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Cruces de caminos

Entre el bolero y el tango (o cuando los cuerpos hablan)

Juan Carlos Rodríguez

Granada, Los Libros Imposibles, 2015

187 pp. 10 €

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Los libros de Juan Carlos Rodríguez son siempre diferentes a lo que mayoritariamente suele encontrarse en las librerías. Con el comienzo del año 2016 acaban de llegar dos nuevos a sus mesas y estanterías: Para una teoría de la literatura (40 años de Historia) (Madrid, Marcial Pons, 2015) y el que motiva estas líneas. En ambos casos el proceso de elaboración ha sido largo y concienzudo, y los libros llegan al lector bien madurados y escritos. Cada uno de ellos es un río caudaloso, pero encauzado y abundante en meandros, donde el lector encuentra depositados años de lecturas y pensamiento que, después de muchas vueltas y revueltas, se ofrecen decantados. No se trata de libros de acumulación positivista de materiales más allá de lo imprescindible, sino de demoradas reflexiones sobre productos que englobamos con frecuencia sin saber muy bien por qué bajo el término «literatura», una camaleónica palabra como hay pocas. Como acostumbra, en estos dos libros el autor machaca insistente el hierro que lo ha tenido ocupado durante toda su vida: de qué hablamos cuando hablamos de literatura.

Entre el bolero y el tango recoge textos que han tenido vida editorial anterior, aunque con una difusión limitada, urgida por las circunstancias que los motivaron. Ahora han sido corregidos y ampliados, alcanzando su formulación definitiva las ideas del autor sobre estas dos modalidades de baile y canción. Su acercamiento reflexivo al tango comenzó en los años ochenta, cuando se puso en marcha el Festival Internacional de Tango de Granada, que ha alcanzado ya veintisiete ediciones. Eran los años en que estaba fraguando en aquella ciudad el movimiento conocido como «la otra sentimentalidad», que ha acabado siendo una de las corrientes poéticas más destacadas y discutidas de los últimos treinta años. Fue precisamente Juan Carlos Rodríguez quien dotó a aquel movimiento de espesor reflexivo, partiendo tanto de grandes conceptos y teorías abstractas como del análisis de manifestaciones culturales más cercanas y hasta populares. Pocos como él han sabido abordar el estudio de manifestaciones culturales populares –término este último peligroso como pocos– y en ello ha continuado hasta hoy, en este caso paladeando los mejores tangos y boleros, viendo cómo se proyectan en artes como el cine o cómo se construye su particular textura en diálogo permanente con otros textos y músicas.

A sus primeras indagaciones sobre el tango se añadieron en fechas más cercanas otras sobre el bolero, que completan y redondean estas reflexiones sobre estas modalidades culturales latinoamericanas con términos que nos sitúan en el ámbito del ensayo. Referidos al tango: «Notas sobre melodrama y populismo» como subtítulo. O en varios apartados del libro: «Aproximación». Notas y aproximaciones que dan cuenta de la continuada reflexión y de su exposición ordenada, pero exhaustiva. Juan Carlos Rodríguez sabe y admite que sólo pueden realizarse aproximaciones a asuntos tan complejos y tan diversos como estos géneros populares donde tantos asuntos se entrecruzan y se mezclan, dando lugar a continuos mestizajes, propiciados por los procesos históricos de las sociedades en que han ido desarrollándose. Con relación al mundo del bolero, el propio título es aún más elocuente al respecto de su carácter aproximativo: «Aprendiendo a leer y a escuchar», boleros naturalmente. La conciencia del límite por delante y sin tapujos.
Y, no obstante, desde el principio afirma –como siempre en sus estudios– su voluntad de realizar un estudio de historia literaria «seria» de tan importantes manifestaciones culturales populares, olvidadas, cuando no desdeñadas, durante mucho tiempo en las historias y antologías de la poesía argentina, en el caso del tango, o de las de otras latitudes, en el del bolero. Escribir sobre el tango o el bolero sin caer en la apasionada exaltación nacionalista o, por el contrario, en «el distendimiento cuasihumorístico de la supuesta superioridad intelectual del snob frente al inevitablemente mediocre producto plebeyo» (p. 38) es el reto asumido y salvado con brillantez. Es decir, buscando y encontrando «el tono justo» (p. 43). Se trata de analizarlos no como «espejos de nuestras nostalgias», sino de conocerlos «en su auténtica raíz, destripar los espejos, desvelar su lógica oculta, su inconsciente ideológico y su historia real» (p. 43).

