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La inspiración de Keynes contra los grilletes del euro

España en el laberinto del euro

Antonio Torrero Mañas

Madrid, Marcial Pons, 2013

104 pp. 15 €

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La crisis económica ha causado ya muchas víctimas en el ámbito del bienestar material y en el ámbito de las ideas. En el debate político, los autodenominados partidarios del crecimiento y enemigos de la política de austeridad y de los recortes han invocado a Keynes y la que se considera su doctrina ha sido traída y llevada por todas las tertulias. Pero en mayor medida de lo que ocurrió en los años siguientes a la publicación de la Teoría General, el contraste es patente entre las recetas de los keynesianos aficionados y el pensamiento sutil de KeynesVéase Alex Leijonhufvud, On Keynesian Economics and the Economics of  Keynes. A Study in Monetary Theory, Nueva York, Oxford University Press,1968.. Por eso viene como un soplo de aire fresco el libro de Antonio Torrero, en el que presenta, en la primera parte, un Keynes de carne y hueso enfrentado al Tesoro y al Banco de Inglaterra en la cuestión del patrón oro, que le sirve de inspiración para tratar, ya en la segunda parte, los problemas del euro y, singularmente, los de España en el laberinto de la Unión Económica y Monetaria.

Keynes fue un personaje multifacético: autor de best sellers populares como The Economic Consequences of the Peace, trabajos técnicos como el Treatise on Money o The General Theory, y obras filosóficas, como el Treatise on Probability, patrono de las artes, especulador afortunado y consejero de jefes de gobierno. Bajo el título de «Keynes y el retorno del Reino Unido al patrón oro en 1925», Torrero, con el celo de un biógrafo, pone de manifiesto las cualidades de Keynes –observador sagaz y acerado polemista– en su combate desigual contra los prejuicios recibidos al esforzarse por resolver los problemas de la economía británica de la década de los veinte.

Se trataba de problemas difíciles de percibir para sus contemporáneos que, desde su mentalidad nostálgica de fin de siglo, eran incapaces de ver que de la tragedia de la Gran Guerra había surgido una sociedad muy diferente de aquélla en la que habían vivido ellos y sus padres desde 1870 hasta el asesinato de Sarajevo. El Imperio, tras su imponente fachada, mostraba síntomas crecientes de debilidad, puesta de manifiesto en la pérdida de la hegemonía frente a Estados Unidos y en la incapacidad de resolver la «cuestión irlandesa»; esta cuestión, combinada con la extensión de la franquicia electoral, terminaría cambiando radicalmente el paisaje político, con la desaparición del Partido Liberal, sustituido por el Laborista; la frustración causada por el estancamiento económico alimentó la militancia sindical, que culminó en la huelga general de 1926 decretada por el Trade Unions Congress –«the national strike»–, cuyo fracaso obligaría a los sindicalistas a sustituir la estrategia de confrontación por una táctica de negociación.

Keynes vio claramente que el retorno de Gran Bretaña al patrón oro impediría la adopción de las políticas económicas que requerían las circunstancias, porque un régimen de tipos de cambio fijos –del que la pertenencia al patrón oro es una de las modalidades– implica renunciar a una política monetaria independiente. Si el objetivo es la estabilidad interna –pleno empleo sin inflación–, el banco central tendrá que renunciar a mantener estable el tipo de cambio; si es imperativo mantener la paridad fija de la moneda, el banco central deberá renunciar al objetivo de la estabilidad interna. Ante este dilema ineludible, la elección para Keynes estaba clara: el Banco de Inglaterra y el Tesoro debían concentrarse en la tarea de restaurar el pleno empleo, lo que significaba no encadenar la economía a los «grilletes de oro».

Puede decirse que, desde 1920, el año en que apareció The Economic Consequences of the Peace, su devastadora crítica del Tratado de Versalles, que lo convirtió de inmediato en una celebridad mundial, hasta 1930, cuando publicó A Treatise on Money, Keynes fue un activista incansable en contra de la restauración del patrón oro –hasta su adopción en 1925– y a favor de su eliminación desde esa fecha hasta el fin de la década, cuando los continuos ataques especulativos contra la libra mostraban ya claramente que el abandono del patrón oro podría producirse de un momento a otro, aunque el final no llegaría hasta 1931.

En su afán de agitar las conciencias, Keynes recurrió a todos los medios y se manifestó desde todas las tribunas: artículos en prensa diaria y en revistas, informes, panfletos, conferencias, testificaciones y comparecencias. Esa actividad absorbió buena parte de sus energías, hasta el punto de que la única obra dirigida a los economistas profesionales que publicó en este período fue A Tract on Monetary Reform (1923), que contenía un análisis más riguroso de la incompatibilidad del sistema del patrón oro con la ejecución de políticas monetarias nacionales independientes (y que, según Milton Friedman, es lo mejor que escribió Keynes). Torrero guía muy atinadamente al lector a través de una docena de episodios del Keynes polemista, presentando la evolución de su argumentación económica en el contexto de los conflictos de intereses de la época.

