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Interpretación española de Carl Schmitt

Carl Schmitt, pensador español

Miguel Saralegui

Madrid, Trotta, 2016

264 pp. 18 €

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Profesor en la Universidad Diego Portales de Santiago de Chile, Miguel Saralegui Benito nos ofrece en esta obra un estudio de las relaciones del conocido teórico del Derecho y pensador político Carl Schmitt con España y los intelectuales españoles. El autor caracteriza a Schmitt como un «pensador reaccionario», como «un teórico de la Modernidad exhausta», como «el filósofo político más importante del siglo XX» y como «el único gran pensador político del siglo XX cuya obra no se puede entender si se omite la cara española de su pensamiento». El alemán fue un hombre identificado con la cultura española. Le gustaba la fiesta de los toros, la pintura de Juan Gris, las obras literarias de Cervantes y, sobre todo, de Quevedo y Valle-Inclán. Consideraba la España de la posguerra como «la vanguardia de la política internacional». Fue estudioso de las obras de Francisco de Vitoria y de Juan Donoso Cortés. Además, su vinculación con España se construyó a través de un marco afectivo, ya que su hija Ánima contrajo matrimonio con el profesor español Alfonso Otero Varela. En el ámbito intelectual español disfrutó de una influencia indudable en la obra de Francisco Javier Conde, Enrique Tierno Galván, Rafael Calvo Serer, Manuel García Pelayo, Luis Díez del Corral, Antonio Truyol y Serra, Álvaro D’Ors y Manuel Fraga, entre otros.

A diferencia de otros pensadores alemanes, Schmitt nunca puso en duda la europeidad de España. Siempre despreció el canon que identificaba lo europeo con Inglaterra y Francia. Se sentía representante de un europeísmo «a la vez antinorteamericano y antisoviético». En el ámbito de lo literario, Schmitt se identificó mucho más con Quevedo que con Cervantes. Su admiración por el primero alcanza «un grado inesperadamente íntimo»; lo consideraba «más moderno que Bert Brecht». Y es que se interesaba «por aquellos aspectos del pensamiento de Quevedo donde cree percibir el sonido de sus propias categorías, incluso si son contradichas». Respecto al papel de España en la marcha de la historia universal, Schmitt relativizaba su importancia en la europeización del planeta en los siglos XVI y XVII, pero consideró la Guerra de la Independencia uno de los acontecimientos desencadenantes de la contemporaneidad política. En la empresa americana, Schmitt juzgaba que España ejerció un papel análogo al de Alemania u Holanda. La supremacía recaía en Inglaterra como potencia marítima. Y es que, según el autor alemán, la oposición modernidad-antigüedad se trasluce en la dialéctica tierra-mar. La tierra se encuentra vinculada a la Edad Media, mientras que el mar encarna el comercio y la movilidad. En contraste, la consideración de la España antinapoleónica era muy positiva, sobre todo por el tema de la guerrilla, fundamento de su teoría del partisano. En ese sentido, tanto Alemania como España se forjaron en la lucha contra Napoleón. Bien es verdad que mientras Alemania se centró, con Carl von Clausewitz, en la teoría, España pasó, con la guerrilla, a la acción.

Schmitt se interesó, como ya se ha apuntado, por dos pensadores españoles: Francisco de Vitoria y Juan Donoso Cortés. Su valoración del escolástico fue negativa. Vinculaba su teoría de la guerra justa a «las maquinaciones del capital internacional», un «icono global del pacifismo de entreguerras». Vitoria representaba «la ficción de la duda y la justificación teórica de la indecisión», la «irrelevancia política», la «despolitización». Y es que el orden propio de la Modernidad política se asentaba en «la sustitución de la doctrina de la guerra justa por la de justo enemigo». Vitoria era una figura «eminentemente medieval» y, aunque pretendiera permanecer neutral ante la Conquista, «su argumentación reserva beneficios para los cristianos». Sin duda, las preferencias de Schmitt se inclinaban hacia la figura de Juan Ginés de Sepúlveda. A ese respecto, Saralegui describe a Schmitt como «modernocéntrico».

