia, Archivo General de la Administración, así como en otros particulares, si bien, sin duda, ha sido la riquísima documentación proporcionada por un hombre ordenado la que ha permitido reconstruir su recorrido europeísta.

Jorge Lafuente ofrece en un primer capítulo el entorno familiar en que creció nuestro personaje, insertando en los primeros años de su formación el origen y desarrollo de su vocación europeísta, a la que tampoco fueron ajenos sus años de vinculación profesional con el Banco Urquijo. No se demora en las peripecias personales, sino en cómo su contexto vital influye en su pensamiento y en sus convicciones. Hombre de formación técnica como ingeniero, pero lector empedernido de los noventayochistas –y, cómo no, de Ortega y Gasset, que planeará a lo largo de su vida como una influencia constante–, su trabajo en el Urquijo y su dominio de varios idiomas le permitieron recorrer Europa y conocer de primera mano los logros, y también los desafíos, a que se enfrentaban los países comunitarios.

En 1971 llega a las Cortes después de algún intento previo; allí entra en contacto directo con el ambiente de final de una época, en los prolegómenos del cambio de régimen, aunque su gran oportunidad le llega con la cartera de Comercio en el primer Gobierno de la Monarquía. Ocupará el puesto seis meses, hasta que en julio de 1976, ya dentro del gabinete de Adolfo Suárez, accede a Obras Públicas. Al respecto, Lafuente demuestra cómo, en el desempeño de estos cargos, Calvo-Sotelo se interesará constantemente por la cuestión europea, procurando aportar esta dimensión en ámbitos en principio puramente domésticos. El ministro obraba en consonancia con el anuncio que había hecho la Comisión Interministerial para las Relaciones con las Comunidades Europeas de que una de las primeras acciones en política exterior del Gobierno de Suárez fuera la presentación de la solicitud de adhesión de España a las Comunidades –con la petición formal de inicio de conversaciones–, tal como sucedería el 28 de julio de 1977. La propuesta fue muy bien recibida en Bruselas, pero no tanto en París. Es conocido cómo, para contrarrestar la influencia negativa de Francia, Adolfo Suárez visitó a los jefes de Gobierno comunitarios y logró, en septiembre de aquel año de 1977, que el Consejo de Ministros de la Comunidad Económica Europea admitiera la solicitud de adhesión. Precisamente designó a Leopoldo Calvo-Sotelo para coordinar y favorecer la posición española ante las autoridades comunitarias.

En nuestra opinión, los cuatro capítulos siguientes, dedicados a su vinculación con la Unión de Centro Democrático y a la labor desempeñada en el Ministerio para las Relaciones con las Comunidades Europeas, suponen una valiosísima aportación al conocimiento de un organismo apenas estudiado, pero de enorme importancia para desentrañar las vicisitudes del proceso de negociación con Bruselas. Queda patente cómo, a lo largo de algo menos de tres años, la actividad desplegada por Calvo-Sotelo y su equipo fue extraordinaria. Había que discutir con las instituciones comunitarias al mismo tiempo que se debatía con los grupos económicos y con las fuerzas políticas y sindicales españolas y se daban las explicaciones oportunas a una opinión pública con escaso o nulo conocimiento sobre qué podía suponer la adhesión; todo ello en unos años de profundos cambios en el país. En esta etapa crucial, que comienza en febrero de 1978, se pone al frente de un ministerio que, como titular, él mismo diseña. En él forma a un equipo al que Jorge Lafuente saca del anonimato para mostrarnos todo un elenco de grandes profesionales, excelentes conocedores del tema europeo y de filiaciones ideológicas distintas que, con el tiempo, se convertirían en altos responsables de importantes parcelas de la política española: entre ellos, Pedro Solbes, Matías Rodríguez Inciarte y Carlos Westendorp.

