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De la trinchera al Florida

Hotel Florida. Verdad, amor y muerte en la Guerra Civil

Amanda Vaill

Madrid, Turner, 2014

Trad. de Eduardo Jordá

553 pp. 27 €

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«Lo anormal se había convertido en normal», resumiría el fotógrafo Robert Capa. Había visto improvisar barricadas con las maletas de la oficina de objetos perdidos; había visto cómo en los combates librados en la universidad se utilizaban libros para proteger las metralletas. Y había visto morir en Cerro Muriano, desde luego. Pronto vería a una aterrorizada población civil huyendo desde Málaga –tomada por los sublevados– hacia Almería bajo una lluvia de proyectiles. La línea que separaba la vida de la muerte era demasiado tenue aquellos días. Era la guerra, la vida al revés. Él y su compañera Gerda Taro, al igual que otros enviados extranjeros, querían hacerse un nombre y contar lo que de verdad pasaba en España. Y, en el camino, descubrieron una causa; algunos hasta una nueva vida. Una causa que iba a engrandecer sus respectivas carreras si estaban dispuestos a arriesgar y a jugarse la vida, e incluso a perderla, como le sucedió a Gerda Taro. Hotel Florida recrea las vidas cruzadas de tres míticas parejas que confluyeron en el Madrid sitiado en diferentes etapas de la Guerra Civil: los entonces jóvenes fotógrafos Gerda Taro y Robert Capa; el escritor Ernest Hemingway y la joven periodista Martha Gellhorn, dispuesta a hallar la verdad de la guerra en el dolor de la población; y la pareja de censores y traductores Arturo Barea e Ilsa Kulcsar. Seis personajes lo bastante atractivos y reconocidos como para que el lector siga sus avatares. Bajo el telón de fondo de sus peripecias, Amanda Vaill rescata el estilo de vida de los grandes corresponsales y la mezcla de vanidad y cinismo, no exento de principios, con que muchos encararon un conflicto brutalmente local en sus inicios y que pronto se convirtió en un ensayo anticipado de lo que sería la Segunda Guerra Mundial. Siguiendo su rastro, el lector percibe la labor de filigrana que supone este libro, cuyo objetivo principal es tejer hilos entre estas seis vidas, no siempre coincidentes en el tiempo, de forma hábil y vibrante; sin escatimar detalles íntimos o notas de color destinados a hacer verosímil esta reconstrucción del pasado. Del pasado personal de las tres parejas seleccionadas y del tiempo colectivo que compartieron. Un tiempo de ideales y de aventuras vitales llevadas al límite.

Todos querían ir al frente, pero su periplo empezaba en el hotel Florida. Construido por el arquitecto Antonio Palacios e inaugurado en 1924, el Florida representaba el lujo en el Madrid herido por los proyectiles. Y más cuando el Palace y el Ritz pasaron a ser hospitales de sangre. Contaba con diez plantas y fachada de mármol, estaba situado en la plaza del Callao y sus habitaciones disponían de baño y agua caliente. Periodistas de éxito, pilotos franceses y rusos y damas de la noche frecuentaban su animado bar. Los víveres escaseaban, pero no tanto el alcohol. Y, en todo caso, siempre había periodistas bien provistos de comida y bebida, como Hemingway. Eso sí, los bombardeos de los insurgentes agujereaban sus nobles paredes a diario desde el Cerro Garabitas. Así que, de una y otra manera, no había juerga nocturna en la que faltaran copas u obuses.

Con todo, el hotel Florida es el marco, pero no tiene el papel central que podría desprenderse del título. No es lo que ocurre dentro lo que importa, sino lo que hacen y viven los protagonistas que allí se alojan. Su frenética búsqueda de noticias que luego deben pasar por la censura para evitar que se cuele información ventajosa para el enemigo. Es ahí donde Amanda Vaill sitúa al español Arturo Barea, un «socialista sentimental» con hechuras de perdedor convertido en censor por accidente. Barea –lo ha contado él mismo en La forja de un rebelde–, de origen humilde, aspirante a escritor y con un puesto fijo en una oficina de patentes de la calle Alcalá, se siente urgido a hacer algo útil por la República tras la sublevación. Aunque viste de oficinista, vive en su antiguo barrio de Lavapiés y comparte el temor de sus vecinos, la mayoría obreros, de que las fuerzas acuarteladas en la capital empiecen a dispararlos si no cuentan con armas: «Si los fascistas intentaban tomar Madrid habría que luchar a muerte». Pero él prefiere ayudar de otro modo, desconfía de las armas en manos de según qué gente y acepta ocuparse de la censura de prensa en el turno de noche: debe cotejar y aprobar las crónicas que los corresponsales envían de madrugada a sus medios.

