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La imaginación inabarcable

Joan Miró. El niño que hablaba con los árboles

Josep Massot

Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2018

832 pp. 29,90 €

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Si Joan Miró fuese el nombre de un personaje ficticio creado por el periodista Josep Massot (Palma, 1956) en la novela secreta que tal vez ha escrito y tiene escondida, probablemente no hubiese dedicado tanta energía ni tantos argumentos a demostrar y reivindicar el genio del protagonista. Porque, a pesar de ser considerado uno de los grandes maestros cuyas obras alcanzan cifras astronómicas en las subastas y cuyo nombre se coloca junto a los de Vincent van Gogh, Pablo Picasso o Mark Rothko, Joan Miró (Barcelona, 1893-Palma, 1983) todavía necesitaba ser descargado de algunos prejuicios, tópicos y lugares comunes con que se han juzgado su obra y su persona. Éste y no otro es el propósito al que se ha encomendado Josep Massot para escribir un libro al que asegura haber dedicado toda la vida. La voluntad es dejar aclaradas definitivamente las razones que motivaban una carrera en la que nada parecía quedar para la improvisación, salvo los imponderables fuera del alcance incluso de los genios. Y por encima de las valoraciones o juicios personales del autor, cada afirmación se sustenta en la abundante documentación (bibliografía, hemeroteca, correspondencia, entrevistas, documentos personales) que ha ido acumulando y manejando con acierto para que no llegue a resultar abrumadora.

Ya desde el principio nos advierte de que nos disponemos a leer la historia de una vida que es «un ejemplo gigantesco de superación, un camino de enormes sacrificios en el que muchos, sin la mesiánica fe que Miró tuvo en sí mismo y en su arte, hubieran sucumbido». Con una larga trayectoria como periodista cultural en el periódico barcelonés La Vanguardia, el acercamiento de Massot podría decirse que está hecho desde una mirada curiosa, rigurosa y sensible. No ha querido que el suyo sea un trabajo académico ni construido con las herramientas y la retórica propias de la teoría o la crítica de arte. El voluminoso resultado está escrito con la prosa ágil y directa de quien se muestra hábilmente resolutivo en su avidez por dar sentido a una serie de indicios que no se habían tenido en cuenta a la hora de construir un personaje canonizado con unos rasgos muy concretos.

La narración de las circunstancias en que se desarrolló su infancia nos permite entender el sentimiento de soledad provocado por la incomprensión, el rechazo de su entorno y el abandono consecuencia de «las formas autoritarias de su padre». Pudo sobrevivir gracias a una «férrea fuerza de voluntad» y una no menos sólida fe en sí mismo, pero lo vivido y la búsqueda de una realidad menos lesiva marcaría y condicionaría para siempre su obra. La falta de interés o comprensión hacia su trabajo crecería hasta el desdén entre determinados sectores del mundo cultural catalán. Massot lo recrea con minuciosidad no sólo mediante las críticas aparecidas en la prensa, sino también aportando la correspondencia entre personas tan cercanas como lo fueron Enric Cristòfol Ricart, Lola Anglada o Josep Francesc Ràfols, a quienes Massot califica como «cómplices de juventud». A través de estos ejemplos –a los que más tarde se unirían otros muchos, como los jocosos comentarios de Josep Pla–, además de ilustrar el recibimiento que obtuvo el hálito que empujaba la producción mironiana, también se muestra el juego de fuerzas y tendencias culturales que se vivía en la Barcelona de principios del siglo XX. A partes iguales resulta sorprendente y lastimoso comprobar cómo algunos de los lastres que impedían una verdadera aceptación de la modernidad y de los aires nuevos que venían de fuera siguen vigentes un siglo después.

Como contrapunto a la provinciana y temerosa Barcelona, Miró se aferra al efervescente París de las vanguardias y a la solidez de la tierra de la masía familiar en la localidad tarraconense de Mont-roig. A tenor de su voluntad de romper tópicos, Josep Massot no se ha conformado con recrear los culturalmente agitados años de la capital francesa a partir de las imágenes o referencias más conocidas sobre Tristan Tzara, André Breton, Marcel Duchamp, Ernest Hemingway o Pablo Picasso. A pesar de la dificultad de encontrar alguna aportación nueva sobre una época tan abordada desde múltiples perspectivas, en la minuciosidad del rastreo de la huella de Miró, Massot ha encontrado su aportación destacada, hasta llegar a construir casi día a día sus problemas para hacerse con un estudio, para llegar a Picasso –lo que consiguió gracias a la hábil estrategia de convertirse en emisario entre él y su madre, que vivía en Barcelona– o para que el galerista Josep Dalmau le organizara una exposición. Es inevitable que, entre la abundante información recopilada, se reproduzca alguna inexactitud o algún adorno exagerado en la biografía de los personajes que transitan por esta multitud de páginas. Los altibajos en la relación con Breton ?«al que enseguida vio como un impostor que pretendía utilizarlo como simple pretexto para ilustrar sus ideas»–, así como su negativa a aceptar los dictados del Partido Comunista, son interpretados por Massot como una muestra más de la «apuesta inquebrantable por la libertad individual» de Miró. Su compromiso era únicamente con la búsqueda de su particular realidad, lo que posibilitó que sus obras formaran parte de publicaciones y exposiciones organizadas por los grupos surrealistas enfrentados.

