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La política, secuestrada por la economía

La impotencia democrática. Sobre la crisis política de España

Ignacio Sánchez-Cuenca

Madrid, Los Libros de la Catarata, 2014

192 pp. 17 €

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«En el período que va desde 1990 a 2025/2050 escasearán probablemente (en el sistema mundial) la paz, la estabilidad y la legitimidad…» La frase pertenece a un artículo de Immanuel Wallerstein publicado en 1994, recopilado en un libro posterior (After Liberalism, Nueva York, Norton, 1995). No se habían producido todavía ni el ataque a las Torres Gemelas (2001) ni la gran crisis del capitalismo financiero, que estalló con el mismo estrépito y a poca distancia del gran hueco dejado por las desaparecidas torres (2007-2008). Creo pertinente mencionar el pronóstico poco tranquilizador del sociólogo norteamericano para encuadrar el excelente libro de Sánchez-Cuenca. Porque su análisis de la situación económica y política en España se inscribe en el proceso de cambio a escala mundial que anticipaba Wallerstein.

Sánchez-Cuenca examina la crisis española y sale al paso de dos errores demasiado frecuentes entre quienes la comentan. El primero de ellos es la perspectiva «provinciana» –en palabras de Sánchez Cuenca– de quienes se empeñan en no tratar el caso español como lo que es: un episodio más de lo que está ocurriendo en el mundo de hoy. El segundo error es insistir en el carácter endógeno de dicha crisis, al pretender que serían los propios defectos del sistema político español la causa principal de su declive y descrédito. Creo que acierta el autor al criticar ambos errores y celebro la claridad y la solidez de sus argumentos.

Por lo que hace al «provincianismo», Sánchez-Cuenca denuncia las obsesiones por descubrir unas ancestrales características hispánicas que determinarían la existencia de nuestros problemas actuales. Sin embargo, esta perspectiva –comprensible en el regeneracionismo de finales del siglo xix o principios del XX– no lo es a principios del XXI. La ausencia de datos sobre la evolución sociopolítica en otras sociedades permitía entonces hacer análisis aislados y proponer remedios arbitrarios. A día de hoy, en cambio, los estudios económicos y políticos disponibles permiten la comparación entre experiencias y obligan a extraer de ellas explicaciones comunes y mejor fundadas sobre las causas de la crisis. Y también llevan a descartar soluciones más o menos peregrinas para afrontarla. La persistencia de este «provincianismo» suele aparecer entre quienes cultivan la creación novelística o la opinión periodística cuando se aventuran por los caminos del análisis sociopolítico. Utilizan su reconocimiento literario o mediático como argumento de autoridad para impartir gratuitas descalificaciones o para recetar remedios superficiales que no resisten el duro contraste con los datos disponibles sobre lo que está sucediendo en otras latitudes.

Sánchez-Cuenca, por el contrario, adopta un encuadre no desenfocado de la situación. A partir de los datos, pone al alcance del lector lo que sugieren estudios comparados sobre la evolución de las democracias contemporáneas. Desde esta perspectiva, España no es –ni ha sido– tan diferente de como suelen pintarla algunos casticistas. Ni para lo bueno ni para lo malo. ¿Qué nos indican tales estudios? Nos señalan que la pérdida de legitimidad del sistema democrático y de sus instituciones no es un fenómeno específico de España. Le acompañan en esta evolución negativa países con recorrido democrático más prolongado y países que –como el nuestro– lo presentan más breve. Por consiguiente, y sin ignorar matices y acentos en cada caso, hay que acudir a razones comunes y no a motivos idiosincrásicos para explicar esta evolución compartida.

El segundo error que descubre Sánchez-Cuenca es el de quienes atribuyen la mencionada crisis de legitimidad a los defectos del propio sistema político. No se trata de negar la importancia de tales defectos. Pero no hay base para imputarles toda la responsabilidad de la crisis. Estima el profesor de la Universidad Carlos III que dicha imputación es oportunista, porque sirve a sus autores para saldar cuentas con algún rasgo del sistema político actual que interpretan a su manera y que no les gusta: una presunta incompetencia y falta de integridad de todo el personal político, una supuestamente fallida transición a la democracia, una descentralización territorial que nunca aceptaron, o un sistema electoral al que es fácil denunciar como el «sospechoso habitual» de cualquier desmán. No hay duda de que son factores que ofrecen flancos para un juicio crítico. Pero no pueden ser considerados causa principal ni exclusiva de la crisis. Lo revela el hecho de que dicha crisis ha alcanzado también a otros países: con y sin corrupción, descentralizados y centralizados, sujetos a reglas electorales semejantes a la española y diferentes de la misma.

La crisis no se resolverá, por tanto, recurriendo a reformas institucionales, constituyentes o no constituyentes. O, al menos, no sólo ni especialmente con ellas. Acometer reformas de este tenor puede ser necesario y la crisis ofrece, quizás, una buena oportunidad para hacerlo. Pero no erradicarán los factores que han desencadenado la crisis, en España y en los demás países que la padecen.

