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Don Miguel en su laberinto

En el torbellino. Unamuno en la Guerra Civil

Colette y Jean-Claude Rabaté

Madrid, Marcial Pons, 2018

286 pp. 27 €

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Es frecuente escuchar o leer críticas y lamentaciones acerca del olvido de los más conspicuos representantes de la Edad de Plata. Si hubiera que elegir las excepciones más claras a ese supuesto olvido que acabo de mencionar, Miguel de Unamuno estaría, sin duda, en los primeros lugares de la lista. Ha llegado a mis manos mientras estaba leyendo el libro que enseguida va a ocuparnos una selección de textos del pensador bilbaíno que ha preparado el profesor Francisco Fuster (autor del prólogo y de la propia antología) con el apropiado título de Aforismos y reflexiones. Sin ánimo de ser exhaustivo, junto al citado de Fuster, tengo noticia además de una obra colectiva compilada por Francisco de Jesús Ángeles Cerón y que se presenta como Unamuno. El poeta del pensamiento; de una antología de Andrés Trapiello bajo el título de Cancionero; de otra edición de María Consuelo Belda Vázquez titulada Teresa, que es la adaptación de una tesis doctoral; de la reedición de un clásico como Andanzas y visiones españolas, o de la publicación de las Novelas completas. ¡Y todo ello, como digo, en lo que va de año, que a estas alturas en las que escribo no llega a completar los tres meses!

Es evidente que Unamuno sigue interesando. Por su versatilidad, su carácter, sus peripecias vitales o su singladura intelectual. Unas circunstancias, en todo caso, que permiten que cada cual pueda tener su Unamuno, es decir, retratos o visiones parciales a menudo difícilmente conciliables entre sí. Hay también, no obstante, investigadores que siguen empeñados en abarcar toda la trayectoria vital e intelectual del filósofo y literato. Entre ellos, los Rabaté, Colette y Jean-Claude, se han distinguido especialmente en los últimos tiempos. Los interesados en el tema se acordarán seguramente del voluminoso estudio biográfico que ambos hispanistas publicaron no hace mucho (Miguel de Unamuno. Biografía), que fue objeto de una reseña en Revista de Libros. Desde entonces, los Rabaté nos han ofrecido una edición de Cartas del destierro, han sido comisarios de la exposición Yo, Unamuno en la Biblioteca Nacional y –lo último de lo que tengo noticia– han publicado el primer volumen de su correspondencia con el título de Epistolario I. 1880-1899, un ejemplar que supera ampliamente las mil páginas. Por lo que yo he leído, la labor de Colette y Jean-Claude Rabaté es tan minuciosa en su documentación como brillante en su exposición, independientemente de que, como es natural, inevitable y hasta estimulante, pueda diferirse de algunas de sus interpretaciones. Máxime en alguien tan poco propicio a las simplificaciones elementales como don Miguel de Unamuno y Jugo.

La obra que ahora nos ocupa, subtitulada Unamuno en la Guerra Civil, abarca, en efecto, el lapso comprendido entre la sublevación del 18 de julio y la muerte de don Miguel el último día de aquel mismo año. En ese tramo final de su existencia, unos cinco y meses y medio ?casi todo el segundo semestre de 1936–, el viejo rector, recluido primero y casi prisionero al final en la ciudad del Tormes, vivió, como es sabido, una auténtica agonía personal, familiar e intelectual. No puede ser, por tanto, más apropiado y elocuente el título elegido. En el torbellino era también, significativamente, el título que el propio Unamuno eligió para un artículo que finalmente no llegó a ver la luz, aunque aquí, en este volumen, se recupera y se reproduce íntegro. En él podemos leer estas frases que tan bien reflejan la angustia existencial de nuestro protagonista: «Porque yo, que he acusado a mis compatriotas de haberse vuelto locos, siento que me envuelve su locura, que se me está criando mala sangre. Con un poder de aborrecimiento, de tirria, de rencor, del que no me creía capaz» (pp. 252-253).

