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Sontag madura

La conciencia uncida a la carne. Diarios de madurez, 1964-1980

Susan Sontag

Barcelona, Mondadori, 2014

Trad. de Aurelio Major

528 pp. 21,90 €

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Cinco días después de la muerte de Stravinsky, Susan Sontag escribe una anotación de su diario con fecha del 11 de abril de 1971, recordando cómo, todavía adolescente, ella y Merrill, amiga desde la infancia, solían discutir entre clase y clase «si ofrendaríamos nuestra vida para dar a Stravinsky un año más de vida – o cinco». El apunte retrata condensadamente a la Sontag: precocidad, curiosidad, esnobismo de gama alta, hubris. La posible ofrenda infantil (la autora tenía catorce años) iba dirigida a un compositor sin duda muy célebre, sobre todo en Estados Unidos tras sus colaboraciones con Walt Disney, pero alejado del perfil de los héroes que aun los niños más cultos puedan tener a esas edades. Las dos amiguitas no querían difundir en el patio de la escuela el arte de Stravinsky; querían desafiar al dios de la muerte para que su placer de oyentes del maestro fuese infinito. Como infinitamente victoriosa pareció durante treinta años la lucha de Sontag contra las asechanzas de la enfermedad, que comenzaron a sus cuarenta y un años y acabaron con ella a los setenta y uno. Stravinsky vivió hasta casi cumplir los noventa, no sabemos si insuflada la longevidad por aquel voto enardecido de las dos colegialas norteamericanas.

El segundo volumen de una serie de tres que David Rieff, el único hijo de la autora de Contra la interpretación, está editando –y que aparece ahora traducido, con su habitual calidad, por Aurelio Major– incluye el tiempo en que Sontag enfermó de cáncer por vez primera, en 1974, aunque los avatares de la mala salud apenas quedan reflejados en el dietario; se alude, y siempre de pasada, al alegato ensayístico que pronto empezó a idear y acabaría siendo La enfermedad y sus metáforas, libro muy osado y uno de los más válidos de toda su obra. A partir de ese primer encuentro con la amenaza de muerte, Sontag, sabedora de que, en realidad, nadie puede prestar su propio sumando vital a otro ser por muy querido que sea, llevó la batalla ella sola, convencida de que al sino letal sólo puede replicársele, y en cierto modo esquivar, con el desplante, con la determinación, con el rechazo, al menos figurado, de su inexorabilidad. Así trascurrió el tiempo extra de que dispuso desde 1976, cuando «estaba muriéndose» (como le dijo el dueño de una librería neoyorquina muy frecuentada por la escritora a la joven Sigrid Nunez, por un breve tiempo ayudante y confidente de Sontag)Sigrid Nunez tuvo una relación amorosa con David Rieff antes de iniciar su carrera como novelista. Su Siempre Susan. Recuerdos sobre Susan Sontag (trad. de Mercedes Cebrián, Madrid, Errata Naturae, 2013) es una breve memoria cándida, a veces demasiado cándida, de la vida cotidiana y la figura de Sontag. Se lee con interés, sobre todo por lo que cuenta, es de suponer que verbatim, de Joseph Brodsky, si bien parece exagerado el enamoramiento perdido del poeta que le atribuye a Susan Sontag., hasta su fallecimiento, tras varias recaídas, el 28 de diciembre de 2004. Leído este segundo volumen, más extenso y rico que el primero, resulta fácil estar de acuerdo con las palabras de presentación de Rieff, quien sostiene que los diarios de su madre «no sólo son la autobiografía que nunca alcanzó a escribir […] sino la gran novela autobiográfica que nunca le interesó escribir».

Las circunstancias de la publicación se conocen desde el primer volumen, Renacida, en cuyo prólogo el propio Rieff explicó la decisión de seleccionar, anotar y editar los casi cien cuadernos escritos a mano que su madre dejó al morir sin indicación previa de lo que se podría o debería hacer con ellos; convencida hasta el fin de que no iba a sucumbir al cáncer sanguíneo que acabó con ella, la escritora se limitó, un día en que se encontraba bien, a decirle a Rieff, señalándole un rincón en el vestidor de su dormitorio: «Ya sabes dónde están los diarios». No todas las quinientas páginas de esta segunda entrega son de lectura compulsiva, teniendo algunas un carácter meramente recordatorio o anecdótico; abundan los listados que tanto gustaban a Sontag, y que a veces son el memorial de las obligaciones intelectuales que férreamente se imponía a sí misma, incluso en la vejez. Pero, sumadas a las trescientas de Renacida, confirman que el conjunto, una vez publicado íntegramente, va a ser una obra de profundo calado y largo alcance, un equivalente sui generis del también inacabado (los diarios siempre lo son) Libro de los pasajes (Das Passagen-Werk) de Walter Benjamin, unidos ambos por su composición a partir de citas, fragmentos, desiderata, proyectos, pensamientos, desplazamientos, soliloquios. La de Sontag reconstruye la formación de una conciencia individual fuera de lo común; Benjamin pone los fundamentos de una historiografía de lo moderno a través del mapa urbano y la parte soñada de París, la capital del siglo XIX.

