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El punto de Javier Cercas

El punto ciego. Las conferencias Weidenfeld 2015

Javier Cercas

Barcelona, Literatura Random House, 2016

144 pp. 15,90 €

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El invitado de Oxford

Cuenta el prólogo de este libro que cuando Javier Cercas recibió la invitación de la Universidad de Oxford para que fuera durante unos meses Weidenfeld Visiting Professor pensó que «todo podía ser un malentendido, o quizá una broma», por más que él no se considerara «un escritor del montón». En la primavera de 2015 pudo comprobar que no era así y aquellas conferencias acerca de la novela (y de la relaciones de las novelas con la historia, con los autores que las escriben y con los lectores que las leen) componen ahora el atractivo y jugoso ensayo misceláneo que se publica bajo el título El punto ciego.

Pero si Cercas repasó (y sin duda es lo primero que hizo) la lista de sus predecesores en la cátedra creada por Lord Weidenfeld debió de tener la certeza de que la propuesta iba en serio: allí estaban George Steiner –primero de los titulares– y Mario Vargas Llosa, que habían sido valedores tempranos y entusiastas de Soldados de Salamina, y Amos Oz, cuyas novelas están tan estrechamente determinadas por su condición de ciudadano judío crítico con el sionismo rampante del actual Estado de Israel. Y Roger Chartier, el gran especialista académico en historia de la lectura, y Roberto Calasso, que escribe ensayos que parecen novelas y viceversa, aunque también figurara Gabriel Josipovici, novelista y profesor de Literatura, que ha contrapuesto en un ensayo brillante y polémico (¿Qué fue de la modernidad?, trad. de Gregorio Cantera, Madrid, Turner, 2012) la solidez de la narrativa moderna a la endeblez de la posmoderna.

Los anfitriones eran sabedores de que el más joven de sus invitados no representaba exactamente la nueva deriva de la narrativa posmoderna. Volveremos sobre la cuestión, pero conviene advertir que este libro de Javier Cercas no utiliza las palabras posmodernidad y posmoderno (sólo lo hace, muy cautamente, al hablar de un tercer ciclo narrativo, postulado por Milan Kundera, que le parece «otro nombre de eso que se ha convenido en llamar novela posmoderna»), ni introduce el socorrido término de autoficción, tan reiterado entre nosotros, aunque menciona el de faction, contracción británica de fact y fiction, en ambos casos para designar relatos en los que episodios de la historia, más o menos verídicos, se encajan en el testimonio de un narrador autobiográfico. Pese a la cita de Kundera, Cercas no es partidario de considerar grandes mutaciones en el género novelesco, que, como tal, piensa que evoluciona de otro modo más biológico y pausado. En unas páginas estupendas sobre el Quijote advierte que la novela «fagocita todo» cuanto se mueve a su alrededor y siempre viene a ser un «género de géneros»: en la novela de Cervantes están los libros de caballería (no sólo como motivo de parodia), la amena variedad de los diálogos humanistas, las tramas entrelazadas de las novelas pastoriles, las sorpresas de los relatos bizantinos y las galanterías de los cortesanos, además de incorporar –con un relieve muy especial– el descaro de la narrativa de pícaros, entonces géneros actualísimos todos. Pudo ser así –argumenta Cercas– porque la novela era un género «degenerado», sine nobilitate (o sea, snob, traducimos), que en la noche de los tiempos surgió de la vieja facultad humana de inventar historias, pero que siempre permaneció en las afueras de las grandes preceptivas literarias: la épica, la lírica, el teatro.

La novela, género hambriento

Puede que la última etapa de la historia de la novela sea una cuestión de melancolía de los autores que viven una larga digestión, tras tanta voracidad: la melancolía que produce saber que casi todo está escrito, como ya sospecharon algunos románticos quejicas. Esa sensación se convirtió en un juego tentador en Jorge Luis Borges, referente de tantas cosas, que visitó los más diferentes escenarios de la imaginación novelesca convirtiendo el relato en pesquisa de sí mismo y su trama en eco de otra trama. Para Cercas, Borges inició la mezcla del ensayo y la novela, como hoy «hacen Georges Perec, Italo Calvino y Milan Kundera […] y añado a W. G. Sebald, al Julian Barnes de El loro de Flaubert y sobre todo a J. M. Coetzee (¿acaso no son novelas esa serie de ensayos hilvanados por una leve trama narrativa y titulada Elizabeth Costello o Diario de un mal año? ¿Tampoco lo son los fragmentos autobiográficos titulados Infancia, Juventud o Verano

Frente al destino abierto de la novela, no le falta razón al señalar que su momento más enfáticamente programático llegó con el realismo decimonónico, cuando hizo suyos el positivismo y el romanticismo, en atrevida mezcla, a la vez que ocupó los dominios de la geografía y la historia, la naciente sociología y la psicología en ciernes, porque el apetito no cesaba. Pero, ya en el siglo XX, la novela se hizo preguntas más radicales –cercanas a la crisis coetánea de los sistemas filosóficos–, exploró la idoneidad del lenguaje narrativo, complicó los puntos de vista del relato y sospechó de sí misma en cuanto presunta portavoz del rumbo de las sociedades.

