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Setenta mil zombis asolan México según cifras oficiales #Yamecansé

El circuito interior. Una crónica de la Ciudad de México

Francisco Goldman

Madrid, Turner, 2015

Trad. de Juan Antonio Montiel

284 pp. 19 €

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John Marr, el marinero ficticio de Herman Melville, regresa a las praderas del Medio Oeste donde yacen enterrados su mujer e hijo para no abandonar más el lugar. El autor de esta crónica se siente atado por un vínculo sagrado a Ciudad de México, donde murió su joven esposa Aura Estrada en el mes de julio del año 2007. Francisco Goldman cuenta cómo despierta de su largo planto a la empatía por el duelo de los otros, en este caso, víctimas de la impunidad propiciada por el Gobierno de Enrique Peña Nieto. Goldman fue corresponsal de guerra en Centroamérica para The New York Times. Su universo, como él mismo dice, es el de Pedro Páramo: «un mundo donde sólo los muertos están vivos». Y es cierto, el México periodístico de las últimas décadas se confunde perversamente con el México literario: en ambos casos, se trata de un país asediado por mediovivos. Luis Felipe Fabre, poeta defeño, lo expresa alegóricamente cuando habla de los zombis:

Una mano saliendo de una tumba: la mano del muerto que al final resulta que no está muerto […]. Así la mano que brotó de la tierra como un cactus monstruoso en una fosa clandestina al norte de México. Pero a esa mano nadie la vio y si alguien la vio no lo dijo y si lo dijo no le creyeron y si le creyeron le creyeron demasiado tarde: ahora setenta mil zombis asolan México según cifras oficiales.

En una entrevista concedida a la Librería Gandhi, Francisco Goldman vuelve al punto de partida, al tono lírico y elegiaco de Di su nombre (2012), a la muerte accidental de Aura en el Pacífico. Goldman se da cuenta de que en México hay miles y miles de personas en su mismo estado de trauma, y así caminan cada día. Aunque ya escribió sobre violencia antes y estuvo cerca de la muerte antes (como reportero), sólo la pérdida de Aura lo acerca de veras al sufrimiento que experimentan, a diario, de forma ininterrumpida, tantos mexicanos: «La gente que intenta continuar su vida, ahora lastrada por la silenciosa pero desasosegante atmósfera interior del duelo traumático, es multitud en México –y en Centroamérica–, por donde vaga todo un ejército de fantasmas exhaustos y solitarios». Se trata de un continente de personas en duelo. México es un país «donde se llora tanto a sicarios como a inocentes», México es un país donde los narcotraficantes necesitan de un santo protector como Jesús Malverde. En México, el culto a la Santa Muerte es una cuestión de veneración, pues ella es quien tiene la palabra, y no tanto un festejo. Que los mexicanos celebran la muerte es un cliché romántico. Goldman se pregunta:

¿Los feminicidios de Ciudad Juárez, las barbaridades de la guerra del narco o las que se cometen contra los migrantes centroamericanos son, en algún sentido, manifestaciones de ese amor reverente y juguetón con la muerte? ¿Remiten a él de algún modo? Si eso fuera verdad –me dijo el periodista Diego Osorno, autor de La guerra de los Zetas–, con tanta muerte a su alrededor, los mexicanos deberían estar en éxtasis permanente.

Por supuesto, no hay éxtasis ni nada parecido: más bien, desidia e incomprensión. El Distrito Federal se considera una «burbuja» respecto al resto del país. ¿Mirar hacia otro lado es la única forma de vivir en el DF? Porque, ¿quién soportaría mirar al horror de frente de manera continuada? Goldman se sumerge en la noche chilanga, como el protagonista de Bajo el volcán, se entrega al mezcal y a la noche (¿al abismo?). El narrador plantea, incluso, que tal vez el duelo sea más llevadero en México DF que en Nueva York porque ahí no hay cantinas. En un país donde un titular supera al anterior y los hechos son inconcebibles (¿a eso se refieren los que hoy citan a André Bretón con aquello de que México es naturalmente surrealista?), son más probables el coqueteo con lo oscuro y el monólogo interior con el más allá que la reflexión consciente y responsable.

Es difícil, por no decir imposible, sostener el recuerdo de todos los muertos en la primera plana. Es complicado exigir justicia cuando la impunidad y la desmemoria son la base que sostiene al Estado. Aunque más de un medio mexicano ha tildado de ingenuo y panfletario el discurso político de esta crónica (Frank es, en definitiva, gringo), el autor sostiene que, tal vez, él perciba en esta ciudad algo que los chilangos ya no sienten porque han estado respirándolo siempre. Además, Goldman, Frank, llama la atención sobre algo muy sencillo: la muerte de Aura Estrada fue un accidente, una decisión macabra de la Santa Muerte, suscribámonos al fatum trágico y digamos que fue inevitable. Pero, ¿fueron inevitables las muertes de los jóvenes del caso Heaven, las de los normalistas de Ayotzinapa? Desde luego, no; estas muertes sí tienen responsables detrás. A ellos, a sus familiares y a los responsables está dedicada la segunda parte del libro: la crónica de sí mismo se torna reportaje periodístico.

Frank Goldman escribe regularmente para The New Yorker, ahora va por el séptimo de una serie de artículos dedicados a la desaparición forzosa de los cuarenta y tres estudiantes de Ayotzinapa a finales de 2014. Con esta labor periodística se suscribe al movimiento impulsado por Diego E. Osorno, autor de El manifiesto del periodismo infrarrealista. El infrarrealismo fue el nombre del movimiento posvanguardista de poesía liderado en su día por Roberto Bolaño y Mario Santiago Papasquiaro. Con el mismo espíritu protestatario, el manifiesto reza que «el periodismo infrarrealista no cuenta muertos: cuenta las historias de los muertos» y «busca la versión de quienes no tienen vocero». Además, reniega de «el nuevo código de honor vigente, donde existe el derecho de violar y matar y tener grandes funerales» o «el derecho a matar, nada más, porque se puede matar», pues,

¿Quién cree que las tristezas diarias son por el enfrentamiento entre un cártel con otro cártel? El periodismo infrarrealista quiere destruir por completo esa narrativa. Esa narrativa oficial tiene sus días contados: ya se chingó. Se hará desde otro lugar, con otra imaginación.