Para el ministerio definió Calvo-Sotelo una estrategia bien pensada, con dos líneas principales de actuación. Una de ellas, de cara al interior, buscaba despertar el interés de los españoles por los beneficios que la adhesión a la Comunidad Europea podía aportar a la vida cotidiana. Calvo-Sotelo tuvo mucho que ver, y bien lo demuestra esta obra, en cómo los gobiernos de la UCD legitimaron en buena medida su acción de gobierno –y, por tanto, muchos de los sacrificios impuestos a importantes sectores de la población española–, haciendo valer las exigencias derivadas de la pertenencia a las Comunidades por encima de intereses a corto plazo. Así, la transición democrática quedaba unida indefectiblemente a la integración en el club de Bruselas.

La segunda línea de actuación estaba orientada al exterior con el fin de desarrollar encuentros con las autoridades comunitarias, así como con las de los países miembros. Había que dar a conocer la realidad española, los profundos cambios que venían produciéndose desde la muerte del general Franco, con el objetivo de romper prejuicios y mostrar las potencialidades de nuestro país. Para ello mantuvo, a lo largo de 1978, numerosos encuentros, acompañado siempre de Raimundo Bassols, jefe de la Misión de España ante las Comunidades Europeas y uno de los protagonistas de los encuentros y desencuentros entre Madrid y Bruselas desde los distintos cargos que desempeñó al respecto de 1971 a 1982, como refleja en su magnífica obra España en Europa, publicada en 1995.

Los años en la calle Trinidad, sede del Ministerio, destacaron por la capacidad de sus moradores para el diálogo y la negociación en un sentido pleno –lejos del modo en que ambos términos se han vaciado de contenido en la actualidad– desde que esta se inició en febrero de 1978. De la capacidad técnica y la habilidad diplomática del grupo dan muestras sobradas estos documentados capítulos. Incansable viajero por las capitales europeas, Calvo-Sotelo intensificó los contactos con responsables políticos, muy especialmente con los franceses, pues París centraba el rechazo a la adhesión de nuestro país por motivos de interés nacional, en alguna medida comprensibles, dada la presión de algunos sectores sociales, como el agrario. En efecto, en el conocido en la prensa como «giscardazo», asestado en junio de 1980, el presidente Valéry Giscard d’Estaing defendió ante la Asamblea de Cámaras Agrarias la necesidad de que la Comunidad concluyese con éxito la primera ampliación antes de iniciar el camino de la segunda. El impacto fue muy acusado y, ante un acontecimiento siempre citado por la historiografía de la Transición, el autor matiza, mediante el análisis de la documentación, lo que es ya conocido, prestando atención a los planes trazados por el ministerio para neutralizar el golpe. Fue para el ministro un momento muy difícil, coincidente en el tiempo con la crisis de la Unión de Centro Democrático, pero también con su llegada a la vicepresidencia económica del Gobierno, un nombramiento estrechamente relacionado con su infatigable labor para acercar España a Europa.

El 26 de febrero de 1981 tomaba posesión como presidente del Gobierno. En el debate de investidura resaltó: «Existen [para la integración], claro está, dificultades de orden económico, pero quiero reafirmar el carácter eminentemente político de nuestra opción europea, que constituye, ante todo, un objetivo histórico de primera magnitud. Además de nuestra presencia activa en el Consejo de Europa, ese objetivo se cumplirá mediante nuestra integración en el Mercado Común». Por tanto, en el momento de iniciar su mandato, no olvidó, ni mucho menos, mencionar expresamente una de sus grandes metas como gobernante. Tras la accidentada llegada al palacio de la Moncloa, el autor refiere cómo la línea prioritaria del Gobierno, máxime después del intento de golpe de Estado, consistió en anclar la estabilidad del país en el desarrollo de una política exterior que lograse cuanto antes la incorporación de España tanto a la OTAN como a las Comunidades Europeas, ya que para el presidente no cabía contemplar una sin la otra. Por todo tipo de motivos (estratégicos, económicos, etc.), la pertenencia a la Alianza y a la Comunidad Económica Europea formaba parte de una misma dimensión política, de la proyección que España debía presentar en Europa y en el mundo.