La relación de Miró con Salvador Dalí también se reconstruye a partir de correspondencia, testimonios y hemeroteca. A pesar de la ayuda que el primero prestó al ampurdanés en sus inicios en París, Dalí no tardó en enfrentarse «abiertamente con su antiguo protector», incluso ridiculizándolo, hasta llegar a un distanciamiento definitivo. Las actitudes políticas que los dos artistas adoptarían con el tiempo y en relación con la dictadura franquista también hicieron imposible, al parecer de Massot, un acercamiento: «Miró con la izquierda antifranquista; Dalí, fotografiándose con Franco y haciendo el retrato de la hija del dictador». El biógrafo no sólo reconstruye el anecdotario de una rivalidad, sino que analiza las respectivas estrategias para construir sendas trayectorias.

El material recopilado, así como el propio conocimiento y las sensibilidades del autor, cercano a varios familiares de Miró, ha hecho posible la construcción de la narración de los años más decisivos en la biografía del artista. La mayor parte del volumen se dedica a «la oposición de sus padres, las dificultades técnicas para dibujar, las burlas de sus contemporáneos, los males de amor, la lucha incesante contra su desasosiego interior, las rencillas con los movimientos artísticos, la desorientación del exilio, el sufrimiento de la Guerra Civil, la frustración de la derrota, la amargura del derrumbe de sus sueños con sus amigos catalanes, dispersos y en fuga, que le reclaman una ayuda que ya no puede dar, la preocupación por su hija, los lamentos de su madre y también de su mujer, que quiere regresar a España». La evidente descompensación de esta parte con la destinada a las décadas que vivió establecido de nuevo en España se justifica atendiendo al interés por conocer los fundamentos biográficos e intelectuales que forjaron la visión del mundo y el universo mironianos. Si ya es un lugar común hablar del universo creado por un artista, resulta difícil encontrar una expresión más acertada para este caso, en el que la introversión –en su diario, Raymond Queneau dejó escrito: «Mi ejercicio favorito: intentar que Miró hable»– y el aparente convencionalismo –para triunfar en París, «Tiene que hacerse un esmoquin», le aconsejó a Dalí– contrastan con la práctica artística de la persona que asegura que, al pintar, entra en una suerte de trance que lo lleva mucho más allá de lo onírico de los surrealistas, pues busca una representación concreta de su espíritu, cree –como Vasili Kandinski– en vibraciones espirituales, en las fuerzas oscuras y en la astrología. Estas contradicciones son las que hacen evolucionar su obra en un constante dejarse ir «en la representación de lo imaginario». Son evidentes los esfuerzos de Massot para reproducir no sólo los acontecimientos y las ideas por los que atravesó la vida del biografiado, sino que también describe con minuciosidad –y es aquí donde reside uno de los principales aciertos de este monumental trabajo–la evolución de los instrumentos y prácticas, es decir, del lenguaje mironiano a través de pintura, escultura, dibujo o collages, para conseguir el puente o camino que traslade al observador de su arte hasta la cosmogonía del genial creador. Se trasluce la sensibilidad y el interés de Massot por el pensamiento que trasciende los estrictos paradigmas intelectuales que el racionalismo ha impuesto a lo largo del tiempo. La masía familiar de Mont-roig, primero, y Mallorca, después, actúan como metáforas de la tierra a la que tan unido se sintió siempre y en la que encontraba la fuerza y el coraje necesario para seguir con sus pesquisas y creer en el resultado que proporcionaban: «No era ningún payés, como se ha dicho hasta la saciedad, sino un hombre ilustrado que abominaba por igual de la pedantería de los intelectuales y de la ignorancia de personas sin inquietudes, y que amaba, en cambio, la creatividad artística y la artesanía popular, poder compaginar el apego a la tierra con la curiosidad de descubrir nuevos mundos». Su manera de abordar el realismo, su utilización de los símbolos y la reflexión que suscita el autorretrato son también vías mediante las que Miró indaga en la fuerza de la naturaleza, capaz de mostrar verdaderas maravillas y, a la vez, ocultar un universo inabarcable. 

Sònia Hernández es escritora. Sus últimos libros son La propagación del silencio (Barcelona, Alfabia, 2013), Los Pissimboni (Barcelona, Acantilado, 2015) y su última novela, El hombre que se creía Vicente Rojo (Barcelona, Acantilado, 2017).

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Ficha técnica

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