La tesis que sostiene Sánchez-Cuenca en La impotencia democrática es que el bajo rendimiento y la pérdida de legitimidad del sistema político y de sus instituciones proceden de la crisis económica, de los factores que la han desencadenado y de las políticas con que se ha pretendido remediarla. Hay que mirar, pues, más allá de la arquitectura política vigente para dar con el origen de su declive y, en consecuencia, para aventurar alguna posible solución.

El autor expone ordenadamente los resultados objetivos de la crisis económica a partir de los datos disponibles, todos ellos bien conocidos. Crecimiento desmedido del desempleo, caída de los salarios, pérdida en la calidad del empleo, aumento del desigual reparto entre rentas salariales y rentas del capital, mengua patrimonial de las familias vinculada a la depreciación de la vivienda, incremento acelerado de la desigualdad de rentas, aumento de la pobreza y, en particular, de la pobreza infantil: son realidades medidas en informes oficiales citados por el autor.

Pero añade también a la estadística económica los datos de la percepción social de esta evolución negativa. Destaca la injusticia percibida en la distribución social de los costes de la crisis, con el enriquecimiento acumulativo de los ricos y el empobrecimiento agudo de los pobres: un «efecto Mateo» de importantes consecuencias para la cohesión social. Son consecuencias tanto más disolventes cuanto que las llamadas «políticas de ajuste» han dañado de manera muy negativa el salario social percibido mediante prestaciones de servicios públicos (educación, sanidad, dependencia, etc.) destinados a las rentas más bajas.

Se hace, por tanto, más hiriente el contraste entre esta limitación de recursos públicos para los más damnificados por la crisis y el generoso auxilio dedicado a salvaguardar la posición de las entidades financieras, beneficiadas con inyecciones directas de capital, concesión de avales y otros beneficios fiscales. Sin contar con los préstamos que han obtenido a bajo interés del Banco Central Europeo, empleados luego para especular con la deuda pública emitida por los Estados y obtener así pingües beneficios gracias al diferencial de interés. Las instituciones financieras han obtenido este trato de favor pese a los desmanes que cometieron, mientras que los perjudicados por dichos desmanes no han encontrado apoyo equivalente ni por parte del Estado ni de la Unión Europea.

Es explicable, pues, la reacción irritada de la opinión de la ciudadanía. Una ciudadanía que se ha sentido injustamente tratada y a la vez descaradamente insultada, si se me permite traducir libremente una contundente expresión inglesa. El descrédito de la política, por tanto, procede de su impotencia manifiesta en el tratamiento de la crisis económica y en la injusta distribución de los costes derivados de la misma.

Sánchez-Cuenca añade a todo ello la decepción de una opinión que apenas percibe diferencias entre las alternativas económicas ofrecidas por los grandes partidos con opción de gobernar. Son pocas las diferencias porque su capacidad de maniobra es muy limitada y sujeta al dictado imperativo de otras instancias. Lo afirman los propios dirigentes políticos cuando excusan lo desagradable de sus medidas de gobierno atribuyéndolas a las imposiciones de los «mercados», los economistas expertos, la Unión Europea y otras organizaciones internacionales. Para ellos, la política no puede ser otra cosa que la ejecución fiel de una única receta económica. Pero si la política democrática ya no ofrece la posibilidad de escoger entre proyectos alternativos, ¿cómo esperar que suscite una adhesión razonablemente confiada y comprometida por parte de los ciudadanos?

El autor desarrolla de manera más detallada el argumento de la impotencia de una política capturada por agentes mucho más poderosos que sus instituciones electivas. Como manifestación de dicha captura, Sánchez-Cuenca dedica unas páginas al papel ejercido por la Unión Europea, exponente revelador de la interdependencia económica y política de nuestro mundo. La Unión Europea constituye un buen ejemplo de integración económica, liberalizando y ampliando mercados en pos del «mercado único», pero sin capacidad ni voluntad para avanzar paralelamente hacia una integración política que regulara eficazmente dicho mercado y distribuyera sus beneficios mediante la mutualización de sus sistemas de protección social.

Se ha producido, pues, una severa erosión en la capacidad política de los Estados, pero no se ha constituido una efectiva democracia europea que la sustituya. La deficiente unión monetaria es buena muestra de ello. Hay que ver en esta combinación de «mercado europeo sin autoridad democrática europea» la raíz de la crisis de confianza en la política que los ciudadanos expresan en España y en otros países. Una crisis de confianza que afecta a las instituciones políticas estatales y que también se extiende ahora a las instituciones europeas, tal como revelan las encuestas y los barómetros de la propia Comisión.

Cuando se enfrenta con el futuro, el pronóstico de Sánchez-Cuenca es declaradamente pesimista. En lo económico, subraya la tendencia al estancamiento deflacionario que las políticas de austeridad están generando. Vaticina un agravamiento de la desigualdad, con los consiguientes efectos negativos sobre la confianza social y el compromiso ciudadano. Más situaciones de marginación social y de mayor precariedad laboral no fomentarán energías positivas para el cambio. A la vez, la ausencia de alternativas suficientemente creíbles resta capacidad de movilización política. Tampoco es un estímulo para el optimismo la difícil articulación de nuevos instrumentos que sustituyan a los viejos partidos en sus funciones de mediación entre ciudadanía e instancias de decisión. Por su parte, la irrupción de las redes sociales provoca en nuestro autor un declarado escepticismo sobre su capacidad efectiva para regenerar las relaciones políticas.