Su aproximación a estos géneros tiene entonces, en primer lugar, un carácter reivindicativo de estas manifestaciones de lo vulgar y las connotaciones que han ido adquiriendo en la evolución histórica de la ideología burguesa de los países en que fueron surgiendo, acompañando primero sus procesos de emancipación colonial y luego de conformación de sus ideas de nación. Su carácter melodrámático y populista, en opinión del autor, tienen mucho que ver justamente con estos procesos que fueron el verdadero «humus donde fermentó el tango» (p. 35) y, a su manera, también el bolero, que se analiza después.

Juan Carlos Rodríguez conduce al lector por los escenarios históricos donde se desarrollaron: el Buenos Aires de 1900 a 1950, con sus sucesivas oleadas de inmigrantes, las duras condiciones de vida de aquella oscura gente en sus barrios populares y el tango como manifestación de «aquello que callamos»: «música del silencio» de esas vidas difíciles, llenas de frustraciones, con su entorno de cigarros, alcohol, sexo, amor, noche y soledad. Las raíces del tango se hunden en las negras tierras de la inmigración, abonadas de ilusiones y esperanzas vividas como instinto primario de supervivencia, pero también con un componente importante de desilusión y desesperanza. El tango, manifestándose primero como un baile con fuertes connotaciones eróticas, como ocurría con otros en los teatros y salas de bailes populares de todas las grandes ciudades del mundo industrializado: los bailes apaches parisienses o el cuplé español, pongamos por caso. Arte tenso y convulso, popular, vulgar, marca que apunta a su origen, no a su calidad.

De aquellos barrios, patios y burdeles sacaría su música Carlos Gardel hasta encumbrarla internacionalmente en un proceso paralelo al de su ascensión personal desde el lumpen bonaerense a la gloria internacional que su trágica muerte en un accidente aéreo cortó inesperadamente, dejando en el aire un gran interrogante, más en tiempos de exacerbadas incertidumbres. El tango ya no era para entonces sólo una manifestación popular local argentina, sino cada vez más universal. Pero en este proceso se produjo también la deturpación de aquella manifestación cultural y su apropiación de ella por parte de la pequeña burguesía o del populismo nacionalista, que buscaba unas hipotéticas raíces «populares» para sus proyectos totalitarios, todos ellos con un rasgo común: la mentira de su lenguaje y la verdad de su terror. Es decir, con un lenguaje populista aparentemente opuesto al gran capital, pero realmente usado por una cuadra de esbirros directos de ese gran capital y a su servicio.

Con sus más y sus menos, entretanto había ido desarrollándose buena parte del repertorio de tangos que han alcanzado mayor universalidad y sobre los que se hacen oportunas y cuidadas apreciaciones en el libro, siempre sin perder de vista los cambios en el escenario histórico: desde el tango como cuerpo que se hace y se deshace en el baile a su conversión en mito nacional gracias a Gardel, pero afeitado en sus bailes y letras por las prohibiciones eclesiásticas o con letras readaptadas que introducían cierto buen sentido y cada vez con más cucharadas de sentimentalismo. La sequedad inicial del tango y su regusto amargo resultaban así más digeribles. El buen sentido burgués y pequeño burgués heredado del siglo XIX del que ofreció tan brillante análisis Siegfried Kracauer en su modélico Jacques Offenbach y el París de su tiempo (1937) opera siempre igual: fagocita lo que hay alrededor, se acerca al precipicio de la libertad, pero después da un paso atrás asustado. El libertinaje es hermoso mientras no es más que un juego y un pasatiempo, pero no cuando muestra la otra cara de la lucha por la vida en las sociedades modernas.

