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Europa, de sueño a duermevela

Ricardo Martín de la Guardia

Madrid, Cátedra, 2015

El europeísmo. Un reto permanente para España

352 pp. 14,20 €

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El europeísmo es un sentimiento con una larga presencia en la vida política e intelectual española. Más allá de la conciencia de pertenecer a un ámbito histórico y cultural común al del resto de los pueblos europeos, el concepto expresa el propósito, inspirado en el modelo federal norteamericano, de avanzar hacia un Estado europeo plurinacional e incluso de convertir el viejo continente en morada de una sola nación. La idea se formuló ya con claridad en la primera mitad del siglo XIX cuando el Romanticismo cuestionó el marco territorial de las naciones históricas y agudizó las tensiones internacionales al defender el derecho de cada pueblo a disponer de su propio Estado. De ahí algunos de los conflictos que han asolado la Europa contemporánea y la necesidad de contrarrestar, mediante un proceso integrador, el expansionismo de los viejos imperios y las tendencias centrífugas de los nuevos nacionalismos de estirpe romántica.

La aspiración a unificar Europa bajo unas mismas leyes e instituciones apareció en España en fecha muy temprana. En 1839 se publicó en Madrid una Constitución europea, obra del asturiano Juan Francisco Siñeriz, que postulaba la unidad del viejo continente como único medio de alcanzar una paz definitiva entre sus pueblos. Treinta años después, un manifiesto republicano-federal editado al principio del Sexenio revolucionario urgía a la organización de los Estados Unidos de Europa, calificados como el «ideal de nuestro siglo». Ese magno proyecto unificador podía y debía, en opinión de los autores, empezar en España.

¿Por qué precisamente en España, un país que durante décadas hizo del aislacionismo –«recogimiento», lo llamó Cánovas– su forma predilecta de estar en el mundo? La historia y las razones del europeísmo español han sido estudiadas por Ricardo Martín de la Guardia en una documentada síntesis que abarca desde el siglo XVIII hasta nuestros días y en la que dialogan tradiciones intelectuales y políticas muy diversas, que discurren en paralelo y combinan en diverso grado los ingredientes de un europeísmo a la carta, cristiano, laico, socialista o regeneracionista, según el momento y la ideología. Es un ideal complejo y a veces contradictorio, surgido mucho antes de que se acuñara a finales del siglo XIX la voz europeísmo, con un significado muy alejado todavía del actual.

Siguiendo sus múltiples rastros desde sus orígenes más remotos, Martín de la Guardia aborda la historia de la unidad europea desde una doble especificidad: la mirada española sobre Europa y la actual crisis del proceso unificador, planteada al principio y al final del libro, y en particular en un epígrafe de la introducción titulado «Quo Vadis Europa?». La mitad de la obra se dedica a la España ilustrada y liberal de los siglos XVIII y XIX, lo que permite profundizar en los aspectos menos conocidos del fenómeno y descubrir el protagonismo que las elites intelectuales y políticas tuvieron en ese europeísmo avant la lettre. Este es uno de los rasgos más característicos y actuales de la unidad europea y, por tanto, una de las principales razones para conocer sus antecedentes, porque la crítica, tan frecuente hoy en día, a la naturaleza elitista de las instituciones comunitarias encuentra cumplida respuesta en la historia. En rigor, Europa ha sido siempre el sueño de unas elites nacionales que aspiraban a convertir su cosmopolitismo en un marco de convivencia. Así lo fue en la Ilustración española, cuando escritores y artistas que eran también grandes viajeros se sentían como en su casa en aquellos países que visitaban. Una de las razones de nuestro temprano europeísmo es el convencimiento de esas elites ilustradas de que la sociedad española sería incapaz de superar por sí misma su atraso secular. El progreso tenía que ser inducido desde fuera. Había que conseguir que la historia de España saliera de su cauce tradicional y se pusiera a rebufo de los países más desarrollados. Por eso es tan importante, como señala Martín de la Guardia, la experiencia de los afrancesados en la configuración de una idea supranacional de España inserta en un marco político mucho más amplio, que identificaron con el Imperio napoléonico y con una Europa unificada bajo la hegemonía francesa. No en vano, como dice el autor, Napoleón fue un gran europeísta a su manera, es decir, manu militari.