Muchas de esas ideas son ahora un componente tan natural de nuestra visión del mundo que resulta difícil comprender la novedad que representaban –y las resistencias que tenían que vencer– cuando Keynes tuvo que defenderlas por vez primera. Así, la constatación de que, en la sociedad actual, los precios y, especialmente, los salarios nominales, son rígidos a la baja, de donde se sigue que una contracción del gasto agregado –una medida deflacionista, en general– podrá provocar un ligero descenso del nivel de precios, pero siempre a costa de un descenso más fuerte de la producción y del empleo.

En «The Economic Consequences of Mr. Churchill» (1925), el artículo en que condenó la lamentable decisión del entonces ministro del Tesoro de retornar al patrón oro con la paridad de 1913 –cuando, entretanto, los precios internos se habían duplicado–, Keynes analizó por primera vez el proceso de ajuste en términos de la distinción –ahora elemental– entre bienes comerciados y bienes no comerciados (internacionalmente, se entiende). El sector de bienes comerciados incluye la producción de los bienes exportados, de los potencialmente exportables y de los que compiten con las importaciones; los precios de todos ellos se determinan en los mercados internacionales. En el sector de los no comerciados entran todos los bienes y servicios –desde las infraestructuras a los cortes de pelo– que, por sus elevados costes de transporte, no entran en el comercio internacional y, por ello, sus precios se determinan internamente.

Por entrar en el patrón oro con una moneda sobreapreciada, el Banco de Inglaterra se vio obligado a elevar el tipo de descuento para atraer capitales a la City y mantener el tipo de cambio. Los altos tipos de interés resultantes provocaron un proceso de deflación de precios y una contracción de la actividad generalizada que se manifestó con más intensidad en el sector de bienes comerciales, cuyos márgenes se vieron comprimidos entre unos precios internacionales excesivamente bajos (en libras) y unos costes determinados por los salarios y los precios de los bienes no comerciados que se resistían a bajar. El paro, en un círculo vicioso, no cesaba de aumentar, porque los trabajadores despedidos de las industrias exportadoras no podían encontrar trabajo en el sector de bienes no comerciados, que estaba deprimido precisamente por la política deflacionista puesta en marcha para defender la paridad de la libra.

La historia de las polémicas de Keynes en torno a los avatares del patrón oro en el Reino Unido del período de entreguerras le sirve a Torrero de punto de partida para analizar los problemas de España en el laberinto del euro, tarea que acomete en la segunda parte del libro, dividida en dos capítulos: «La dificultad de la devaluación interna en la España actual» y «España en el laberinto del euro».

Y ciertamente muchas de las desventuras de las economías periféricas de la Unión Económica y Monetaria son atribuibles a los grilletes, no necesariamente áureos, que impone todo sistema de tipos de cambio fijos: la pérdida de control sobre la política monetaria, la necesidad forzosa de emprender procesos de deflación –con recesiones prolongadas– para restablecer el equilibrio externo, la asimetría del ajuste entre países excedentarios y deficitarios, y el riesgo de pánicos ocasionales entre los inversores que desembocan en crisis de balanzas de pagos. De todas estas cuestiones trata el autor en el capítulo sobre la devaluación interna, pero también analiza muchas más: el papel del endeudamiento privado en la generación de la burbuja y la crisis financiera; la amenaza que la crisis actual cierne sobre la continuidad del euro; los efectos de una posible ruptura de la Eurozona; el euro como fuente adicional de conflictos entre los Estados miembros; y el papel del mecanismo de liquidación de posiciones en el mercado interbancario (Target) en la provisión de liquidez a las economías periféricas, amén de un repaso a la evidencia empírica sobre la (dudosa) viabilidad de la devaluación interna. El autor no deja un rincón de la Eurozona sin revisar.

En el último capítulo, Torrero, que tiene la rara virtud de expresar claramente sus convicciones, sostiene que el euro fue una creación precipitada en la que España nunca debería haber entrado, pero de donde puede ser ahora demasiado tarde para salir. De todos modos, estaría a favor de la salida de España en el caso de que Portugal abandonase la Eurozona. En cierto sentido, toda la Unión Económica y Monetaria está tan perdida en el laberinto del euro mientras la crisis se prolonga como España y las otras economías periféricas. Hasta aquí las propuestas condicionadas. Torrero enuncia, además, un decálogo de medidas de buen comportamiento para las economías del núcleo duro de la Unión Económica y Monetaria que, de ser aplicadas, contribuirían, sin duda, al buen funcionamiento de la moneda única. Pero no es prudente fiar la propia salvación al altruismo ajeno, y Torrero concluye afirmando que «lo decisivo para superar el decaimiento actual de España es el esfuerzo nacional» tendente a aumentar la productividad con medidas como «la profundización en la liberalización del mercado laboral» y «la unificación del mercado nacional, segmentado de manera artificiosa», una propuesta eminentemente razonable.

