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La luz del cuadro

La locura del arte. Prefacios y ensayos

Henry James

Barcelona, Lumen, 2014

Trad. de Olivia de Miguel

424 pp. 23,90 €

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La desdibujada sombra de Henry James en la narrativa moderna se debe sobre todo a su sencilla complejidad, y tal vez a una extraña mezcla de puro raciocinio e inasible conexión con las profundidades inconscientes del espíritu humano. Nuestro autor fue, de entre los grandes novelistas que liquidaron el siglo XIX y se montaron a horcajadas, sin encontrar el centro de gravedad, en el nuevo, el más comprometido en su tarea, el que podía dedicarse en cuerpo y alma a ella sin tener que ganarse el pan, profundizando en el arte de la ficción hasta límites inconcebibles para sus colegas escritores. En los últimos años, James dictó en Rye, su casa de East Sussex, unos prólogos para la nueva edición de sus obras. Entonces se sentía un genio incomprendido y solitario, al modo de Paul Cézanne, haciéndose en su ánimo cada vez más cierta la convicción que ya había descrito en el cuento «La edad madura»: «Vivimos en la oscuridad, hacemos lo que podemos, damos lo que tenemos. La duda es nuestra pasión y nuestra pasión, nuestra tarea. El resto es la locura del arte».  Y es precisamente esa locura, que rastreamos con lupa y, a la vez, alejándonos hacia el fondo de la sala de un museo en los Cézanne, la que despierta un entusiasmo difícil de explicar.  Algo parecido ocurre con las creaciones jamesianas: intuimos que estamos ante las puertas giratorias de la literatura y aguardamos el momento en que nos decidamos a dar el paso y franquear ese viento vertiginoso que nos llevará no sabemos dónde, ya que, en efecto, «vivimos en la oscuridad», y el arte es una espasmódica iluminación que exige tener en todo momento los ojos bien abiertos.

Se diría que hablar de Cézanne a propósito de James parece fuera de contexto. Pero no es así. Henry James recurre una vez y otra en estos reveladores prólogos de sus novelas y relatos a símiles pictóricos: habla de «motivos», composición, veladuras, perspectivas, perfiles, matices. Habla del personaje central y de los secundarios como si les tomase las medidas para encajarlos en un «cuadro». Y, sobre todo, divaga acerca de los intersticios de las distintas capas de «pintura» que la construcción «del» personaje sobre el que giran todas sus creaciones necesitó para darle verdadera vida, para ser cabalmente representado en su verdadera esencia. A veces incluso parece, a juzgar por el modo como se despacha acerca de ese personaje que «es» la novela que James ha escrito (llámese Roderick Hudson, Milly Theale, Isabel Archer o Maggie Verver), que, más que un ser de carne y hueso literario, es un singular accidente geográfico, una suerte de monte, como el Saint-Victoire de Cézanne, acerca de cuya «doctrina» se explayó Peter Handke en un interesante libro. Pero lo que nos llama la atención es su insistencia en la consideración del relato ficcional como un arte que requiere una concentración y una atención desmesuradas, hasta el punto de que, como en su caso, uno sólo pueda de veras obtener resultados satisfactorios con un absoluto «control» (término que emplea en varias ocasiones) de eso que sucede en el espacio intermedio entre la forma y el contenido, entre el estilo y el «tema» o argumento de la obra.