Conviene advertir ahora que los anfitriones de Javier Cercas sabían que su novela Soldados de Salamina (Barcelona, Tusquets, 2001) había marcado un hito en la difusión internacional de la narrativa española y un importante giro en la forma de contar la Guerra Civil: no pretendía impartir justicia, ni vindicar a nadie, sino reflejar la perplejidad de una indagación personal. Era un relato partidario de los que perdieron la contienda, pero tomaba como trama el fusilamiento fallido de un inminente vencedor de la contienda y tenía por héroe a uno de los inminentes vencidos que, en vez de cumplir las órdenes de sus superiores, ejerció la magnanimidad de perdonar la vida a su enemigo. De ese modo, no hizo a los lectores jueces de algo, sino testigos (e incluso cómplices), al plantearlo todo como revelación y sospecha, veracidad y ficción, como implícito apólogo moral, pero también como fruto de la mera casualidad (que a veces acierta), lo que –ya lo veremos– tiene mucho que ver con el punto ciego del título de este ensayo.

En pos del punto ciego

De Soldados de Salamina no habla mucho este libro, que lo hace con más largueza de otro título suyo para el que Cercas defiende con toda razón el marbete de novela. Anatomía de un instante (Barcelona, Mondadori, 2010) tiene algo de ensayo y también de reportaje; abordó las conjeturas del escritor acerca de los hechos del 23 de febrero de 1981 y, sobre todo, de las razones por las que un político todavía joven, de origen franquista pero inequívoca fe democrática, decidió plantar cara a la horda de invasores del congreso y contribuir decisivamente al final de más de un siglo de asonadas castrenses. En esa elección del punto de partida –el conflicto íntimo de Suárez y de otros como él– reside lo específicamente novelesco: en aquello que nunca podría ser el objetivo de un ensayo y que va más allá de un ameno reportaje. Nos hallamos ante la novelización de Adolfo Suárez, pero también ante la novelización de un hombre, el autor, que tenía entonces algo menos de la veintena y al que aquellos hechos iban a marcar su vida posterior.

Cuatro años después, en El impostor (Barcelona, Literatura Random House, 2014), volvió sobre las complejas relaciones de la verdad y la mentira en el seno de una conciencia y a exponer, ahora de forma mucho más expresiva y hasta patética, la convicción de que siempre son paralelas (e incluso peligrosamente tangentes) la novela del personaje sobre quien se indaga y la novela de quien ha emprendido la indagación. Cercas había expuesto la miseria de su personaje real, Enric Marco, que por espacio de años se hizo pasar por exprisionero de los campos de concentración alemanes que nunca pisó, pero al cabo llega a saber que no es un monstruo distinto de los demás e incluso de él mismo. Precisamente el título del último capítulo de esta novela, «El punto ciego», ha sido trasvasado al libro que ahora comentamos, aunque con un significado algo diferente: Marco, el falsificador que se atrinchera en sus mentiras y se confronta a menudo a su interrogador, es «un punto ciego a través de cual se ve todo, una oscuridad que todo lo ilumina, un gran silencio elocuente, un vidrio que refleja el universo, un hueco que posee nuestra forma, un enigma cuya solución última es que no tiene solución».

Historia de un lector

Cercas ha escrito siempre con la vehemencia, el entusiasmo y el buen humor de un recién llegado. Tiene una notable formación académica, adquirida en el departamento de Filología Española de la Universidad Autónoma de Barcelona, que retrató con mucho gracejo en una «novela de campus», El vientre de la ballena (Barcelona, Tusquets, 1997, y –edición corregida– Barcelona, Literatura Random House, 2014), de donde viene su confesa admiración por maestros como Francisco Rico, Alberto Blecua y, sobre todo, Sergio Beser (que fue el personaje Marcelo Cuartero en esta novela y, luego, en La velocidad de luz). Ha sido profesor de Literatura en Estados Unidos y en la Universidad de Girona, pero, a la vez, es sobre todo un lector precoz, omnívoro y compulsivo, que aquí y allá gusta de dejar testimonio de sus deudas. No ha ocultado que la lectura de Borges le cambió su modo de ver las cosas, pero también que debe mucho a Juan Marsé, que aprendió lo suyo de Cortázar («que fue toda su vida un adolescente y que quizá por eso escribió aquellas novelas medio existencialistas y medio místicas») y que siempre ha tenido «la envidia de escribir algo como Tres tristes tigres», de Guillermo Cabera Infante, «una broma larga».

