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Contra el parlamento

El pensamiento antiparlamentario y la formación del Derecho público en Europa

José Esteve Pardo

Madrid, Marcial Pons, 2019

214 pp. 24,50 €

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Europa está padeciendo hoy el temporal de los populismos, de movimientos cuyos dirigentes son personas que, penosamente, están quitándose las legañas de la ignorancia, pero que creen haber descubierto los arcana imperii. Gozan, aunque no sean creyentes, de la gracia de Dios tal como la explican los afortunados que la viven: como un resplandor repentino que, al abatir las tinieblas, permite la entrada a chorros de la ideología creadora y liberadora. Liberadora de los saberes heredados, de la tradición, de todo aquello que nos ha legado el pasado como piedras preciosas nacidas de la sedimentación del tiempo, estuche de enigmas.

Así fueron en buena medida quienes, con argumentos toscos, sembraron en los primeros decenios del pasado siglo el desprecio hacia la democracia, la burla de los modales parlamentarios o la descalificación de esa cortesía que siempre han supuesto los acuerdos civilizados entre discrepantes. Una actitud que, al caer en el serrín de molleras vacuas, crearon el humus para que los más despachados o, peor, los claramente chiflados, se lanzaran a organizar partidos y conquistar el favor de las masas (nuevas protagonistas de la historia) para edificar un edificio en el que la fuerza, su empuje arrollador, desplazara las tonalidades cambiantes del Derecho. El mundo ya no estaría habitado, en la voz de caudillos rugientes, por el asiento voluble de las contradicciones, sino por el gesto, por la mueca, por la «decisión», capaces de arrasar cualquier obstáculo. Y así hasta llegar a la destrucción de todo, ebrios sus protagonistas, como las míticas bacantes, de una locura sin fronteras.

Lo determinante es que esa actitud hostil hacia la tradición liberal que había ido formándose desde las aportaciones de la Revolución francesa (las buenas, no las muy deplorables que también engendró) encontró airosa inspiración en plumas manejadas por cabezas bien sutiles. Este es el pensamiento antiliberal y antiparlamentario de los años treinta del siglo xx, del que se ha ocupado José Esteve en su libro, donde lo conecta con la formación del Derecho público europeo.

Para destacar que «parte de esos autores se precipitaron en las aguas negras de regímenes autoritarios y nacionalistas que mostraron en algunos casos una faz criminal, pero otro importante flujo de ese pensamiento mostró su calidad y altura al cristalizar en una nueva arquitectura del poder público, que se construye ya al finalizar la Segunda Guerra Mundial con piezas como el control judicial de la constitucionalidad de las leyes, la concepción institucional de los derechos fundamentales que obligan y vinculan al legislador, o la legitimidad de la actividad administrativa fundada en la idea del servicio público». Y termina Esteve: «una muestra, una enseñanza, de que ese período convulso de crisis al que ahora miramos generó un pensamiento potente, capaz de lo peor y de lo mejor».

En España, entre los críticos del parlamentarismo y de los partidos políticos, vemos a profesores inspiradores de la Institución Libre de Enseñanza (Francisco Giner de los Ríos, Gumersindo de Azcárate, Adolfo Posada) o directamente vinculados a la política socialista (Fernando de los Ríos). Posada anota en los primeros años del siglo XX la descomposición de los partidos políticos y su falta de respuesta ante los nuevos desafíos de una sociedad que se transforma, la emergencia de las reclamaciones anarquistas, el abstencionismo electoral o las huelgas, lo que coadyuva al deterioro del sistema y a su falta de credibilidad. Sin embargo, procede hacer justicia a Adolfo Posada: nunca creyó en ese «cirujano de hierro» que Joaquín Costa patrocinaba en tonos apocalípticos. Años después insistiría en la crítica Nicolás Pérez Serrano al escribir sobre «el sopor profundo» en que vive la institución parlamentaria (pueden verse los trabajos de estos autores y otros significativos en mi libro Juristas en la Segunda República, Madrid, Marcial Pons, 2009).

Parecido debate vemos en Italia, donde recordar los apellidos implicados produce –por la importancia de los mismos– cierto escalofrío: Vittorio Emanuele Orlando, Gaetano Mosca o Santi Romano. En Francia, y pese a que no conoció los regímenes directamente dictatoriales, hay eminentes profesores que firmaron páginas de este tenor, sobre todo Maurice Hauriou y Léon Duguit. Y, por último, Alemania, la tierra donde arraigaron las mejores cabezas del Derecho público, hijos como fueron de quienes les precedieron, notablemente de Paul Laband y Georg Jellinek. Carl Schmitt, el más estudiado y vejado, escribió que creer en el parlamento como lugar de debate es lo mismo que confundir unos leños crepitantes en una chimenea con una bombilla roja encendida en esa misma chimenea.