El gran espesor histórico y literario del tango hace que se detecten en sus textos los cambios sociales y la evolución de la tradición literaria que lo sustenta en toda su complejidad, desde ecos de Bécquer como símbolo de la condensación y sublimación de las contradicciones románticas hasta el paternalismo moralista de Carriego y otros poetas, sin olvidar la presencia siempre latente del modernismo de Rubén Darío o Amado Nervo. A su lado, la tradición de formas populares más o menos renovadas y acriolladas. Y dando lugar también al surgimiento de unos poetas propios –hay que afirmarlos como tales tras analizar sus mejores obras, basta de ofuscaciones separatistas entre alta y baja cultura– que produjeron sus peculiares letras: Pascual Contursi, con su permanente recurrencia al tema del hombre traicionado, a la ciudad de Buenos Aires y sus arrabales como escenario de esas vidas frustradas; Celedonio Flores, lleno de ecos rubenianos, pero que dio forma definitiva al lenguaje del tango: el lunfardo; Enrique Santos Discépolo, que testimonia la más estricta cotidianización de sus asuntos, liquidando el modernismo y convirtiendo en la base de su escritura su desgarrada vida bohemia con un fondo filosófico de amarga melancolía existencial; o, ya en los años cuarenta, Homero Manzi, que manejaba todos los resortes del género con habilidad de comerciante, pero en determinados momentos escribía poemas magistrales como «Malena». No es cuestión aquí de entrar en más detalles de nombres: mejor remitir al libro y, sobre todo, a los concisos pero sugerentes comentarios sobre los autores citados o sus tangos más relevantes y, llegado el caso, a cómo se desarrolló también una atención crítica e interpretativa del fenómeno, que ocupó a mentes tan agudas como la de Jorge Luis Borges, sobre cuya constante referencia al tango, poética y crítica, se realiza una cuidada indagación. Es por aquí por donde el lector va llegando a los meandros del río de este libro, encontrando depositados en su fondo materiales preciosos: esos precisos comentarios de los grandes tangos, la penetrante y contradictoria aproximación borgiana a sus raíces, la alusión a referentes modélicos de la cultura burguesa.

El espesor histórico y literario del tango al que me refiero hace que sea posible analizarlo ya entonces desde diferentes ángulos. Uno de los más curiosos, a cómo ha ido convirtiéndose en sustancia de otras obras artísticas, que dan lugar al ser citadas a brillantes comentarios. Pueden ser, por no salir aún de Borges, sus cuentos Hombre de la Esquina Rosada y El hijo de su amigo, de los que ofrece sugestivos análisis. O pueden ser obras de tanto impacto en su momento como la novela Boquitas pintadas, de Manuel Puig, inspirada en unos versos mil veces paladeados y canturreados: «Deliciosas criaturas perfumadas / quiero el beso de sus boquitas pintadas». El tango había saltado también al mundo del cine sonoro con irreprimible fuerza, dando lugar a numerosas películas, de las que sería un hito tardío El último tango en París, de Bertolucci, de tantas aristas y tantas sugerencias, un epílogo grandioso al trasfondo pasional del género.

Queda así plenamente justificado el título de la primera parte de libro: «Del primer al último tango (Notas sobre melodrama y populismo en la literatura latinoamericana)». El camino recorrido ha ido desde los orígenes del tango a la consideración de cómo empapa tanto nuestros recuerdos –y aun nostalgias– como la producción artística que los han rodeado.

La segunda parte del libro («Aprendiendo a leer y a escuchar») se ocupa de cómo el tango ha evolucionado desde el legendarismo de finales del siglo XIX y principios del XX –«historias que se cuentan con los pies, con el baile, con la música (incluida la tardía aparición del bandoneón) y luego con letras, muchas de las cuales plausiblemente desconocemos» (pp. 133-134)– hasta su conversión en mito del nacional-populismo argentino, para abrirse después a un período que Juan Carlos Rodríguez considera de «nueva leyenda», cuando tangos como «Uno», de Discépolo, planteó «no el canto al yo, sino precisamente la puesta en cuestión del yo». Es decir, el tango se aprestaba y se ponía al día de las preocupaciones posmodernas. La filosofía existencialista nacida de la reflexión sobre los grandes problemas de la sociedad occidental después de dos guerras mundiales o de crueles regímenes totalitarios encontraba también un cauce expresivo en aquel ya veterano género. Resulta llamativo y sorprendente este recurso a la individualidad en los tangos de Discépolo. La habilidad del estudioso hace que reparemos en estratos de las letras que una consideración superficial nos hurtaría. Y no menos apasionantes son las páginas en que se rastrea lo grotesco del tango en estos años como respuesta a un mundo cada vez más deshumanizado y desquiciado, donde la supervivencia vuelve a ser tan dura que se contempla la propia vida como si fuera póstuma: «Déjame que llore como aquel / que sufre en vida la tortura / de llorar su propia muerte». La vida se convierte en farsa y en cambalache, y los espejos devuelven imágenes grotescas. Da igual que sea la propia imagen o que sea la de la persona antaño amada. El siglo XX entero se revela como un terrible Cambalache, tal como aparece en el tango homónimo, tal vez el más demoledor de todo su repertorio: «Que el mundo fue y será / una porquería, ya lo sé. / En el quinientos seis / y en el dos mil, también». Toda la modernidad se muestra como un proceso de degradación imparable en que se igualan el bien y el mal y donde la impostura se convierte en modo de vida. Lo que había comenzado como un baile popular de suburbio urbano alcanza a ser expresión decantada del existencialismo moderno.