Al proyecto fallido de los afrancesados le sucedió muy pronto la experiencia europea vivida por los liberales y por los propios josefinos en el exilio. En él coincidirán los proscritos de las distintas restauraciones absolutistas en Europa, que vivirán mezclados en las mismas ciudades, y a veces en los mismos barrios, y aprenderán el significado más profundo de ser europeo. No es extraño que uno de ellos, el periodista español Andrés Borrego, incitara a los liberales, cualquiera que fuera su origen, a formar «una santa alianza entre los pueblos cultos» similar a la que las potencias absolutistas habían creado para oprimirles. Lo había dicho unos años antes El Censor, el gran periódico afrancesado del Trienio liberal: «La Europa tiende a formar una sola familia. […] Todo conspira a la fraternidad». Conviene insistir, como hace Martín de la Guardia, en el carácter utópico de esa visión de Europa como un espacio de paz y libertad, que sitúa el ideal europeísta en el ámbito de un liberalismo progresista, con tendencia al republicanismo, al iberismo –una derivada muy interesante del fenómeno–, a veces al socialismo y, desde luego, al federalismo, concepto inseparable del europeísmo casi desde sus orígenes. Republicano y federal fue Francisco Pi y Margall, presidente de la Primera República española, que en 1890 vaticinó la realización «algún día» del plan que bullía en muchas cabezas «de reunir en una las naciones de Europa».

El libro de Martín de la Guardia pone en claro la genealogía de las grandes familias ideológicas del europeísmo español, a menudo emparentadas entre sí. La Institución Libre de Enseñanza desempeñó un papel preponderante durante la Restauración al contrarrestar la pulsión casticista del 98 con un afán de apertura a Europa que tuvo en la Junta para Ampliación de Estudios una de sus principales manifestaciones. Había que japonizar España, por utilizar el término empleado por Giner de los Ríos, aunque el verbo europeizar será frecuente en los debates de la época: por ejemplo, el que mantuvo el joven Ortega y Gasset con un Miguel de Unamuno que fue europeizador al principio y partidario después de africanizar Europa. Afirma el autor que, tras el estallido de la Gran Guerra en 1914, el europeísmo español quedó eclipsado por el dramatismo de aquellos acontecimientos. Más bien parece lo contrario, si consideramos la aliadofilia como la nueva expresión de un sentimiento europeísta de cuño liberal que entroncaría con la idea de España de afrancesados y constitucionales en el primer tercio del siglo XIX. No hay contrasentido en el hecho de que la principal publicación aliadófila surgida con la guerra se llamara España (1915-1924) y que fuera dirigida sucesivamente por personajes tan dispares como José Ortega y Gasset –fundador del semanario–, el socialista Luis Araquistáin y el futuro presidente de la República, Manuel Azaña. Si el nombre de la revista indica hasta qué punto europeísmo y nacionalismo liberal iban de la mano, la personalidad de sus tres directores anticipa un proyecto de cambio histórico, a la vez europeizador y nacionalizador, que desembocará en la Segunda República.

Veinte páginas para los años 1914-1931 se antojan poca cosa para una etapa crucial como aquélla, en la que se fundó el Grupo Español de la Unión Paneuropea, auspiciado por la Dictadura de Primo de Rivera. Es la servidumbre de un libro obligado, por su carácter sintético, a presentar de forma sumaria un proceso tan complejo. En cambio, no puede decirse que sea reduccionista. Es verdad que en la obra se reconoce fácilmente la línea dominante, situada en el ámbito del liberalismo progresista, pero hay opciones diferentes en el campo conservador que merecen también la atención del autor, como las que representaron Donoso Cortés y Balmes en el siglo XIX y Ramiro de Maeztu en el XX. El breve epígrafe titulado «La otra Europa: falangistas y comunistas» es un apunte certero sobre una idea totalitaria de Europa que llegó a tener gran predicamento entre las jóvenes generaciones de los años treinta y que ejerció una influencia innegable en el primer franquismo.