Los prolegómenos, si así puede llamárseles, son también de sobra conocidos. Si no queremos complicarnos mucho la vida, dejémosle al bueno de don Miguel el calificativo de liberal, que precisaría de muchas matizaciones, pero que no tiene alternativas mucho más adecuadas. Como liberal, Unamuno se opuso –con mucha mayor coherencia, dicho sea de paso, que en otras coyunturas que le tocó vivir– a la dictadura de Primo de Rivera y sufrió en mayor medida que otros colegas de la pluma o la cátedra las iras del general jerezano (son bien conocidos los episodios del destierro en Fuerteventura y el exilio en París y Hendaya). Colaboró en el advenimiento de la República y saludó con entusiasmo el 14 de abril, como la mayoría de los intelectuales del momento. Como en el caso del otro gran pensador de la época, José Ortega y Gasset, sus esperanzas se trocaron rápidamente en desencanto y, al poco tiempo, en franca hostilidad ante la deriva radical del nuevo régimen. Una deriva que, como bien explican los Rabaté en un excelente y muy sintético primer capítulo, Unamuno personificaba en la figura de Manuel Azaña. Por encima de las discrepancias políticas concretas, don Manuel y don Miguel eran dos egos monumentales que no cabían en la misma sala y, probablemente, ni siquiera en el mismo país. Hasta cuando coincidían, esa convergencia o encuentro se transformaba en choque abrupto por el motivo más fútil. Sea como fuere, el rector salmantino, siempre proclive a que le doliera algo, sustituyó su crónico dolor de España por un mucho más específico «dolor de la República». Frente a interpretaciones sesgadas o interesadas, en el libro se matiza y se subraya que el distanciamiento unamuniano no era tan solo frente a la República progresista, pues sus críticas «a la política de las derechas a partir de las elecciones de 1933 son tan duras como lo habían sido durante el primer bienio republicano» (pp. 33-34). Ahora bien, ello no empece el reconocimiento de que, a las alturas de 1936, el triunfo del Frente Popular, el clima de violencia y sus propias circunstancias personales y familiares le llevan a abominar radicalmente del régimen: su repugnancia hacia la política republicana había tocado techo.

El 18 de julio lo sorprende en Salamanca, ciudad que se suma de manera casi inmediata a la sublevación. El «viejo liberal –dicen los Rabaté– da señales claras de conformidad con la causa de los rebeldes» (p. 51), En este caso, sostienen los autores, a diferencia de otras contradicciones y paradojas de su vida y obra, no se trata de una mera reivindicación de independencia personal (como cuando fue en 1935 a un mitin de Falange), ni es la consecuencia última de sus resquemores contra la República. Aducen los Rabaté factores psicológicos y coyunturales para explicar lo difícilmente explicable: el viejo liberal, a esas alturas de la vida, es más viejo que liberal o, dicho en términos más caritativos, se encuentra cansado, temeroso, vulnerable. En otro orden de cosas, más teórico y político, es probable también que Unamuno pensara, como aquí se sostiene, que el levantamiento del 18 de julio fuera uno de los típicos pronunciamientos de larga raigambre hispana, es decir, una simple rectificación del rumbo republicano en la línea de lo que decían en un primer momento algunos de los bandos de los facciosos: «¡Viva la República con dignidad!» En cualquier caso, a modo de justificación del marasmo unamuniano, se sostiene la tesis de que, a esas alturas de su vida, el catedrático bilbaíno no entiende la época en que vive, pues su mente está más en el pasado –al que acude insistentemente para interpretar los acontecimientos– que en el tiempo presente.

Aunque es muy difícil entrar en las motivaciones profundas de cualquier ser humano, y más en el caso de alguien tan complejo como nuestro protagonista, podemos dar por plausibles tales explicaciones. El problema estriba en la actividad pública –esto es, directamente política– que el respetado catedrático despliega desde el 25 de julio, es decir, exactamente una semana después del alzamiento. En dicha fecha acude a la sesión extraordinaria del Ayuntamiento, ya convenientemente depurado de elementos izquierdistas o simplemente no adictos a la nueva causa, y hasta pronuncia un breve discurso que concluye llamando a «salvar la civilización occidental». Por su tono y por los conceptos que en él aparecen, se trata de una alocución que, como los mismos autores reconocen, «presenta cierta analogía con el “Manifiesto de Las Palmas” pronunciado por Francisco Franco el 18 de julio» (p. 62). Aunque la participación de Unamuno en el Consistorio no es particularmente activa, las cosas están tan claras que no termina agosto sin que el presidente de la República, Manuel Azaña, firme un decreto destituyéndolo de su condición de rector vitalicio de la Universidad. A esa medida responden los sublevados casi de inmediato –una semana después– restituyéndolo en el mencionado cargo honorífico (decreto del 1 de septiembre).