Lejos quedan entonces apropiaciones políticas nacionalistas, sentimentalismo ramplón y cursilería. El diamante del tango, cuanto más se juega y se contempla con detenimiento, más facetas y más brillantes descubre. Y se hace plena y vigente la definición del tango como «pensamiento triste que se baila», manifestación certera de la conciencia destructora del tiempo en una época escasamente propicia para la épica. No es el tango lo vulgar, sino la sociedad que muestra.

Encarando la recta final del libro, Juan Carlos Rodríguez aborda el bolero como otra manifestación musical engañosa que sólo descubre su verdadera profundidad cuando se va más allá de su aparente suavidad y se descubre que sus límites están en el borde de la locura y el deseo, con un fondo también de tristeza. Fue empapándose en su desarrollo de otras músicas y de otros textos, pero sin perder una peculiaridad que llama la atención al crítico: siendo una canción de amor, sin embargo «siempre habla del desgarro de la pareja y de la imposibilidad del amor». Revive los instantes de felicidad, pero apenas acaban quedan la ausencia, el recuerdo, el engaño, el reproche, el perdón.

Un breve recorrido por su historia con la mención de algunos cantantes y compositores significativos jalona su desarrollo antes de llegar al final, donde se retoma la tesis general sostenida en el libro: el bolero y el tango como manifestaciones de «cuando los cuerpos hablan» y se cree que es posible la comunión completa y se busca afanosamente.

Hablaba al comienzo de estas páginas de la importancia que Juan Carlos Rodríguez otorga a hacer historia literaria «seria» de estos géneros, que impregnan nuestras vidas, manoseadas inevitablemente por el entorno de melodrama y populismo que nos rodea desde nuestro nacimiento. Y de ahí precisamente la necesidad y oportunidad de conocer sus mecanismos, el antídoto adecuado para evitar sus efectos perniciosos, pero también para beneficiarse de su poder terapéutico. Para ejemplificarlo, nada mejor que remitir al que considera el gran bolero de la historia, «el meta-bolero, el bolero de los boleros»: El amor en los tiempos del cólera, la célebre novela de Gabriel García Márquez. Su comentario da lugar a otro de los genuinos meandros del libro. Como se recordará, sus protagonistas llevan toda su vida en un «ir y venir del carajo» de un lado a otro: esa es toda su vida, «Toda una vida», como reza uno de los boleros más célebres.

El ruido del espectáculo de la vida moderna –o posmoderna, como quieren algunos– hace necesaria más que nunca la búsqueda de espacios de silencio reflexivo desde los cuales poder observarla y analizarla con perspectiva adecuada. Si uno se acompaña de libros como este, a buen seguro que después entenderá mejor cómo funciona su endiablada danza. Los libros de Juan Carlos Rodríguez son siempre útiles herramientas para desarmar las tramoyas que sostienen el espectáculo de la vida moderna. Y, si viene al caso, para rearmarlas, pero sin confundir nunca un destornillador con una lima. De esto hablamos cuando hablamos de literatura.

Jesús Rubio Jiménez es catedrático de Literatura Española en la Universidad de Zaragoza. Algunos de sus últimos libros son Valle-Inclán, caricaturista moderno. Nueva lectura de «Luces de Bohemia» (Madrid, Fundamentos, 2006), La fama póstuma de Valeriano y Gustavo Adolfo Bécquer (Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2009), Cipriano Muñoz y Manzano, Conde de la Viñaza. Biógrafo y crítico de Goya (Zaragoza, Fundación Goya, 2011), Ramón del Valle-Inclán y Josefina Blanco. El pedestal de los sueños (Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2011), Augusto Ferrán Forniés, traductor. De las nieblas del Rin a la claridad meridional (Madrid, Escolar y Mayo, 2015) y Algunas hojas de mi libro de horas (Pueyo de Marguillén, Papeles de Casa Vigo, 2015).

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