Une, asimismo, a esas dos obras la capacidad admirativa de sus autores y el hecho de que ambos fueron probablemente más creativos en el ensayo y los escritos paraliterarios que en las ficciones, aunque Sontag (que tuvo, naturalmente, una vida mucho más larga) brilló en formatos como las artes escénicas o el cine, que el berlinés no cultivó. Benjamin es uno de los ídolos de La conciencia uncida a la carne, con el mismo nivel de recurrencia que Canetti, Jaspers Johns, Simone Weil o Samuel Beckett, aunque superados todos en devoción por Joseph Brodsky. El espléndido poeta ruso es, de hecho, el principal protagonista masculino de esta sincopada novela biográfica, compartiendo el rol estelar con su contrapeso femenino, la dramaturga de origen cubano María Irene Fornés y, en menor medida, con Mildred, la madre de Susan, de quien se traza una semblanza subyugante entre el amor y la rivalidad, sobre todo en la extensa anotación, de extraordinaria sinceridad, del 10 de agosto de 1967. De Fornés, mentora y un tiempo amante, Sontag escribe un día antes de ese mismo mes de agosto una confesión reveladora y estremecedora: «Yo quería su sabiduría –ingerirla, hacerla mía– como parte de un agregado mayor. Pero sabía que tenía acceso a ello sólo como idiota, cliente, suplicante, dependiente. Era consciente, en cualquier caso, de que yo era todo aquello – así que, ¿cuál fue el perjuicio o la mentira?» Las veinte páginas (208-229) de esas dos entradas sobre María Irene y Mildred constituyen, a mi modo de entender, el corazón del libro.

«Mi calefacción central es la civilización occidental», proclama la escritora, menos pomposamente de lo que parece (está hablando, el 24 de enero de 1980, del frío de la ciudad y los climas psicológicos). En Renacida, los autores totémicos de su escolarización eran Thomas Mann y André Gide, Henry James, Djuna Barnes. En el nuevo volumen, y aparte de los anteriormente citados, aparecen Radiguet, Cioran, Nietzsche, Schopenhauer, Wittgenstein, Cavafis, los cineastas franceses y centroeuropeos, con Godard siempre en cabeza, aunque también el Oriente asiático le interesa, su literatura, su cine (Ozu es una constante), su morfología y su política, reflejada en los distintos apuntes viajeros que hay en el libro y los textos exentos que publicó en su día.

Susan Sontag podría haber sido una sistemática autora de aforismos, a tenor de la brillante ocurrencia de algunos de los aquí recogidos: «Mary McCarthy puede hacer de todo con su sonrisa; incluso puede sonreír con ella»; «Cioran: un Hazlitt nietzscheano»; «Todas las capitales se parecen más entre sí que al resto de las ciudades de su país». Tampoco le faltan teorías sobre el arte aforístico, dispersas entre las páginas 504 y 511, donde se habla de destacados cultivadores y del carácter impaciente, aristocrático, del género, cuya esencia define ella misma inmejorablemente: «Los aforismos son ideas descarriadas». Lo que sí fue plenamente Sontag desde sus comienzos es una de las voces mayores del pensamiento crítico del pasado siglo, ocupándose además, con amplios conocimientos y peculiar soltura en el salto de un registro a otro, de filosofía, de cine, de artes plásticas. Y de novela. Es muy sugestivo, por ejemplo, leer en La conciencia uncida a la carne su inesperado paralelismo entre Flaubert y Simone Weil (p. 369), o las agudas reflexiones sobre la escritura de Nietzsche, Dostoyevski y Tolstói en la página 431.

Tal vez su propia ficción novelística no aguante bien el curso del tiempo (aunque sí, estoy seguro, varios de sus relatos), por razones que ella misma detectaba y consignaba a fines de 1965: «la precariedad de mi escritura […] demasiado arquitectónica, discursiva». Pero emociona sentirla tan «fabuladora» en el pensamiento, en los propósitos, en la imparable máquina de su imaginación, leyendo la anotación que cierra el libro del que hablamos: «Un gran tema el desamor de Occidente con el comunismo. El final de doscientos años de pasión». Qué fascinante romance de ideas o fantasmagoría novelesca habrían podido escribir sobre ese asunto tanto Benjamin como Sontag.

Vicente Molina Foix es escritor y cineasta. Sus últimos libros son El hombre que vendió su propia cama (Barcelona, Anagrama, 2011), La musa furtiva. Poesía, 1967-2012 (Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2013) y, con Luis Cremades, El invitado amargo (Barcelona, Anagrama, 2014).

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