Pero las conclusiones no son lo más importante del libro y, probablemente, sean lo menos interesante. Lo más atractivo se encuentra en las ideas que el autor ofrece a cada paso, su dominio de la literatura y un estilo de argumentación que proporciona al lector material más que abundante para reflexionar sobre asuntos muy complejos que Torrero ha acertado a exponer en un volumen de un centenar de páginas.
Desgraciadamente, la brevedad tiene un precio, y en algunos pasajes el lector se encuentra perdido sin razón aparente. Así, en la página 67, Torrero cita parte de un párrafo del Tract del siguiente modo: «Por tanto, si el nivel de precios exterior está fuera de nuestro control, debemos someternos a nuestro propio nivel de precios interiores o nuestro cambio se verá afectado por influencias exteriores». Esta confusa proposición es inconsistente con la tesis general del discurso e, incluso, con el enunciado literal del resto de la cita. Y es sorprendente, porque el texto original es clarísimo: «Por consiguiente, en la medida en que el nivel de precios externo está fuera de nuestro control, nos vemos forzados a aceptar que, bien varíe nuestro nivel de precios interno, bien varíe nuestro tipo de cambio, por la influencia de fuerzas externas» (la traducción es mía). Esto muestra que la escritura es un arte plagado de accidentes de los que no está libre ni el autor más cuidadoso.

Respecto a la devaluación, creo que Torrero, en ocasiones, siguiendo la tendencia actual, usa y abusa de la expresión «devaluación interna» o «devaluación fiscal» más de lo que su sentido original justifica. Keynes distinguía entre deflación y devaluación, y nosotros deberíamos reservar la calificación de devaluación para aplicarla a las políticas que cambian directamente los precios relativos –de bienes comerciados y no comerciados–, denominando políticas desinflacionistas o contractivas las que buscan reducir los niveles generales de precios y costes –o el nivel general de producción–, sin alterar la estructura.

Esta distinción es equivalente a la clasificación tradicional de las medidas aplicables a la corrección de un déficit por cuenta corriente, una situación en la que los ingresos por ventas de bienes y servicios al exterior son inferiores a los pagos por bienes y servicios al resto del mundo o, lo que es lo mismo, una situación en la que el gasto agregado del país es superior a la renta o valor de la producción agregada.
Existen dos vías para corregir este desequilibrio. Una consiste en reducir el gasto agregado –aumentando los tipos de interés, disminuyendo el gasto público, elevando los impuestos, etc.– mediante las llamadas políticas reductoras del gasto (expenditure-reducing policies, en inglés). Estas son las medidas clásicas de ajuste en el patrón oro o, en general, en un sistema de tipos de cambio fijos.

La vía alternativa consiste en el redireccionamiento del gasto –el de los residentes, desde la importación de bienes extranjeros a la compra de bienes nacionales; y el de los extranjeros hacia nuestras exportaciones–, y a las políticas correspondientes se las denomina, naturalmente, políticas desviadoras de gasto (expenditure-switching policies, en inglés), la más representativa de las cuales es la devaluación de la moneda, pero no la única: también cumplen la misma función los aranceles y las cuotas y las ayudas a la exportación.

Como una devaluación es equivalente a la combinación de un impuesto a las importaciones con un subsidio a las exportaciones, un país que no pudiera devaluar formalmente, por pertenecer a un área monetaria, podría conseguir el mismo resultado por este procedimiento alternativo. Desgraciadamente, esta vía tampoco está abierta a un país que forme parte de una unión aduanera (aparte de que la Organización Mundial del Comercio condena las subvenciones a la exportación). Pero como un arancel a la importación es equivalente a la combinación de un impuesto al consumo con un subsidio a la producción del mismo bien, dando un paso más, podría conseguirse sintéticamente el resultado de la devaluación monetaria mediante esta devaluación fiscal.

Quede claro que en España no se ha realizado una devaluación fiscal. Se ha practicado una política reductora de gasto con el objetivo prioritario de reducir el déficit presupuestario. La corrección del déficit por cuenta corriente ha sido un efecto colateral, bienvenido pero no primordialmente buscado, de las medidas de desinflación encaminadas a equilibrar el presupuesto. Hubiera podido practicarse una devaluación fiscal aumentando más el IVA y reduciendo simultáneamente las contribuciones a la Seguridad Social –esta última medida hubiera tenido, además, un efecto favorable sobre el empleo–, pero el ministro de Hacienda se opuso a este curso de acción, con el razonamiento de que había que «estimular el consumo para salir de la crisis». No puede afirmarse que esta política hubiera tenido un impacto espectacular sobre el déficit corriente porque, como muestra Torrero, los ejemplos de devaluaciones internas exitosas son bien escasos, pero de lo que podemos estar seguros es de que en España no se ha practicado una devaluación interna, sino una política de reducción general del gasto.

Alfonso Carbajo es técnico comercial del Estado.

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