Lo peor, con todo, no es el aspecto meramente simbólico, sino que, como consecuencia inmediata de su restitución, el prestigioso catedrático se ve impelido a aplicar en todo el ámbito educativo (no sólo en el escalón universitario) las directrices de los rebeldes. Estamos hablando de los criterios puramente administrativos, pero también de los ideológicos y disciplinarios. Se trataba de la «normalización» de todos los niveles de la enseñanza, tal y como la entendían los facciosos: dicho lisa y llanamente, de un proceso de depuración que iba a afectar a maestros, profesores y catedráticos. A las delaciones de personas concretas, había que añadir otras labores siniestras, como las expurgaciones de bibliotecas populares o la sistemática censura de textos en nombre del patriotismo y los valores cristianos. ¡Menuda papeleta para un viejo liberal! Y al tiempo, ¡triste empeño para un célebre intelectual!

Junto a referencias que parecen alimentar la tesis de una cierta resistencia pasiva («mera correa de transmisión») en el desempeño de tales menesteres, no cabe duda de que hay datos que alimentan la interpretación contrapuesta, la implicación directa de Unamuno en las inicuas labores inquisitoriales o, en general, de «limpieza ideológica». Por lo menos en algunas de ellas (p. 75). No obstante, en el balance general de su actuación como responsable de las primeras depuraciones, los Rabaté echan un capote al rector atendiendo a los datos más incontrovertibles: el escaso tiempo del que dispuso para ello y su menguado poder de decisión. Desde el punto de vista psicológico, los autores se inclinan por trazar el retrato de un rector dubitativo, preso de escrúpulos y cautelas: incómodo con la situación, en definitiva. Más relevante, en todo caso, que esta actividad administrativa –y mucho más sonada– fue la donación de cinco mil pesetas a la causa nacional ya en el mes de agosto. Esto sí que era un gesto sensacional de alineación con el bando rebelde, no sólo por el matiz personal (quienes conocían a don Miguel sabían bien de su tacañería), sino por el montante en sí, una cantidad exorbitante para la época y los medios del viejo rector, pues equivalía a su pensión anual. Los autores, siempre comprensivos con su biografiado, insinúan que Unamuno actuó poco menos que obligado por las circunstancias.

La apelación constante a estas continúa en los episodios siguientes, como, por ejemplo, en el caso de la famosa carta que la Universidad de Salamanca envía a las universidades del mundo denunciando el terror rojo y elogiando la determinación de los sublevados de defender la civilización cristiana de Occidente. Los Rabaté diluyen el protagonismo de don Miguel en la confección, aprobación y distribución de la misma. Incluso las entrevistas que el prestigioso intelectual concede a varios corresponsales extranjeros son puestas en cuestión en la medida en que –sugieren– pudieron ser manipuladas por las autoridades franquistas y, en todo caso, más que expresiones de su apoyo al bando faccioso, constituían –siempre según esta versión de los autores– una clara muestra «de ingenuidad y de imprudencia». Los Rabaté cotejan lo que se atribuye a Unamuno en algunas de estas entrevistas con los textos que en su momento firmó el propio autor (artículos y otras obras) para dudar de la plasmación que en ellas se hace del auténtico pensamiento del maestro. Las invectivas desaforadas de cierta prensa republicana (Mundo Obrero: «Unamuno es un fascista») les sirven además para reflejar la extrema polarización ideológica del momento y la incapacidad de unos y otros para entender los dilemas del viejo catedrático.

Pero la guerra, por encima de todo, es destrucción, crueldad, muerte. Frente a los desastres de la guerra, que no tardan en hacerse visibles, y en particular frente a la estrategia del terror que va anegando de sangre las calles y paredones, el anciano rector se sumerge impotente en el dolor, la amargura, el desengaño. Frente al Unamuno público de la donación, el rectorado, las entrevistas y otras manifestaciones rimbombantes, los Rabaté prefieren y eligen al escritor íntimo de las confesiones, en especial, las contenidas en El resentimiento trágico de la vida. La violencia de esta guerra no es, por lo demás, algo difuso o lejano, sino una realidad que golpea lo más próximo, empezando por los convecinos, los compañeros, los amigos. El 29 de julio, Unamuno se entera de que se han encontrado en una cuneta los cadáveres de Casto Prieto Carrasco (alcalde y buen amigo) y José Andrés y Manso. Otros, como el pastor protestante Atilano Coco y Filiberto Villalobos, están en prisión. Múltiples conocidos, discípulos o admiradores le piden su intercesión. Se desconoce si Unamuno hizo algunas de esas gestiones que le pedían los desesperados. Lo que sí puede constatarse es que, cada vez en mayor medida, don Miguel se concentra en su dimensión más íntima, abominando de todo y de todos, repudiando asqueado la locura colectiva que se ha enseñoreado de su país y escribiendo para sí mismo sobre un salvajismo desaforado que atribuye por igual a ambos bandos: «Entre los hunos y los hotros están descuartizando a España».