Su valoración de Donoso Cortés era muy distinta a la de Vitoria. Schmitt lo considera su «alma gemela» y valora «su capacidad para percibir la gravedad de la Revolución de 1848». Saralegui estima que Schmitt «se inventó un Donoso». Siguiendo la metodología de Leo Strauss, cree que se trata de una interpretación exotérica. Donoso aparece como un «profeta», el portavoz de «una filosofía alternativa al marxismo», cuya principal característica era su «pesimismo antropológico».

Saralegui estudia igualmente las relaciones de Schmitt con el régimen de Franco. Unas relaciones que se caracterizaron, según él, por «la ambivalencia y la complejidad». Y es que la recepción de su obra en aquella época no fue tan positiva como suele creerse. En concreto, El nomos de la tierra en el Derecho de Gentes del «Ius publicum europaeum» alcanzó «una escasísima repercusión entre la intelectualidad española». La difusión de su obra fue relativamente escasa. Y es que «gran parte del mundo conservador español nunca fue favorable al nazismo, con el que inevitablemente Schmitt era identificado». «Schmitt –señala el autor– no llegó a ser un favorito del Régimen». Además, nunca se entrevistó con Franco. Sin embargo, gracias a la influencia de Manuel Fraga, Schmitt fue designado miembro de honor del Instituto de Estudios Políticos. Para Schmitt, según Saralegui, Franco fue «un humilde katechon», es decir, un dique frente a la ofensiva mundial del comunismo. El pensador germano fue «moderadamente partidario del último autoritarismo que gobernó España». «Sus juicios de adhesión son breves y escasos», pero «inequívocos». Schmitt asociaba a España con dos de las categorías fundamentales de su pensamiento: «amigo-enemigo y decisión». Nunca se le ofreció una cátedra universitaria ni una colaboración estable. Y es que, según el autor, «las exigencias de las relaciones internacionales impedían que, en España, se cantaran las alabanzas de una de las bestias negras del pensamiento liberal, visceral antinorteamericano». No obstante, Schmitt disfrutó de la admiración y la amistad de algunos intelectuales antifranquistas, como Enrique Tierno, Manuel García Pelayo o Francisco Asís Caballero; e incluso recomendó al socialista Raúl Morodo –discípulo de Tierno Galván? para una cátedra de Derecho Político en Valencia.

Saralegui analiza igualmente las relaciones de Schmitt con los reaccionarios y conservadores españoles. El autor considera que «la diferencia entre el conservador y el reaccionario es de grado». ¿En qué consiste el reaccionarismo para el autor? Según él, en el lamento de «la desaparición de un paraíso inventado». En ese sentido, destaca «la diversidad de la tradición reaccionaria en España y Alemania» y «En muchos aspectos, Schmitt se encuentra más cercano a Tierno Galván que al tradicionalista D’Ors». El autor centra su análisis en las relaciones del germano con Álvaro D’Ors, cuyos planteamientos ideológicos juzga irreconciliables. Por otra parte, señala que Schmitt no se sintió seducido por el Opus Dei. Y que sus coincidencias con los reaccionarios españoles se centraron en el antiamericanismo y en su desdén por la técnica desatada. 

