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La memoria histórica, las fosas, la cultura, Franco y su cripta

La cripta de Franco. Viaje por la memoria y la cultura del franquismo

Jeremy Treglown

Barcelona, Ariel, 2014

Trad. de Joan Andreano Weyland

376 pp. 22,90 €

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La labor del crítico se desarrolla siempre en un contexto de ideas, tendencias, convenciones e intereses (puros o espurios) que condicionan inevitablemente las valoraciones que efectúa. No obstante, uno de los artificios que todos construimos y sustentamos lleva a establecer como ideal realizable, y a menudo realizado, una disposición de frialdad, casi asepsia, en el examen crítico de cualquier creación, una actitud que recuerda a esas consabidas «suspensiones de incredulidad» con que nos enfrentamos a obras imaginativas. Lo cierto, empero, es que cuando el crítico se enfrenta a cualquier obra dispone de unas informaciones previas y, en función de ellas, tiene ya bosquejada una cierta idea del libro en cuestión y unas expectativas con respecto al autor, así como una determinada disposición con respecto al tema que trata, por no alargarnos ahora en otros aspectos, no siempre menores.

Si reconozco explícitamente estos lugares comunes, es porque considero que son de particular aplicación a este caso. Sabía de la investigación de Jeremy Treglown antes incluso de que se publicara la versión original inglesa del volumen que nos ocupa. Salió hace algo más de un año con el título de Franco’s Crypt. Spanish Culture and Memory since 1936 y, por motivos que no interesan en este momento, no pude leer entonces la publicación. Sí leí, en cambio, con interés por aquel tiempo una reseña de Felipe Fernández-Armesto en The Times Literary Supplement y, poco después, una larga tribuna de Vicente Molina Foix en las páginas de El País. El análisis de Molina, una especie de larga reseña que no se declaraba como tal, llevaba como subtítulo inequívoco «Errores y omisiones en un reciente estudio británico sobre España» y era, en efecto, singularmente crítica, casi hostil, con el trabajo de Treglown. El balance claramente desfavorable que, en opinión del crítico, arrojaba el ensayo del británico quedaba potenciado por los párrafos que se resaltaban tipográficamente («El estudio fracasa por la minusvaloración del papel de la poesía o la confusión sobre el cine». «El autor dedica una línea a Miguel Hernández, pero habla de Massiel o de Cuéntame») y motivó una respuesta dolida del propio Treglown que publicó el mismo periódico en su sección de Cartas al director.

Confieso que el tono de Molina Foix, tan acre y displicente, provocó en mí un efecto opuesto de simpatía hacia el autor, inmediatamente potenciado por los elogios hacia el libro de un escritor, Antonio Muñoz Molina, cuyas opiniones me merecen bastante respeto: «This is the most comprehensive, most perceptive book on Spain that I have read for a long time» (esta misma frase –traducida– aparece también en la contraportada de la edición española). Por si fuera poco, mi propia experiencia investigadora con la bibliografía extranjera sobre los usos y costumbres españoles a lo largo de los siglos –desde los «curiosos impertinentes» a los «nuevos románticos»– me ha llevado desde hace tiempo a valorar e incluso a disfrutar tales aportaciones, no porque juzgue de manera ingenua o acomplejada que la extranjería signifique de algún modo un valor añadido, sino sencillamente porque he podido constatar que con frecuencia la mirada foránea es capaz de aportar elementos de comprensión (el bosque en su conjunto) allí donde la proximidad no nos deja ver lo esencial. En fin, cuento todo esto para perfilar adecuadamente cuál era mi disposición previa a la lectura de la versión en castellano del libro de Treglown y también –¿por qué no decirlo?, aunque sea adelantar ya conclusiones– que mi relativa y matizada decepción final no sólo no obedece a una predisposición negativa sino que, muy al contrario, se ha producido a pesar de que abrí sus páginas con una expectación rayana en la simpatía.