La marcha del Gobierno a Valencia a primeros de noviembre de 1936 ante la amenaza –fundada, pero no cumplida– de que los sublevados tomaran Madrid, dejó a Barea sin jefes y con la misión de echar el cierre a la oficina de prensa. Pero el aluvión de reporteros que seguía pasando por Madrid obligó a reabrirla: todo quedó a su cargo, aunque le supervisara desde Valencia el titular, primero Luis Rubio Hidalgo, y luego, ya en 1937, Constancia de la Mora. La llegada de la voluntaria austríaca Ilsa Kulcsar, capaz de traducir en varios idiomas, dio un respiro a Barea. El rascacielos de Telefónica desde el que se transmitían las crónicas, y en el que trabajaban –y en algún tiempo dormían– el censor e Ilsa Kulcsar, era uno de los más vulnerables a los proyectiles, un blanco buscado. No en vano Barea acabó sufriendo el llamado síndrome de los bombardeos (shell shock) que le producía vómitos y alucinaciones; una desazón que proseguía durante el día al comprobar los estragos que dejaban en vidas humanas. En una ocasión hasta descubrió un trozo de cerebro pegado al cristal de su coche. El riesgo era tan evidente que la pareja –Barea y Kulcsar acabaron enamorándose– se mudó a dormir al cercano hotel Gran Vía. Contrapunto de los corresponsales famosos, a pesar de atender sus demandas y de controlar sus crónicas, Arturo Barea e Ilsa Kulcsar no pertenecían a la fauna de corresponsales alojada en el hotel Florida. Unos y otros convergían en la oficina de prensa y en la cantina del hotel Gran Vía a la hora del almuerzo.

Amanda Vaill se ha apoyado en archivos personales, cartas, dietarios y una intensa labor de hemeroteca. No en vano, las vidas de Robert Capa, Ernest Hemingway, Gerda Taro, Martha Gellhorn y Arturo Barea han generado ya abundante literatura. El personaje de Robert Capa ha inspirado incluso más de una novela en los últimos años. En especial a raíz del hallazgo en México de tres cajas con negativos e imágenes inéditas de Capa, Taro y David Seymour (Chim), origen de una exposición conocida como La maleta mexicana que pudo verse en el Círculo de Bellas Artes de Madrid en 2012. En todo caso, al entrecruzar las vidas de estos personajes, Amanda Vaill consigue crear expectativas incluso en el lector que ya conoce lo que va ocurrir y que, aun sabiéndolo, acepta que se lo cuenten de nuevo. Entre las costuras del texto, además, palpitan las penalidades de la población leal a la República o forzada por las circunstancias a vivir en la España que resistía. De este modo, Hotel Florida desarrolla un destacado papel divulgativo, al presentar de forma coral y amena los años del espanto. Uno de sus logros es dejar entrever no ya el heroísmo y la legitimidad republicana, sino la mezcla de servidumbres y silencios a que se vieron abocados algunos dirigentes al prolongarse la contienda más allá de lo esperado. Luces y sombras que llevaron a tantos republicanos de buena fe, como Barea, a sentirse atrapados en la doble necesidad de no perder la guerra y no perder la razón democrática. Todo ello contado a ráfagas, sin ahondar en ello, con ese estilo ágil con el que el relato cruzado avanza. Dejando en evidencia la implicación de Italia y Alemania en la contienda y el juego de intereses propios de Francia y Reino Unido al defender el Pacto de no Intervención.

En la obra se aborda el abismo que se fraguó esos días entre el novelista John Dos Passos, en busca del paradero de su traductor español, José Robles, y un Hemingway dispuesto a no indagar para no perder sus fuentes ni manchar la causa republicana con episodios siniestros. Sobre la detención de Robles en Valencia por los servicios secretos soviéticos y su posterior desaparición, existe un libro fundamental, Enterrar a los muertos, de Ignacio Martínez de Pisón (2005). Vaill evoca este oscuro hecho y la inquietante pregunta que Dos Passos le lanza a Hemingway en medio de un tenso diálogo: «[…] ¿de qué vale luchar por las libertades civiles si al final acabas destruyendo esas mismas libertades civiles?»(pp. 258-259). A Barea le asaltaban parecidas dudas. «Pensaba que la guerra había sido provocada por un grupo de generales que se habían unido a las elites reaccionarias, con el fin de impedir cualquier desarrollo del país que fuera una amenaza a su casta. […] Pero cuando empezó a llegar la ayuda extranjera, desde Alemania e Italia para un bando, y desde Rusia para el otro, este conflicto civil entre las fuerzas del cambio y las fuerzas de la reacción, se había convertido en otra cosa”(p. 266).