* * *

Carl Schmitt es hoy, sin duda, uno de los clásicos de la teoría del Derecho y de la ciencia política internacional. Hace ya bastantes años, uno de sus grandes contradictores, el filósofo Jürgen Habermas, señalaba que el autor de Teología política era «un competente constitucionalista» cuyos planteamientos «aún hoy se muestran capaces de poner algo en movimiento». Una senda que ha sido recorrida por no pocos filósofos, intelectuales o doctrinarios políticos, ya sean de izquierdas o de derechasUna lista no exhaustiva podría incluir a Giorgio Agamben, Raymond Aron, Étienne Balibar, John Keane, Agnes Heller, Jacques Derrida, Julien Freund, Alain de Benoist, Reinhart Koselleck, Robert Spaemann, Chantal Mouffe, Ferenc Fehér, Hans Blumenberg, Ernesto Laclau, Jacob Taubes, Leo Strauss, Slavoj Žižek y Giacomo Marramao.:, etc. No hace mucho, el filósofo Jean François Kervégan se preguntaba, desde su postura de izquierdas, «¿Qué hacemos con Schmitt?» Y respondía: «servirse de los escritos de Schmitt hasta el punto en que puede constatarse que son fecundos intelectualmente en la medida en que alimentan un auténtico trabajo de pensamiento, a la vez que uno evita las trampas que puede tendernos». No muy lejos de estos planteamientos se encuentra la politóloga Chantal Mouffe, quien ha coordinado un volumen titulado significativamente El desafío de Carl Schmitt, en el que colaboran célebres personalidades de la izquierda como Slavoj Žižek. Como teórica del populismo de izquierdas, Mouffe considera a Schmitt «un adversario, pero un adversario de admirable calidad intelectual». En los ámbitos de la derecha, el schmittiano más carismático es hoy Alain de Benoist.

España, tal como revela este libro, ha permanecido al margen de esa revalorización de Schmitt, por la sencilla razón de que no puede revalorizarse lo que nunca había estado ausente ni carente de vigencia. Schmitt siempre estuvo en España: nunca se marchó. Aquí el jurista de Plettemberg siempre tuvo amigos, discípulos, seguidores y, por supuesto, críticos acerbos, tanto en las derechas como en las izquierdas. En el Nachlass Carl Schmitt, publicado en 1993, aparecen los nombres de los españoles que mantuvieron correspondencia con el pensador alemánDe nuevo sin ánimo exhaustivo, la lista incluiría a Manuel Alonso García, Camilo Barcia Trelles, José María Beneyto, Jaime Bofill y Bofill, José Caamaño Martínez, Francisco Asís Caballero, Rafael Calvo Serer, Salustiano del Campo, Diego Espín, Juan Manuel Castro-Rial, Francisco Javier Conde, Juan María Díez Alegría, Luis Díez del Corral, Gabriel Elorriaga, Gabriel del Estal, José Luis Estévez, Gonzalo Fernández de la Mora, Juan Fernández Figueroa, Manuel Fraga, Jesús Fueyo, Santiago Galindo Herrero, Luis García Arias, Alfonso García Valdecasas, Manuel García Pelayo, Rafael Gibert, Bernardo Gil Mugarza, José Antonio González Casanova, Luis González Seara, Felipe González Vicén, Carlos Gutiérrez, Pedro Laín Entralgo, Juan José López Ibor, Abelardo Moralejo, Fernando Murillo, Juan Navarro Palencia, Carlos Ollero, Álvaro D’Ors, Alfonso Otero Varela, Paulino Pedret, Florentino Pérez Embid, Manuel Pérez González, Paulino José Perona, Luis Pinillos, Pedro Rocamora, Pedro Salinas, Luis Sánchez Agesta, Pablo Sanz Pedroso, Enrique Tierno Galván, Antonio Tovar, Antonio Truyol y Serra y Carlos Valverde.. Su influencia en España ha sido estudiada, entre otros, por Dalmacio Negro Pavón, Gabriel Guillén Kalle, Germán Gómez Orfanel, José Antonio López García, José María Beneyto, Jerónimo Molina Cano y el propio autor de esta reseña.