Así las cosas, llega el 12 de octubre, día de la Raza. El solemne acto en el Paraninfo, con la presencia de las principales autoridades académicas, civiles, políticas y militares –entre ellas, la esposa de Franco, Carmen Polo, y el general Millán-Astray? ha sido analizado al milímetro y recreado en innumerables ocasiones. En la mayor parte de las ocasiones se ha impuesto una recreación de carácter mítico del acontecimiento, con un enfoque acusadamente maniqueo: el choque entre la intelectualidad y la milicia, la antítesis entre las armas y las letras, el combate entre la justicia y el fanatismo, la persuasión de la palabra («¡Venceréis, pero no convenceréis!») frente al grito histérico del energúmeno («¡Viva la muerte! ¡Muera la inteligencia!»). Como es sobradamente conocido, en este desafío de carácter heroico, don Miguel de Unamuno representaría la fuerza de la razón y el general Millán-Astray, la razón de la fuerza. No ha faltado incluso quien ha adornado el enfrentamiento con todos los matices dramáticos que la ocasión parecía exigir: así, podría dibujarse un sabio ya anciano, mermado de facultades físicas, pero lúcido y sereno, que con la sola ayuda de su palabra hace frente a una horda vociferante de civiles armados, militares y fascistas, bien representados todos ellos por la figura estrafalaria y repulsiva (un hombre manco y tuerto) del fundador de la Legión.

El estudio detenido de los diversos testimonios directos e indirectos del acto en cuestión invita a pensar que las cosas sucedieron de modo bastante más atropellado y confuso de lo que establecen las citadas esquematizaciones. En realidad, si bien se piensa, es absolutamente superfluo cargar las tintas en uno y otro sentido y, sobre todo, magnificar hasta lo inverosímil la valentía del catedrático bilbaíno. Ya de por sí era heroico que, en aquel ambiente exaltado, un hombre como él, un anciano sobrepasado por los acontecimientos trágicos, osara alzar la voz para farfullar unas palabras de disentimiento. Muy probablemente no fue un discurso tan limpio y rotundo como quiere la leyenda dorada. No importa. Sólo por el gesto, la figura de Unamuno se agranda hasta lo ejemplar e inmarcesible. El análisis de los Rabaté se mueve en lo esencial en esta misma línea, sobre todo cuando aducen que «es vano reconstruir lo que dijo [Unamuno] a partir de testimonios orales cuya autenticidad puede resultar discutible». Por ello optan por la vía de «analizar lo que pudo o al menos quiso decir [la cursiva es mía] el rector a partir de las notas que escribió» (pp. 136-137). Dicho análisis es minucioso y convincente, aunque, una vez más, no exento de algunos excesos interpretativos, como siempre a favor de don Miguel, como cuando escriben que «el cotejo entre las palabras apuntadas y la trayectoria ideológica de Unamuno nos permite apreciar la gran coherencia de su pensamiento». Frente a la visión mítica que dibuja un tumulto cercano al linchamiento contra el rector que había soliviantado a la chusma con su discurso, los Rabaté consideran que las fotos que captan el instante preciso de la salida del Paraninfo no indican nada de la violencia verbal del acto, y hasta «varios detalles desentonan con el relato de una huida precipitada y caótica de los asistentes».

Lo que nadie puede dudar es que el discurso de Unamuno, dijera lo que dijese y cómo lo dijese, no sonaba precisamente grato a los oídos de las autoridades oficiales. La prensa lo silenció. Por su parte, a nivel personal, don Miguel advierte cómo se hace de inmediato el vacío a su alrededor. El silencio y las miradas de reojo, en el mejor de los casos. En el peor, improperios e insultos: «¡Fuera!», «¡Rojo!» o «¡Traidor!» El 13 de octubre, la corporación municipal acuerda la expulsión de su seno. Al día siguiente, es el Claustro el que decide «retirar por unanimidad la confianza a su actual rector». Con todo, hay matices desconcertantes que los Rabaté citan de pasada, sin profundizar. Estas exclusiones y «castigos» –no sé si este es el concepto más idóneo, pero es el que aparece en el libro– suscitan el desconcierto en el viejo rector, que declara con ingenuidad –¿fingida, real?? «que no entiende que no le hayan dado explicaciones».