Para los profesores de Weimar, los partidos políticos padecieron de mala imagen y ello porque el tinglado político se había fundamentado en la época guillermina en el ejército, en la alta burocracia y en el monarca, pues el gobierno dependía de su voluntad. Se comprenderá que, en tales circunstancias, las formaciones políticas, que por lo demás habían estado en su mayoría compuestas por notables sin arraigo popular, tuvieran un peso limitado en la gobernación del Estado.

El siglo XX conoce, por el contrario, el tránsito hacia la democracia de masas (y la conversión de la política en un oficio: Max Weber) y es en ella donde hay que encajar un sistema inédito de representación. El hecho de que las organizaciones presentes en el parlamento pasaran a tener un protagonismo esencial en la formación de los gobiernos contribuyó a realzar su papel. Fue muy duramente enjuiciado, por ejemplo, por Heinrich Triepel, quien en su opúsculo Die Staatsverfassung und die politischen Parteien (1928) advierte claramente de la necesaria transformación de la democracia, con sus irresponsables partidos y sus más irresponsables aún poderes anónimos, en un sistema regido por «directores del Estado» (Staatsleiter). La hora de los partidos, concluye, ha sonado y nuevas fuerzas conducirán a una nueva estructura del pueblo que forme, desde la actual masa sin alma, una vital «unidad en la diversidad». Peligrosas afirmaciones estas de Triepel si se tiene en cuenta que Carl Schmitt venía sosteniendo que el Estado alemán se había degradado a la condición de débil coalición de partidos (en su obra Die geistesgeschichtliche Lage des heutigen Parlamentarismus, de 1923).

Es decir, que tanto en la comunidad universitaria como en la opinión pública la «pelea partidaria» era vista con desconfianza. Al cabo se echarían sobre ella las culpas del irregular funcionamiento de las instituciones (pues existía una difundida mala impresión acerca de la mediocridad de quienes ostentaban en estas organizaciones las funciones directivas), así como de la rigidez con que se defendía lo que se consideraba que eran principios intocables (¿nos suena esto en la España actual?).

Con todo ello estaban construyéndose los fundamentos de un pensamiento jurídico y político que acabaría viendo en la existencia de «un partido único» el «movimiento» salvador que podría sacar a Alemania de la parálisis a la que la conducía su clase dirigente, que, salvo excepciones, no estaba ni a la altura de las difíciles circunstancias internas e internacionales de Alemania, ni tampoco acostumbrada a ceder con facilidad y flexibilidad en sus posiciones de principio.

Pero miremos hacia Francia. Allí Léon Duguit, el brillante decano de Burdeos, se convertiría en «el campeón del movimiento negacionista de los derechos de los individuos y los derechos subjetivos». Duguit abomina del Derecho subjetivo, niega la personalidad, la subjetividad del Estado como noción metafísica, niega la expresión en leyes de la voluntad nacional, que era una pura ficción; en su lugar, «el Derecho objetivo, realista y no ficticio, el Derecho de la regla social, de la solidaridad y los servicios públicos». Por su parte, Maurice Hauriou, catedrático vinculado a la Universidad de Toulouse, alejado del poder pero metido en la meditación acerca de las raíces de la sociedad de la que es expresión el Derecho público, subrayará su deuda con el pensamiento tomista: «confieso que no sólo me nutrí allí de mis mejores inspiraciones, sino que extraje la fórmula necesaria para no cometer groseros errores». Y del Doctor Angélico a Maurice Barrès, líder de la derecha antiparlamentaria durante los años de la Tercera República. El pensamiento «institucionalista» de Hauriou sirvió para vigilar los excesos del positivismo y la libertad de decidir de los parlamentos, porque la institución «representa en el Derecho, al igual que en la historia, la categoría de la permanencia, de la continuidad y de lo real, la operación de su constitución constituye el fundamento jurídico de la sociedad y del Estado». Como bien señala Esteve, «al advertir en la institución lo inmutable en el Derecho», Hauriou está reconociendo «la existencia de límites a la libertad de disposición por parte de las personas […] y límites también al legislador, pues no puede desnaturalizar la institución alterando su núcleo esencial y característico».