En este contexto, ¿cuál es la aportación de la obra de Miguel Saralegui? En nuestra opinión, su aportación resulta escasa, y muchas de sus interpretaciones, discutibles. El libro abunda en anécdotas más o menos significativas sobre la relación de Schmitt con algunos intelectuales españoles. Particularmente interesante, en ese aspecto, es su carta a Jesús Fueyo en defensa del socialista Raúl Morodo, la valoración negativa de Rafael Calvo Serer o sus discusiones con Álvaro D´Ors. Interesante es la exégesis del autor respecto a la valoración schmittiana de la trayectoria histórica de España o de sus interpretaciones de la obra de Vitoria y Donoso Cortés. A ese respecto, las opiniones de Saralegui me parecen fundadas. Y es que resulta obvio que la interpretación schmittiana de Donoso Cortés refleja mejor la personalidad de su autor que la filosofía del pensador extremeño. Sin embargo, eso ya había sido señalado por los críticos españoles de Schmitt. Su primer crítico fue Ramiro de Maeztu –a quien Schmitt consideraba, creo que erróneamente, el «Maurras español»–, quien veía en Donoso a un iusnaturalista y no a un decisionista. En ese ámbito de interpretación estuvieron posteriormente Gonzalo Fernández de la Mora, Carlos Valverde, Rodrigo Fernández Carvajal, Diego Sevilla Andrés, Eugenio Vegas, Santiago Galindo Herrero, Ángel López Amo o Francisco Ayala. Claro que también podría afirmarse que Schmitt valoraba lo que, en el nuevo contexto social y político, resultaba más operativo en la obra de Donoso, es decir, el abandono de las posturas legitimistas y la valoración de la dictadura como respuesta a la amenaza revolucionaria.

Por lo demás, el libro de Saralegui no parece un estudio exhaustivo de la relación de Schmitt con los intelectuales españoles. Tan solo se ocupa, y tangencialmente, de un exiguo número de autores españoles. No deja de ser significativo que no haga la menor mención a la influencia de Schmitt en los teóricos del partido único, como Juan Beneyto, Luis Legaz Lacambra o Luis del Valle. Tampoco parece llamar su atención que libros como Estado, Movimiento y Pueblo no fueran traducidos al español. No menciona las críticas de quien pasa por ser su discípulo español por antonomasia, Francisco Javier Conde, al secularismo schmittiano. Y lo mismo podemos decir de las críticas de José Antonio Maravall a su concepto de democracia; o las de Fraga a su «existencialismo político». El nombre de Gonzalo Fernández de la Mora, que igualmente mantuvo una relación personal y epistolar con Schmitt (quien criticó su «iusnaturalismo ingenuo» y su «cosmopolitismo») brilla por su ausencia. Fernández de la Mora sometió a crítica el decisionismo, pero aceptó su crítica al Estado burgués de Derecho. A su entender, Schmitt era un «conservador heterodoxo» por su escepticismo hacia el derecho natural.

Saralegui hace referencia continuamente al «nazismo» de Carl Schmitt. Sin embargo, creo que este es un aspecto en el que el autor debiera haber profundizado mucho más. Si Schmitt hubiese sido un nazi típico, hace tiempo que hubiese sido olvidado o enterrado. La comunidad intelectual no guarda el menor interés ni la menor gratitud hacia ese tipo de pensamiento y olvida pronto los nombres de quienes escriben panfletos de agitación política. En el caso de Schmitt, como en el caso de Martin Heidegger o de Gottfried Benn, siempre será necesario hacer esta distinción. En realidad, Schmitt encarnó, como señaló en su día Habermas en referencia a Heidegger, una especie de «nacionalsocialismo ideal», que poco tenía que ver con el realmente existente. Como señaló en su interrogatorio ante el fiscal Robert Kempner: «Quería darle por mí mismo un significado a la palabra nacionalsocialismo». Acusado en Núremberg de los cargos de agresión y de crímenes contra la humanidad, fue absuelto. Si la esencia de la ideología nacionalsocialista era el concepto biológico de raza, la producción de Schmitt –que sí fue antisemita– no puede ser catalogada como nazi. Ni su concepto de nación, ni su teoría del Estado, ni tan siquiera su concepto de «gran espacio» tenían la raza como fundamento. Además, a partir de 1936, Schmitt cayó en desgracia ante los nuevos dirigentes alemanes. Según su discípulo Julien Freund, incluso el tristemente célebre artículo «El Führer garantiza el Derecho» fue mal recibido por los nazis más extremistas. Y es que el artículo fue publicado con el acuerdo del Estado Mayor del ejército, y su intención no era otra que, tras salir de la violencia de una situación excepcional, Hitler retornara a la legalidad de las instituciones estatales tradicionales: la justicia, el Derecho y el ejército. Al parecer, el artículo no gustó al sector más radical del partido, algunos de cuyos miembros denunciaron a Schmitt como amigo de los judíos y representante de los sectores conservadores. Para estos sectores del partido, la propia frase «el Führer garantiza el Derecho» presuponía un derecho previo a esa acción de «garantía». Sin embargo, para esos radicales el Führer no «garantizaba» el Derecho: «era» el Derecho. Con posterioridad, sus planteamientos fueron muy criticados por revistas como Das Schwarz Korps, órgano de las SS. Esta progresiva enemistad tuvo sus consecuencias en España. Y es que el régimen de Franco quiso nombrarlo en 1938 miembro de la Real Academia, pero fue vetado por los nazis, en favor de Victor Bruns, director del Instituto de Derecho Internacional Público y Derecho de Gentes de la Sociedad Káiser Wilhelm.