Desde el acto del Paraninfo, Unamuno es «un español desterrado en España» o, simplemente, un «anciano acorralado». Ha conseguido al fin enemistarse con «los hunos» y con «los hotros» y ser repudiado por ambos. Quienes lo visitan por uno u otro motivo –familiares, colegas? lo hacen con toda suerte de precauciones. Los biógrafos refieren que el poder militar aprieta el cerco en torno suyo. El acoso moral se convierte en físico, con coacciones y amenazas. Una vez más, sin embargo, se deslizan en este cuadro pinceladas turbadoras: entre sus escasos contactos, hay «unos jóvenes falangistas que lo cortejan como a un maestro y desean redactar una biografía o comentarios sobre su obra» (p. 166). El análisis de los escritos de estas últimas semanas de vida también ofrece elementos para la perplejidad, aunque los autores tratan siempre de encontrar continuidad y coherencia en su singladura intelectual. Pero lo cierto es que Unamuno se encontraba sin referentes: distanciado de la República y de sus representantes, espantado por la violencia de las turbas y por la amenaza del terror rojo; pero asqueado de que en nombre del cristianismo y la civilización occidental, se desatara una represión cruel e inhumana.

Por ello, se aborde la vertiente que se aborde, hay que insistir en los contrasentidos unamunianos. Su asqueamiento íntimo no le lleva a la equidistancia política. Unamuno nunca dejó de estar escorado a favor del bando rebelde: «A pesar de todo, la confianza que tiene en la persona de Francisco Franco queda intacta casi hasta el final y siempre imputa la culpa de la violencia y de las atrocidades a los que lo rodean y en particular el general Mola» (p. 177). La interpretación de los Rabaté se mueve incesantemente en ese equilibrio: no silencian los datos incómodos que desmoronan la querida imagen de un Unamuno resistente y hasta casi heroico, pero al tiempo subrayan y recrean a un don Miguel íntimamente herido por una abyecta Cruzada. Así, hasta el final: «Miguel de Unamuno, quien hasta sus últimas declaraciones se negó a oír el “¡Arriba España!”, “santo y seña de arribistas”, es enterrado como un falangista» (p. 194).

El último capítulo es una magnífica síntesis de lo que hoy suele denominarse «construcción del mito», es decir, cómo va elaborándose una interpretación legendaria del acto del 12 de octubre en el Paraninfo, con Unamuno en el papel de héroe solitario frente a la barbarie representada por Millán-Astray. Olvidado en principio el episodio en medio del fragor de la guerra, hay que esperar a 1941 para que se rescate. Lo hace el profesor de Salamanca Luis Gabriel Portillo, que no asistió al acto, en un artículo publicado en Inglaterra que no tuvo apenas eco hasta que fue retomado, ya en 1961, por Hugh Thomas en The Spanish Civil War. En 1964, Emilio Salcedo publica una biografía de Unamuno que reconstruye el episodio con datos nuevos acudiendo a fuentes orales. A partir de entonces irá dibujándose con esos materiales la exégesis progresista (Luciano González Egido, Carlos Rojas, Andrés Trapiello), mucho más potente y atractiva que la versión conservadora (José María Pemán, Ricardo de la Cierva, José María Gárate Córdoba, Luis Togores). De modo paralelo o complementario, la reconstrucción dramática del hecho en diversos documentales robustece la plasmación maniquea, desde la mítica película Mourir à Madrid (1963), de Frédéric Rossif, al no menos célebre Caudillo (1975), de Basilio Martín Patino, y le permite en nuestros días a José Luis Gómez llevar a las tablas con gran éxito una extraordinaria recreación de don Miguel como héroe trágico. Tras un brevísimo epílogo, que no añade nada relevante, la obra se cierra con una escueta pero muy interesante selección de documentos, algunos de ellos inéditos. En conjunto, pues, una obra impecable en su documentación, formalmente atractiva y abierta a un amplio espectro de lectores, desde el especialista al mero interesado en la figura de don Miguel de Unamuno.

Rafael Núñez Florencio es Doctor en Historia y profesor de Filosofía. Sus últimos libros son Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Madrid, Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo: del 98 al desencanto (Madrid, Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Madrid, Marcial Pons, 2014).

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