Amanda Vaill no es historiadora, ni estamos ante una obra de carácter académico. Reconocida biógrafa, al escribir la historia de Gerald y Sara Murphy, amigos de Hemingway, probablemente tuvo ya ocasión de manejar información sobre el autor de Adiós a las armas. Hotel Florida tampoco es un libro de historia en sentido estricto. De hecho, al manejar una información tan ingente, hay elipsis que pueden requerir un posterior contraste con obras especializadas. Teniendo en cuenta que el libro sobrepasa las quinientas páginas, es inevitable que otros personajes de interés que pasaron por el Florida apenas queden esbozados, como André Malraux, Antoine de Saint-Exupéry, Lillian Hellman, Josephine Herbst y otros cronistas con un perfil valioso. Como contrapartida, Hotel Florida ofrece imágenes de la microhistoria del Madrid sitiado y de las peripecias de Gerda Taro o Martha Gellhorn que pueden iluminar al lector ya informado sobre la Guerra Civil con nuevos destellos. Aunque la autora recurre a imágenes poderosas y escribe con elegante eficacia, no es un libro de ficción. Tampoco le hace falta, puesto que lo narrado es ya de por sí lo bastante potente, y hasta delirante, como para necesitar de la invención. Haciendo honor a los cronistas que retrata, el libro cabalga entre la crónica periodística de calidad y el ensayo, con ciertos tintes sociológicos al abordar las interioridades de las parejas. En su afán de reconstrucción, Vaill supone y deduce hasta el límite, al describir de forma prolija hechos no por conocidos menos dramáticos, como la muerte de Gerda Taro, aplastada por un tanque cuando regresaba encaramada en un coche de hacer fotos del frente. O al adentrarse con igual minuciosidad en la crisis matrimonial de Hemingway con su esposa Pauline mientras la intrépida Martha Gellhorn entraba en su vida. Una crisis amorosa que evidenciaba otra más oculta: la necesidad de Hemingway de obtener nuevo material narrativo para sus libros en la guerra de España. Fruto de su experiencia española fue una de sus mejores obras: Por quién doblan las campanas.

La estadounidense Josephine Herbst, que visitó el frente del Jarama, escribió el balance de su estancia española en The Starched Blue Sky of Spain and Other Memoirs. Algunos extractos, reproducidos en Ve y cuenta lo que pasó en España (una antología de extranjeras en la Guerra Civil publicada en 2005 por la editorial Planeta), ofrecen lúcidas reflexiones: «Pero ninguna guerra es fuego purificador. Los individuos no luchan como individuos y las visiones conflictivas comportan un conflicto de deseo e intención. Antes de irme de España ya se había iniciado la desintegración, con una sórdida guerra intestina en Barcelona. […] ¿Era revolucionario el objetivo de la guerra, era dar un golpe a los terribles males que habían conducido a la sublevación, o era una guerra por la democracia que, para los intransigentes no implicaba más que la restauración del statu quo? En aquella época, las abstracciones se habían apoderado del bando legitimista; en el bando de Franco, la superioridad de las armas, ciertamente, estaba ganando».

Martha Gellhorn confesó a Eleanor Roosevelt (con quien mantenía contacto personal y epistolar por ser amiga de su madre) por qué volvía a España en febrero de 1938 (al igual que había hecho Hemingway), tras conocer la ofensiva de los sublevados en Aragón. «Sé que nada de lo que podamos hacer va a servir de mucho, pero tenemos que hacerlo. […] viendo todas las cosas odiosas que he visto, y sabiendo lo que sé sobre España, me doy cuenta con toda claridad de lo que va a ocurrir en los demás sitios. Por eso sé que el único lugar en que podemos estar ahora es en el frente, donde no tienes que pensar, pues te basta con poner el cuerpo (aunque no sirva de nada) enfrente de todo lo que odias».

Inmaculada de la Fuente es periodista. Sus últimos libros son Mujeres de la posguerra (Barcelona, Planeta, 2002), La roja y la falangista (Barcelona, Planeta, 2006) y El exilio interior. La vida de María Moliner (Madrid, Turner, 2011).

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Ficha técnica

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