Con todo, la caracterización del «franquismo» de Schmitt, defendida por el autor, me parece fundada. No obstante, el «franquismo» de Schmitt exigiría una mayor precisión. Y es que en la obra de Saralegui se encuentra ausente un análisis del régimen nacido de la Guerra Civil. ¿Se trataba de un sistema de carácter totalitario o autoritario? ¿Con qué sector o «familia» se identificó el jurista alemán? ¿Con Falange? ¿Con los socialcatólicos? ¿Con los conservadores autoritarios? No, desde luego, con los tecnócratas, ya que la tecnocracia es antagónica de las posiciones de Schmitt, que la considera un intento falaz y fallido de «neutralización» de lo político. Tampoco está muy claro qué es lo que entiende el autor por «intelectualidad franquista». En la página 132 del libro, Saralagui afirma: «Si uno piensa en el gran intelectual del franquismo, la imaginación se representará como mucho a un elegante y leído ministro o diplomático, del que, justa o injustamente, la historia de las doctrinas políticas se ha desentendido». Esta descripción del intelectual franquista podía ser un retrato del ya mencionado Gonzalo Fernández de la Mora, pero el autor no precisa más.

¿Fue Schmitt un «reaccionario»? En mi opinión, no. El hombre de Plettemberg fue un conservador autoritario, algo que me parece muy distinto a un reaccionario. En la obra de Schmitt no he podido percibir esa nostalgia de un «paraíso inventado». Por otra parte, no creo que la diferencia entre conservadores y reaccionarios sea tan solo de grado. No es lo mismo Thomas Hobbes o Jean Bodin que Robert Filmer; no es lo mismo Joseph de Maistre o Louis de Bonald que Edmund Burke o Alexis de Tocqueville; Antonio Cánovas del Castillo que Antonio Aparisi y Guijarro o Juan Vázquez de Mella; Friedrich Julius Stahl que Joseph Görres o Justus Möser. El conservador es evolutivo, mientras que el reaccionario es resolutivo y dogmático. En cada momento histórico, el conservador defiende una realidad, recibida de los antepasados, que encarna una serie de valores, pero esa realidad no la tiene por inmutable, sino que ha de superarla o enriquecerla. El acervo tradicional, tal como lo concibe el conservador, es dinámico y puede describirse en un momento dado, y no para siempre. La tradición es concebida por los conservadores como una realidad en acto, porque es presumiblemente valiosa y porque es potencialmente perfectible, no porque sea acabada e insuperable. Además, la caracterización de Schmitt como «reaccionario» no parece ser muy compatible con la interpretación «modernista» de sus planteamientos, defendida en algunas páginas del libro. Tampoco me parece pertinente identificar lo «reaccionario» con el antinorteamericanismo, que es patrimonio de la izquierda. O con la preocupación por las consecuencias sociales de las transformaciones técnicas. En ese sentido, serían reaccionarios no ya Schmitt u Ortega y Gasset, sino los representantes de la Escuela de Fráncfort, Theodor Adorno y Max Horkheimer, o filósofos como Kostas Axelos y Hans Jonas. Con frecuencia se ha presentado a Schmitt como un discípulo de Joseph de Maistre, Louis de Bonald o Juan Donoso Cortés; y no es así. En una carta a su amigo Ernst Jünger afirmaba que leía