Se identifica sin ambages con escritores que se le parecen y le llevan algunos años: con Fernando Savater, «que nos vacunó contra la solemnidad», y con Enrique Vila-Matas o César Aira, que han fundido su vida con su imaginación literaria. O con el narrador en catalán Quim Monzó, con quien comparte el sentido del humor derogatorio. Reconoce su afinidad con sus contemporáneos más cercanos, como el novelista Ignacio Martínez de Pisón y el ensayista Jordi Gracia. Y sus deudas con aquellas novelas que tienen dentro un enigma desazonante y semioculto que «ni siquiera sé explicarme del todo […], ya que ni siquiera sé por qué me gustan y quizá por eso vuelvo una y otra vez sobre ellas» (y cita a propósito La aventura del fotógrafo en La Plata, de Adolfo Bioy Casares; El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati; Nostromo, de Joseph Conrad, y Un puñado de polvo, de Evelyn Waugh).

Las referencias precedentes se toman fundamentalmente de su libro de ensayos La verdad de Agamenón (Barcelona, Tusquets, 2006) y de su predecesor Relatos reales (Barceona, Acantilado, 2000), un año anterior a Soldados de Salamina, y cuyo título –cacófonico y llamativo– explica bastante de cuanto la novela de 2001 se propuso hacer: invocar una «literatura mestiza» que fusionara la imaginación y el testimonio y convocara, por así decirlo, un pacto de complicidad perpleja con el lector. Como sabemos, Soldados de Salamina conoció el éxito en su dimensión más halagadora y Javier Cercas no sucumbió a él, lo que es mérito excepcional. La había escrito cuando se encontraba a gusto siendo un escritor por vocación, que se divertía narrando y divertía a sus amigos. Y decidió vacunarse contra toda clase de vanidad (que suele llevar aparejada la falsa trascendencia) en un cuento y una novela de naturaleza, digamos, purgativa.

El cuento figura al final de La verdad de Agamenón y es homónimo del libro: un joven escritor acaba de obtener un gran triunfo con su primera novela y el eco de su fama llega a un hombre de su edad e idénticos nombre y apellidos, que también quiere ser escritor; el destino lleva al autor triunfante a suplantar a su tocayo, incluso en su matrimonio, y al segundo a publicar una nueva novela que todos tomarán como obra del primero. También otro narrador paga un duro precio por su éxito en La velocidad de la luz (Barcelona, Tusquets, 2005): como la de Cercas, su vida ha sido la de un modesto profesor universitario en Estados Unidos; su éxito coincide con la muerte de su mujer y de su hijo en un accidente de automóvil y con la noticia de que su mejor amigo en Estados Unidos, antiguo combatiente en Vietnam, se ha suicidado, tras revelar a la prensa los espantos que conoció en el Sudeste asiático. Escribir y triunfar tienen un precio.

Para una literatura comprometida

…porque escribir es revelar algo y esa revelación nos modifica y nos compromete. Hay una responsabilidad en ver donde nadie ha mirado y otra, todavía mayor, que es la de escribirlo. No es casualidad que la metáfora del punto ciego tenga que ver con el mecanismo de la visión. Ese punto que existe en nuestra retina no es ciego por azar de la biología: carece de los conos y bastones que nos permiten ver, pero concentra los axones de todas las células que lo hacen y es el arranque del nervio óptico que lleva las imágenes a nuestro cerebro. El punto ciego no ve, pero nos hace ver. Tres novelas sirven a Cercas como ejemplo de su funcionamiento (el Quijote, Moby Dick y El proceso), porque «al principio de todas ellas hay una pregunta, y toda novela consiste en una búsqueda de respuesta a esa pregunta central; al terminar la búsqueda, sin embargo, la respuesta es que no hay respuesta». Ni sabremos qué simboliza el gran cachalote blanco, ni si el capitán Ahab es un obseso o un visionario redentor, ni por qué Josef K. es ejecutado, ni si don Quijote es un loco o una conciencia lúcida y libre: su dilema nos llega «a través de ese silencio pletórico de sentido, de esa ceguera visionaria, de esa oscuridad radiante, de esa ambigüedad sin solución».