En los últimos años, han ido editándose fragmentariamente los textos que Henry James escribió acerca de literatura, y sobre sus lecturas y autores favoritos, pero pocas veces se habían reunido sus propios comentarios a sus obras.  Esta cuidada y bien anotada edición de Andreu Jaume recoge ensayos ya conocidos como «El futuro de la novela» y «El arte de la ficción», así como textos sobre Flaubert y Balzac, además de una interesante crítica de Middlemarch, la monumental novela de George Eliot. Todos son reveladores de su increíble penetración acerca de los problemas literarios y su insistencia en la necesidad de una crítica seria, responsable, que sea capaz de deslindar con argumentos sólidos y método el mérito o demérito de una novela o un relato. Sobre este asunto, James arremete en «El arte de la crítica» contra el «reseñismo» que, para él, revela «la falta de distinción, la falta de estilo, la falta de conocimiento, la falta de pensamiento». Y recuerda que «la literatura vive, en esencia, en las profundidades sagradas de su ser, del ejercicio y de la perfección cultivada; que, al igual que otros organismos sensibles, es altamente susceptible de desmoralización». Aboga por una crítica profesional que proceda de «fuentes sagaces, de la eficiente combinación entre experiencia y perspicacia». Esa crítica le fue en gran parte negada, de ahí su desmoralización final y el motivo de que James escribiera esos ocho prólogos a sus obras, desde Roderick Hudson hasta La copa dorada. En ellos destila esa «locura del arte» que animó su vida y brilla en sus novelas y relatos. Son piezas excepcionales, pues rara vez un autor se molesta en hacerlo, y ni siquiera es capaz de descender al detalle de sus personajes y construcciones narrativas. Y aquí vemos a James autocriticarse con buen humor y sana ironía, darse palmadas en el hombro, analizando con un extraño desapego y objetividad el trabajo realizado durante años. Es cierto que su estilo digresivo a veces nos hace perder el hilo y nos obliga a esa «atención» que el «maestro» –como lo llamaron sus amigos Conrad y Ford Madox Ford, un nombre que el irlandés Colm Tóibin recogió en el título de su novela sobre James– exigía siempre a sus lectores. También lo es que nos gustaría saber más de las fuentes experimentales de sus personajes, algo que él toca muy de pasada, con exquisita discreción. Sin embargo, lo que James nos ofrece en cada prólogo es de gran calado crítico. Nos conecta con el centro de su metódica y controlada «locura» cuando dice que «el héroe de ficción logra atraernos sólo si es un ejemplo insigne, tan insigne como queramos, de nuestra propia forma de conciencia». Nos revela lo complejo que es el trabajo entre bambalinas para lograr esa «intensidad, lucidez, brevedad, belleza» que él quería lograr. Para ello se presta, entre otras cosas, a «dar todo el sentido sin mostrar toda la sustancia y toda la superficie, y resumir y sintetizar de tal manera que los valores se enriquezcan y agudicen». En Retrato de una dama, James aspiraba a «conseguir el máximo de intensidad con el mínimo de tensión».  Al comentar la génesis de Otra vuelta de tuerca, novela breve de la que estaba muy satisfecho, como en general de la mayoría de sus narraciones, señala que el efecto final surgió de «un vivísimo interés por la sugerencia y el proceso de oscurecimiento». Al Hablar de La lección del maestro, se convierte en  «inteligente pintor de la vida» para hacer de «lo plano, prominente;  lo enmarañado, claro; lo común, graciosamente extraño». Y formula un principio que trata de seguir en su escritura: «La elaboración económica de casi cualquier cosa es la vida misma del arte de la representación». Y su objetivo es la «evocación nítida» que construye la «historia»: «el agrupamiento de las situaciones humanas que esperamos que se muestren».

En el fondo, lo que vemos al leer estos prólogos es que Henry James aspiraba a arrojar una luz distinta, original y a la vez cautivadora a sus cuadros humanos. Si lo logró o no depende de la capacidad del lector para ver y sentir esa luz que él buscó con tanto ahínco. Hay momentos en estas páginas, que han de leerse sin prisas y sin impaciencia, como sus novelas (James siempre requiere varias lecturas, igual que una buena pintura reclama la mirada en el tiempo), en que demuestra el deleite que pudo experimentar en ese proceso tan consciente y, a la vez, tan misterioso. En un pasaje confiesa: «Es en ese momento cuando, con las púas de la conciencia más largas y firmes, atrapo y sostengo el asunto palpitante; ahí es, sobre todo, donde encuentro la invariable luz del cuadro».

José Luis de Juan es escritor. Sus últimos libros son Campos de Flandes (Barcelona, Alba, 2004), Sobre ascuas (Barcelona, Destino, 2007) y La llama danzante (Barcelona, Minúscula, 2013).

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Ficha técnica

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