Si insisto en esos pormenores, es porque la tesis del libro es polémica hasta el punto de que, aquí y ahora, aunque menos que hace algunos años, sigue levantando pasiones, gestos viscerales y ademanes radicales, no sólo entre un público ad hoc, enragé, más o menos movilizado, sino incluso entre teóricos y especialistas, empezando –claro está– por los propios historiadores. Por ello quiero dejar bien claro que mi distanciamiento con respecto a Treglown no deriva de lo fundamental, porque suscribo plenamente el principio que sustenta la investigación del autor británico: que la cultura española bajo Franco nunca fue el erial que ha pretendido un importante sector de la oposición al dictador. Si la estimación del libro de Treglown ha de medirse por la robustez con que mantiene y ejemplifica dicha tesis, su valor es incuestionable.

En la línea que suele ser habitual en el ensayismo anglosajón, el susodicho planteamiento se expone y desarrolla en términos más empíricos que especulativos (bien es verdad que a costa de acumular en ocasiones elementos heterogéneos). No obstante, el autor desliza de vez en cuando valoraciones que afectan no sólo a la cantidad y calidad de la producción cultural de la época, sino al hecho mismo de que se hiciera bajo la dictadura. Aquí los suspicaces tendrán otro motivo para la discordia. ¿«Bajo Franco» significa «gracias a Franco» o «a pesar de Franco»? Al comentar el memorándum de José Luis Fernández del Amo sobre lo que debía ser un museo de arte contemporáneo, se pregunta Treglown retóricamente quién podría sospechar que tal propuesta «se escribió no sólo bajo, sino para la dictadura de Franco» (p. 103). Algo más adelante, examinando la cosecha pictórica, comenta el trabajo de cuatro grandes artistas del momento: Eduardo Chillida, Antonio Tàpies, Manuel Millares y Antonio Saura. Artistas, recalca, de celebridad internacional, que «vivieron y trabajaron en la España de Franco» (p. 107). Las mejores películas que se hicieron bajo el régimen, a pesar de la censura, desafiaron la versión oficial de la historia reciente: «en el cine español nunca hubo un pacto de olvido» (p. 219). Por si fuera poco, se subraya en más de una ocasión que muchos de los males que los antifranquistas atribuyeron a la cerrazón de la dictadura estaban lejos de ser específicos de esta: «El control de la industria cinematográfica por el gobierno no fue iniciativa de los nacionales, y tampoco fue exclusivo de España» (p. 232).

Supongo que más de uno piensa a estas alturas que con esos mimbres se construye una visión edulcorada de la España franquista en la línea de cierto revisionismo historiográfico y mediático. Es verdad que se dedican excesivas páginas al fenómeno de Pío Moa (pp. 156-163), pero más como fenómeno sociológico o de arraigo de unas determinadas actitudes políticas que como un historiador serioTreglown lo describe como «un avezado propagandista», urdidor de ardides bien ensayados y como «un funambulista profesional de la cuerda floja» (p. 156).. Pero, por otro lado, el libro se abre y termina en un marco fúnebre, con exhumaciones, fosas comunes y familiares que buscan a sus víctimas (las de la Guerra Civil, naturalmente, o la posterior represión franquista). De hecho, a este tema se dedica una atención desmesurada para un libro que pretende ser básicamente un retrato sociológico-cultural: el capítulo 1, «Mala memoria», tiene como espacio privilegiado el cementerio de San Rafael, en Málaga, que alberga a más de cuatro mil personas «ejecutadas sin juicio previo entre 1936 y 1955». El segundo, «¿Las tumbas de quiénes?», tiene un título tan explícito que ahorra glosa alguna. El tercero trata de otro tipo de tumbas, la de los pueblos sacrificados y sepultados para construir los famosos embalses de la dictadura, «los pantanos del caimán». En el cuarto, como también se indica desde el propio título, «Las criptas de Franco», volvemos a las inhumaciones, pero esta vez a lo grande, para tratar de la necrofilia franquista, con el Valle de los Caídos como asunto central, aunque se abordan otros asuntos colaterales, desde la construcción de un museo local sobre la Guerra Civil en una pequeña localidad andaluza (Almedinilla) a la situación actual del Pazo de Meirás. En total, el lector ha de esperar cerca de cien páginas –casi la tercera parte del texto, descontadas las notas– para que se aborde la cultura española de la época y, aun así, el protagonismo de la guerra en su sentido más dramático –torturas, fusilamientos, atrocidades– es poco menos que asfixiante. De hecho, el decepcionante «Posfacio», lejos de ser una recapitulación o algo parecido a unas conclusiones, da unas pinceladas sueltas que terminan nuevamente en el mismo sitio en que empezó el recorrido: el cementerio de San Rafael.