Lo que no sé si es cierto es que carezcan de tal cosa las grandes novelas realistas que imperaron en el siglo XIX. Tras haber supuesto embrionarios puntos ciegos en La montaña mágica y en Lolita, Cercas asegura que «tampoco creo que tengan su centro en un punto ciego Las ilusiones perdidas, o La Cartuja de Parma, o David Copperfield, o Madame Bovary, o Guerra y paz, o Los miserables, o Middlemarch, para mencionar algunas obras cumbres del realismo». Es posible. En la novela española (que es más modesta que la inglesa, la francesa o la rusa: tiene razón Cercas), los Episodios de Galdós tampoco tienen punto ciego, sino una senda dolorosa de destinos entrelazados que preside una intermitente verdad patriótica y el deseo de alumbrarla. Pero ese no es el caso, me parece, del ciclo galdosiano de Torquemada, o de Misericordia, o incluso de El amigo Manso, con sus finales abiertos y enigmáticos, tan cerca de los misterios de una religión laica. ¿Y La Regenta? ¿No es su punto ciego el hecho de que Ana Ozores sobreviva al desenlace, ante el desprecio del magistral enamorado, la muerte de su patético marido, el eclipse de su amante, la piedad de Frígilis? ¿No lo tienen también, pese a sus defectos, las más ambiciosas –y enigmáticas– nivolas de Unamuno?

Un novelista católico de los años cincuenta del pasado siglo hubiera dicho que el punto ciego es el lugar donde anida la libertad profunda del ser humano y que quizá puede ser iluminado por la Gracia; un narrador existencialista de la misma época diría que testimonia la soledad del hombre y la ambigüedad de cualquier decisión moral. Cercas es más laico y menos trascendentalista. En dos momentos de este ensayo explica la renuncia de dos grandes escritores a la creación de un posible punto ciego. En el remate de El Gatopardo, de Lampedusa, Tancredi, el sobrino del príncipe de Salina, se casa con Angelica, la hija del adinerado burgués, dejando a Concetta, su prima, que le estaba destinada. Pero, en rigor, la entrevista final de las dos mujeres revela que, según uno de sus mejores amigos, Tancredi estuvo siempre enamorado de Concetta, mientras que Angelica piensa que fue al revés. La renuncia del punto ciego es que Lampedusa, empujado por la inercia realista, inclina la balanza a favor de la opinión de Angelica. En La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa, saber cuál de los muchachos del Colegio Militar Leoncio Prado mató al Esclavo es lo de menos: el punto ciego exige la ambigúedad, que no haya castigo, sino destino incierto. Por eso, Roger Caillois, responsable de la traducción francesa, preguntó a Vargas quién mató a Ricardo Arana, al que llaman El Esclavo, y Vargas le respondió que El Jaguar. Y el crítico le contestó: «¡No! ¡Por favor, cállese eso! ¡Usted no sabe quién mató al Esclavo!» Las palabras despectivas de Angelica sobre Concetta y sus ilusiones no debieron haber sido la «paletada de tierra sobre el túmulo de la verdad», como subrayó Lampedusa al final de su novela, y Vargas nunca debió contradecir la ambigüedad con que termina La ciudad y los perros: el destino de aquellos muchachos no es el castigo, sino la vulgaridad de las vidas que les esperan, como sucede, por cierto, en Las leyes de la frontera, de Cercas, donde todas las pesquisas y los remordimientos que se producen en el relato nunca acaban de revelar quién delató a la banda de El Zarco. Porque el conocimiento de una historia sólo engendra dolor y más ignorancia, ya que siempre hay en ella «una ironía infinitamente seria o una malicia absolutamente irónica o un enorme malentendido».

Digamos, en fin, que en Cercas el punto ciego es la garantía de un compromiso con la honradez narrativa. Y quizás el hallazgo del más honesto territorio de una «literatura comprometida», una locución de la que tanto se ha abusado y que está tan aparentemente demodée. Buena parte de estos argumentos a su favor se desarrollan a través de un demorado análisis de La ciudad y los perros y de una apología de la obra de Mario Vargas Llosa, que es tan certera y justa como infrecuente en estos pagos. Con bastante razón, Cercas se muestra escéptico sobre el papel de los intelectuales en el sentido tradicional del término, pero sigue creyendo en la misión de aquellos novelistas que, como aconsejaba Albert Camus, tienen el atrevimiento de decir «no» y la costumbre inveterada de hacerse preguntas. El punto ciego relativiza y libera, pero también nos compromete: en fin de cuentas, concluye el autor, en cualquier cuestión, «como en las novelas de punto ciego, la última palabra la tenemos nosotros. Usted y yo». Me parece muy bien.

José-Carlos Mainer es catedrático emérito de Literatura en la Universidad de Zaragoza. Sus últimos libros son La isla de los 202 libros (Barcelona, Debolsillo, 2008), Modernidad y nacionalismo, 1900-1930 (Barcelona, Crítica, 2010), Galería de retratos (Granada, Comares, 2010), Pío Baroja (Madrid, Taurus, 2012), Falange y literatura (Barcelona, RBA, 2013) e Historia mínima de la literatura española (Madrid, Turner, 2014).

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