El fenómeno entra en su fase decisiva tras el final de la Segunda Guerra Mundial y la puesta en marcha –a la fuerza ahorcan– del proceso de unificación europea. El régimen de Franco mantuvo una relación contradictoria con el Mercado Común creado por el Tratado de Roma de 1957. Lo explica muy bien el autor, pero de nuevo abreviando en exceso. Hubiera sido oportuno recordar el doble lenguaje utilizado por Franco para referirse a la Europa comunitaria: en público la despreciaba; en privado, reconocía la necesidad imperiosa de incorporarse a ella. Los falangistas recelaban de un proyecto que identificaban con la tradición liberal; católicos y tecnócratas, por el contrario, soñaban con alguna forma de integración que permitiera salvar el escollo político de la naturaleza dictatorial del régimen. Por su parte, la oposición, con la notable excepción del Partido Comunista, hacía del europeísmo una de las señas de identidad de la lucha por la democracia en España. Cobra más sentido que nunca la célebre máxima acuñada por Ortega en 1910: «España es el problema, Europa la solución». Pero, más que esta cita suya, tantas veces repetida, sorprende su clarividencia cuando el año anterior afirmó en la Casa del Pueblo de Madrid que «el Partido Socialista tiene que ser el partido europeizador de España». Setenta y seis años después, Felipe González firmaba el Tratado de Adhesión de España a la Comunidad Económica Europea e iniciaba un largo ciclo, que llega hasta nuestros días, de presencia española en las instituciones europeas. El europeísmo había dejado de ser una lejana utopía redentora para dar paso a una relación muchas veces prosaica, basada en la defensa de intereses materiales desde un egoísmo nacional practicado sin disimulo. Atravesado por sucesivas crisis –económicas, diplomáticas, identitarias–, el sueño se había convertido en duermevela y, para algunos, simplemente en pesadilla.

Los últimos epígrafes describen los vaivenes que ha seguido la política europea de los gobiernos españoles en los últimos veinte años, desde las preferencias de Aznar por un eje atlántico frente al tradicional eje franco-alemán, hasta el perfil bajo y el voluntarismo escasamente productivo de la etapa de Zapatero. La crisis económica iniciada en 2008 afectó de lleno a la conciencia europeísta de la sociedad española, que descubrió perpleja cómo, al contrario que en el famoso dictum de Ortega, Europa puede ser también el problema. Aquí conviene volver al principio del libro –«El europeísmo, hoy»– y preguntarse con el autor qué ha fallado en el proceso de construcción europea. Señala, con razón, el coste de las sucesivas ampliaciones, hasta hacer de la Unión Europea una estructura casi inmanejable, y la dificultad, sobre todo en tiempos de crisis, de competir con colosos como Estados Unidos, Rusia y China, que carecen de las rigideces del modelo europeo. Especial actualidad tiene la reflexión de Martín de la Guardia sobre la concepción decimonónica de una futura Unión Europea como dique de contención frente al expansionismo ruso.

Pero, más allá de coyunturas adversas, es inevitable pensar en la existencia de un defecto de origen cuyas consecuencias no pudieron apreciarse en los viejos tiempos de bonanza económica, cohesión interna, liderazgos fuertes y pocos y selectos miembros. Se atribuye a Jean Monnet la afirmación de que la unidad europea debía haber empezado por la cultura y no por la economía. La frase, cierta o no, apunta a la raíz misma de los procesos de construcción nacional, que uno de los padres de la unificación italiana, Massimo D’Azeglio, resumió con brutal sinceridad: «Hemos hecho a Italia; ahora tenemos que hacer a los italianos». Es dudoso que una política identitaria agresiva, similar a la emprendida por las naciones que advienen a la independencia o a la unificación, hubiera resultado viable. Un nacionalismo europeo es casi una contradicción en los términos si recordamos que la idea de los Estados Unidos de Europa surgió en el siglo XIX como antídoto contra las guerras y alternativa integradora frente a los nacionalismos irredentos.

Esta excelente síntesis histórica permite entender mejor la naturaleza y los límites de un proyecto que tuvo en España a algunos de sus primeros y más fervientes partidarios. Si la unificación fue la respuesta inaplazable, tras la Segunda Guerra Mundial, a un estado de necesidad, se explica que en un país como el nuestro, con tendencia al cainismo y con graves problemas de encaje territorial, se sintiera con especial urgencia la unidad política de la vieja Europa.

Juan Francisco Fuentes es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense. Sus últimos libros son Adolfo Suárez: biografía política (Barcelona, Planeta, 2011) y, con Pilar Garí, Amazonas de la libertad. Mujeres liberales contra Fernando VII (Madrid, Marcial Pons, 2014). Es coeditor, con Javier Fernández Sebastián, del Diccionario político y social del siglo XIX español (Madrid, Alianza, 2002) y del Diccionario político y social del siglo XX español (Madrid, Alianza, 2008).

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