La visión de Sánchez-Cuenca coincide con la de otros autores que dibujan un sombrío horizonte «posdemocrático». No en el sentido de alcanzar un estadio de organización sociopolítica superior a lo que hemos dado en llamar democracias occidentales o, más académicamente, poliarquías (Robert Dahl). Al contrario. Se ha señalado que el desarrollo de la globalización económica ha desencadenado un movimiento de reflujo democrático que arrastra a nuestras sociedades hacia situaciones donde se evaporan derechos civiles, políticos y sociales trabajosamente adquiridos en los dos siglos anteriores.

La «posdemocracia» (Colin Crouch, 2004) o la «desdemocratización» (Charles Tilly, 2007) nos llevarían a la ausencia de la democracia tal como se había entendido y articulado hasta ahora: como un equilibrio entre garantía de libertad personal, proyecto de justicia social y participación en las decisiones de interés común. A este laborioso equilibrio le sucedería ahora la combinación de un autoritarismo dominado por tecnócratas con una dualización socioeconómica de sociedades divididas entre el uno por ciento de ganadores y el noventa y nueve por ciento de perdedores.

Sánchez-Cuenca comparte esta previsión pesimista, porque entiende que la tensión permanente entre capitalismo liberal y democracia se ha ido decantando hacia una situación en la que «el sistema económico acaba sometiendo o absorbiendo al sistema político». La Unión Europea –como ya se dijo– sería un ejemplo premonitorio de esta sumisión en la que ocupa el papel protagonista un Banco Central Europeo dirigido por tecnócratas no elegidos y presuntamente independientes.

¿Qué lecciones se desprenden del análisis de nuestro autor? Intento sintetizarlas. Los graves defectos que exhibe el sistema político español tienen causa en el sistema económico. Son compartidos con otros sistemas políticos, porque responden al mismo origen y siguen la misma pauta. Esta evolución compartida conduce –en el mejor de los casos– hacia un sistema político liberal, pero no democrático. Es decir, un sistema capaz de garantizar ciertos ámbitos de libertad personal, pero que impide la intervención ciudadana en la decisión efectiva sobre las prioridades colectivas que vayan más allá de lo local. En consecuencia, sólo la sustitución del capitalismo por otro modelo económico –que por ahora no se vislumbra– permitiría recuperar la senda de la emancipación política de la ciudadanía que contiene el principio democrático. Pronóstico más oscuro, por tanto, que el que nos daba el mismo Ignacio Sánchez-Cuenca en un interesante texto anterior (Más democracia, menos liberalismo, Madrid, Katz, 2010).

Sin embargo, mi opinión es que la aportación del nuevo libro de Sánchez-Cuenca abre expectativas más positivas que las definidas por el propio autor. Porque entiendo que la primera batalla para resistir esta dinámica de retroceso que nos desagrada a muchos es una batalla ideológica. A saber, la batalla por contrarrestar con argumentación clara y potente, como la de este libro, el relato dominante del «pensamiento único» derivado del capitalismo liberal: el relato que condujo al desastre económico que padecemos y que con contumacia irresponsable pretende ahora ofrecernos una presunta solución. El libro de Sánchez-Cuenca se suma al de otros autores en el esfuerzo por desarmar la versión –ingenua o claramente interesada– de que la crisis es sólo resultado de la política y de sus gestores. Cuando, en realidad, ha sido la presión de un determinado modelo económico el que ha marcado el rumbo de la política, de sus instituciones y de buena parte de sus protagonistas. Designar a la política como «chivo expiatorio» de todos nuestros males pretende desviar la atención de la opinión y hacer invisibles a sus principales responsables.

A neutralizar esta potente maniobra de diversión contribuye ciertamente el libro de Sánchez-Cuenca, mediante argumentación bien trabada, documentación sólida y exposición clara. Es un paso importante en esta imprescindible lucha por recuperar terreno perdido en el campo de las ideas, ocupado por la falsa fatalidad del «esto es lo que hay». Tampoco deben desdeñarse en esta línea los intentos que procuran explorar nuevos caminos en la organización de la cooperación económica o en la intervención pública de plataformas, movimientos o colectivos ciudadanos. Es cierto que el camino se prevé largo y accidentado. Tan inestable y tan prolongado como nos señalaba Immanuel Wallerstein al marcar el horizonte 2020-2050 como punto de cierre. Hay tiempo, pues, para seguir explorando e insistiendo. Sin rendirse, como reclamaba Max Weber para el compromiso político de quien –ante fracasos y frustraciones– continúa en su empeño con un «a pesar de todo».

Josep M. Vallès es profesor emérito de Ciencia Política en la Universitat Autònoma de Barcelona. Es autor de Ciencia política. Una introducción (Barcelona, Ariel, 2004) y editor, con Xavier Ballart, de Política para apolíticos. Contra la dimisión de los ciudadanos (Barcelona, Ariel, 2012).

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