a Bonald y Joseph de Maistre en sus comentarios a situaciones concretas, pero no aceptaba su «sistema». Por otra parte, como señaló el filósofo polaco Leszek Ko?akowski, el adjetivo «reaccionario» tiene un claro sentido peyorativo, que coloca a su destinatario en el lado equivocado de la historia. Se trata, en el fondo, de una atrevida concepción progresista de la historia. Y digo atrevida porque, después de la caída de los regímenes de «socialismo real» y la actual crisis de la economía neoliberal, resulta por lo pronto intelectualmente arriesgado saber con certeza cuál es el «sentido de la historia», si es que existe. Autores tan diversos como el propio Ko?akowski, Ernst Nolte o Emmanuel Lévinas lo han visto muy claro, reclamando una nueva visión del proceso histórico que abandone los perfiles teleológicos y optimistas en beneficio de sus contenidos «trágicos». En cualquier caso, creo que el adjetivo «reaccionario» debería ser erradicado del vocabulario histórico-político, por su carácter no sólo peyorativo, sino escasamente útil desde el punto de vista exegético o analítico.

Naturalmente, Schmitt tenía que ser considerado un heterodoxo para no pocos intelectuales conservadores españoles. Y es que, en el aspecto religioso y filosófico, Alemania y España eran dos países muy distintos. No en vano, Alemania fue la cuna de la Reforma de Lutero, y España la de la Contrarreforma. España no conoció nada parecido a la Ilustración de Wolff o de Kant, tampoco del idealismo de Hegel y sus discípulos. Tan solo el krausismo, una versión muy moderada del idealismo. Como señaló Luis Díez del Corral, en su prólogo a Movimientos sociales y monarquía, de Lorenz von Stein, en España apenas se conocía el conservadurismo alemán. Johann Georg Hamman o Justus Möser nunca fueron traducidos al español. Hubo que esperar a que la Revista de Occidente, de Ortega y Gasset, tradujera a Othmar Spann y a Adam Müller. Hasta el franquismo no se conoció la obra de Lorenz von Stein. Creo que esto tendría que haber sido señalado por el autor.

En definitiva, creo que Miguel Saralegui ha escrito un libro claro, medido y correcto, en cuyas páginas, sin embargo, no se ha profundizado lo suficiente en los entresijos de una época intelectual singularmente importante en el desarrollo del pensamiento político español y alemán.

Pedro Carlos González Cuevas es profesor titular de Historia de las Ideas y del Pensamiento Político Español en la UNED. Es autor de Acción Española. Teología política y nacionalismo autoritario en España (1913-1936) (Madrid, Tecnos, 1998), Historia de las derechas españolas. De la Ilustración a nuestros días (Madrid, Biblioteca Nueva, 2000), Maeztu. Biografía de un nacionalista español (Madrid, Marcial Pons, 2003), Conservadurismo heterodoxo. Tres vías ante las derechas españolas: Maurice Barrès, José Ortega y Gasset y Gonzalo Fernández de la Mora (Madrid, Biblioteca Nueva, 2009) y La razón conservadora. Gonzalo Fernández de la Mora, una biografía político-intelectual (Madrid, Biblioteca Nueva, 2015). Es coordinador de Historia del pensamiento político español. Del Renacimiento a nuestros días (Madrid, UNED, 2016).

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