Es sobre esta idea sobre la que se lanzará Carl Schmitt «como un felino» (José Esteve Pardo) para configurar su idea de las garantías institucionales del orden jurídico burgués (familia y matrimonio, herencia, propiedad, etc.) y las que afectan a las instituciones del orden público, entre ellas el funcionariado, la justicia, la ordenación constitucional de la escuela, del ejército, de las universidades, de los municipios, etc. Un discurso que se hallaba ligado al de los derechos fundamentales utilizados como arma arrojadiza contra la legislación de emergencia, pues en ellos se veía una barrera contra los movimientos revolucionarios, pero también contra un parlamento elegido y una Administración democrática. Alcanzaban así tales derechos tres significados: a) como arma liberal contra las fuerzas colectivistas; b) como arma conservadora a emplear contra las tendencias igualitarias de la sociedad de masas; c) como arma contra el parlamento y el gobierno, es decir, como instrumentos empleados en nombre de la libertad contra el sistema. Los antipositivistas buscaban ese «orden de valores» que trascendiera a las determinaciones del Derecho positivo, porque así era posible poner límites al legislador y enseñarle que no podía cambiar a capricho la Constitución.

En Italia, Vittorio Emanuele Orlando, ese personaje que vemos en las fotos de la Primera Guerra Mundial como presidente del Gobierno de Italia, consideraba que en cualquier sociedad existe un Derecho primitivo originado por el acuerdo constante de las personas y grupos que componen la colectividad, correspondiendo al legislador descubrir y enunciar –no sustituir– esa regulación viva en el organismo social. Años más tarde, Santi Romano, en su libro sobre el ordenamiento jurídico, recoge y explica la idea de la institución con más brillantez incluso que sus inspiradores franceses. Gaetano Mosca, en fin, más en tono polémico y político, es un abierto debelador del régimen parlamentario, y ahí está, entre otros, su libro Il tramonto dello Stato liberale, resumen de sus ideas mantenidas a lo largo de su vida. Hay que decir que, entre los falangistas españoles, Mosca contó con mucha audiencia.

La lectura que hace Esteve de estas aportaciones consiste en señalar que originaron unas propuestas trascendentales: entre otras, la generalización del control de las leyes por los tribunales constitucionales; la vinculación del legislador a los derechos fundamentales y a algunos valores materiales; la nueva noción de servicio público; la reserva de Administración, especialmente en relación con las facultades organizativas y en el mundo local (autonomía municipal).

Cada uno de estas realidades contemporáneas exigiría un análisis detenido y por separado, imposible en este lugar. Que todas ellas forman el paisaje de los ordenamientos contemporáneos no ofrece duda alguna. Sí suscita más duda que todas ellas estén emparentadas con el pensamiento estudiado por Esteve. A mi juicio, por ejemplo, la reserva de Administración responde más bien a la complejidad creciente de las tareas de la Administración.

En fin, hay influencias del pensamiento antiparlamentario que se perdieron, como es el caso, por ejemplo, de los Consejos (Räte) en la Alemania posterior a la Primera Guerra Mundial, y menos mal que fueron flor de un día. O las experiencias corporativas presentadas como alternativas al liberalismo y que, afincadas en regímenes autoritarios (España y Portugal), se derrumbaron con ellos, aunque renacen bajo diferentes ropajes, como ocurre con algunas plantas del jardín que, por más herbicidas que les administremos, buscan escapar airosas de su quebranto y gozar de nuevo de luces y soles.

Y está por estudiar la funesta germinación de la democracia directa, los referendos y demás, que conforman un paisaje poblado de enigmas para el porvenir del parlamentarismo. Como está por estudiar toda la teoría –claramente antiparlamentaria– de la «gobernanza», que acampa en el espacio que han dejado vacío las ideologías, es decir, bajo el sombrajo de una lucha política degradada a mero disfraz para acceder al poder. En fin, por analizar queda –para otro libro– una crítica al actual parlamentarismo, degenerado –como un eterno retorno– de forma implacable, y quizás irreversible, por los partidos políticos. Esteve es autor que nunca dispara a ciegas: más bien a objetivos identificados, y por eso, entre tanta pluma superflua, la suya destaca por su singularidad y por su dignidad.

Francisco Sosa Wagner es catedrático de Derecho Administrativo y escritor. Sus últimos libros son Memorias europeas. Mi traición a UPyD  (Madrid, Funambulista, 2015), La independencia del juez: ¿una fábula?  (Madrid, La esfera de los libros, 2016), Memorias dialogadas (Madrid, Deliberar, 2017), Es indiferente llamarse Ernesto (Madrid, Funambulista, 2017) y Novela ácida universitaria. Aventuras, donaires y pendencias en los claustros (Madrid, Funambulista, 2019).

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