El retorno a la legalidad constitucional fue celebrado por las autoridades comunitarias e, incluso, el Parlamento Europeo aprobaría, el 13 de marzo, una resolución de apoyo a la España democrática que instaba a la Comisión y al Consejo a tomar las medidas necesarias para acelerar la adhesión. En efecto, a lo largo del último semestre del año se pusieron sobre la mesa algunas de las cuestiones más problemáticas, entre ellas las relacionadas con la agricultura y el sistema aduanero. Estos logros en política exterior, además de los avances en cuestiones internas, muy destacados también en aquel corto pero intenso período de su presidencia (Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico, nueva ley educativa, etc.), quedarían en buena medida diluidos –por una razón clara: la abrumadora derrota de la UCD en las elecciones de octubre de 1982– hasta que estudios históricos rigurosos como el presente han recuperado la trascendencia de la labor de Calvo-Sotelo.

Si todo invitaba a pensar que pronto concluirían los preparativos, después de tan larga espera, en junio de 1982 Francia volvió a la carga, en este caso de la mano de François Mitterrand. Una vez más, las añagazas dilatorias, que tantos disgustos ocasionaban al equipo negociador español y a su presidente del Gobierno, conseguían retrasar lo que parecía inevitable, aduciendo el Elíseo la necesidad de estudiar el impacto que la incorporación de España y Portugal podría tener en la Comunidad Económica Europea y solicitando, en consecuencia, un nuevo estudio complementario a la Comisión. La despedida política de Calvo-Sotelo estuvo en consonancia con su trayectoria, pues tuvo como colofón el ser elegido europarlamentario: nada mejor para continuar haciendo Europa, ahora desde Bruselas.

En definitiva, el magnífico estudio de Jorge Lafuente presenta a su protagonista no sólo como técnico de excelente formación, sino como hombre de pensamiento inquieto, siempre interesado por la política activa. Nadie mejor que él –y, si no, leamos la Memoria viva de la Transición, publicado en 1990– para hacernos entender el difícil pero necesario encaje entre, por un lado, los principios y valores del europeísmo y la civilización europea y, por otro, la cotidianidad de las discusiones, por ejemplo, sobre el carbón y la pesca, un encaje a veces contradictorio, pero signo evidente de cómo había que avanzar entre la defensa de los intereses nacionales y la del marco europeo. La historiografía debía dar una explicación razonada, no meramente teleológica, de cómo la década comprendida entre 1975 y 1985 implicó una participación española en las relaciones internacionales de desconocida intensidad y reconocimiento creciente. En este contexto, la fuerza movilizadora del ideal europeísta desempeñó un papel fundamental no sólo en la política exterior, sino en la propia reinstauración de la democracia en España. Calvo-Sotelo estuvo en el meollo de este proyecto, y así lo reflejan sus contribuciones teóricas y, sobre todo, su praxis política.

Cuando la nave de la Unión Europea se debate por mantener el rumbo en las procelosas aguas del populismo creciente, del Brexit, de la desafección ciudadana, resulta reconfortante encontrarse con libros como el que ha escrito Jorge Lafuente, fruto de su tesis doctoral, que nos permite volver al sosiego de la reflexión histórica para recordarnos que, en cualquier tiempo, los obstáculos en el camino han sido constantes, y una buena muestra de ello es el caso de España. 

Ricardo Martín de la Guardia es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Valladolid. Sus últimos libros son El europeísmo. Un reto permanente para España (Madrid, Cátedra, 2015), Konrad Adenauer. Artífice de un nueva Alemania, impulsor de una Europa unida (Madrid, Gota a gota, 2015) y, con Rodrigo González Martín y César García Andrés, Conflictos postsoviéticos. De la secesión de Transnistria a la desmembración de Ucrania (Madrid, Dykinson, 2017). Es coeditor, con Guillermo A. Pérez Sánchez, de La integración europea e iberoamericana. Actualidad y perspectivas en el siglo XXI (Cizur Menor, Aranzadi, 2018).

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