El último capítulo de la primera parte aborda la producción artística bajo el franquismo tomando como referencia los nombres más señeros o las realizaciones más impactantes desde el punto de vista foráneo, como el Museo de Arte Abstracto de Cuenca («el museo más hermoso del mundo»). Toda la segunda parte está dedicada a determinados campos de la cultura española desde la posguerra a nuestros días, con especial énfasis en la narrativa (a la que se dedican tres capítulos). Otro se ocupa de la historia –también con un protagonismo absorbente de la guerra: de hecho, su epígrafe es «Las guerras de la historia»– y uno más de la producción cinematográfica (con el incongruente título de «Las películas de Franco», cuando la tesis es precisamente que la inmensa mayoría de las películas españolas de calidad fueron «contra Franco»). No vamos a ponernos puristas a estas alturas y hacer recuento de todo lo que falta en este recorrido, como hacía Molina Foix cuando echaba en cara al autor la clamorosa ausencia de toda la cosecha poética del período. Al fin y al cabo, no estamos ante un manual, sino ante un ensayo y, por tanto, debe aceptarse sin cortapisas que Treglown seleccione el material y el registro más adecuado para sus fines. Otra cosa distinta que sí puede y debe juzgarse es si los resultados están acordes con los objetivos propuestos. Y es aquí, me temo, donde surgen más serias dudas acerca de la consecución del propósito.

Entrar ahora en los múltiples errores puntuales, imprecisiones o inexactitudes del texto sería tedioso. Me limito a consignar, sólo a guisa de ejemplo: «hicieron falta tres años para redactar y ratificar la Constitución» (p. 23); el pintoresco uso del concepto de feudalismo (pp. 92-93: «la duquesa continuó haciendo gala de feudalismo»); a Unamuno «en 1939 se [le] había echado de su cátedra en Salamanca por estar del lado equivocado» (p. 118); Picasso en su Sueño y mentira de Franco ataca a éste «por haber destruido la España tradicional» (p. 126). Más grave, desde el punto de vista del paradigma historiográfico vigente, es que Treglown siga sustentando en el fondo la interpretación de la especificidad española: «pese a su integración en Europa», el país es en muchos aspectos «distintivo» o, por decirlo con toda la formulación tópica, «España aún parece diferente» (p. 5). Y más grave aún, en mi opinión, es que una persona de la formación universitaria de Treglown opte, más que por el análisis en profundidad, por el típico formato de crónica periodística: no es ya sólo que mezcle muchas cosas y muy diversas –la guerra y su huella, el cine, Franco, la memoria histórica, las fosas, la literatura, los pantanos, la censura, la Academia de la Historia, etc.–, sino que realiza un batiburrillo entre elementos nimios, anécdotas e incidentes –por una parte– con grandes decisiones políticas, obras maestras o grandes realizaciones culturales –por otra–, sin gradación alguna, como si todo significara lo mismo o se moviera en el mismo plano.

Todo ello no obsta para reconocer que el libro de Treglown contiene no pocas páginas brillantes (sobre todo en su tramo central), certeras intuiciones y una aguda exploración de determinados autores y algunas de sus obras fundamentales (en especial cuando aborda el examen de novelas y películas). Otra cosa distinta es que se discrepe de sus valoraciones, como cuando compara a Gironella con Joyce y Grossman, o a Sánchez Ferlosio con Beckett. Pero, en conjunto, es difícil escapar a un cierto efecto de insatisfacción al acabar el libro. ¿Digno? Sí, pero nada más. Para quien desconozca todo o casi todo sobre España puede ser una aproximación útil. Pero la mirada de Treglown difícilmente aportará algo novedoso al público español. Aunque quizás, en el fondo, todo esto pueda también reducirse a una cuestión de expectativas, como se decía al comienzo de este comentario.

Rafael Núñez Florencio es Doctor en Historia y profesor de Filosofía. Sus últimos libros son Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Madrid, Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo: del 98 al desencanto (Madrid, Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Madrid, Marcial Pons, 2014).

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