Es probable que todos los que hemos leído a Roberto Bolaño seamos partícipes de cierta idealización de Ciudad de México. EL DF es una ciudad literaria. Yo, que he vivido allí, aun conociendo la ciudad, no sé separarla de la literatura. El retrato que hace Goldman es el de un reportero y cronista, pero también el de alguien que, siendo el mayor impulsor de la obra de Roberto Bolaño en Estados Unidos, recoge el imaginario del chileno, su DF es también, en cierto modo, el de «los atardeceres que vieron pasar a Mario Santiago, arriba y abajo, aterido de frío». Aunque no es la bolañesca la única intertextualidad presente. La crónica comienza con la decisión de aprender a conducir y para este cometido inventará un juego de inspiración borgiana, consistente en confundir la ficción de las calles en los planos con la laberíntica realidad de esta macrourbe: «La Guía Roji también sugiere una especie de infinito borgiano: un denso caos que en realidad posee un orden, aunque incluso aquellos que pasan la vida explorando la ciudad sólo pueden percibirlo vagamente». Borges, precisamente, tiene un ensayo titulado «La esfera de Pascal» en el que habla (¿como si hablara de Dios?) de un círculo cuyo centro está en todas partes y cuya circunferencia, en ninguna. Si quisiéramos extender la metáfora a este libro, diríamos que la esfera es la muerte y que este viaje por el circuito interior de la ciudad tiene como centro la experiencia de la muerte. Ocurre que los muertos de este libro no son ficticios como los habitantes de Comala. Tal vez lo más bolañesco de esta crónica sea el sentimiento que la mueve: cuando el chileno ganó el premio Rómulo Gallegos, se refirió así a los escritores en su discurso, animándolos a «saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso». Goldman es uno de los perros románticos que aún quedan. Como si le hablara Roberto, animándolo a continuar esta labor detectivesca (lo cierto es que ahora también está muerto y habla desde ese otro lugar):

Atiende esto, hijo mío: las bombas caían sobre la ciudad de México pero nadie se daba cuenta. […] Me preguntaste qué pasaba y yo no dije que estábamos en el programa de la muerte, sino que íbamos a iniciar un viaje, uno más, juntos, y que no tuvieras miedo. Al marcharse, la muerte ni siquiera nos cerró los ojos. ¿Qué somos?, me preguntaste una semana o un año después, ¿hormigas, abejas, cifras equivocadas en la gran sopa podrida del azar? Somos seres humanos, hijo mío, casi pájaros, héroes públicos y secretos.

No ha pasado ni un año desde que se escribieron las últimas palabras de este libro. La desaparición de los normalistas ocurrió en otoño de 2014. La desaparición de los tepiteños en el after-hours llamado Heaven de la metropolitana zona rosa, unos meses antes. Al caso Heaven dedica Goldman una minuciosa labor de investigación con la intención de aprehender, aunque sea de forma aproximada, y dentro de las distintas hipótesis, cómo funciona un entramado complejo en el que los políticos y la policía son tanto el último como el primer eslabón de esta cadena de muerte y terror. La pregunta que resuena es: «¿A qué se debe que el DF haya permanecido relativamente inmune a toda esa violencia?» Muy cerca del Monumento del Ángel de la Revolución se orquestó el «levantón» de los doce jóvenes del barrio de Tepito. El Gobierno intentó criminalizar a los jóvenes, negando que se tratara de crimen organizado, pues si hubiera cárteles que operan en Ciudad de México, estos contarían con la carta blanca de los órganos de gobierno:

Porque mientras los cárteles no estén peleando abiertamente unos con otros por toda la ciudad, como lo hacen en otros lugares de México; […] mientras no cuelguen cadáveres de los puentes y arrojen cabezas por toda la ciudad, como lo hacen en muchos lugares de México; mientras no secuestren a mujeres y jovencitas para convertirlas en esclavas sexuales, o se las lleven a una casa de seguridad y las torturen y violen para arrojar sus cuerpos por ahí como si fueran basura, como hacen en tantos lugares de México; mientras no asesinen a reporteros y blogueros en el DF, o infundan tal terror a los medios que éstos terminen por callar; […] mientras no amenacen el equilibrio de la ciudad, la rutina de la gente, y en tanto la gente no tenga miedo de salir de su casa por las mañanas para ir al trabajo o a la escuela; […] entonces da lo mismo que los cárteles estén ahí, puesto que es como si no estuvieran.

Los auténticos poderes de la ciudad son las multinacionales, los bancos, las instituciones financieras y los grandes medios de comunicación. Hay mucho en juego, muchos interesados en que el DF permanezca estable.

Mientras tanto, los zombis siguen asolando México y los narcotraficantes, devotos de la Santa Muerte, acuden a peregrinaciones católicas como la del Camino de Santiago, pues «quizá se vean a sí mismos como guerreros santos en un violento peregrinaje a través de una tierra maldita plagada de injusticia, corrupción e hipocresía que debe ser librada de sus enemigos y sometida a voluntad». Los zombis insisten en asolar México y una actriz de telenovelas recibe millones para mantener encuentros con el Chapo en la cárcel; los zombis no cesan en México y a veces una Miss Sinaloa termina presa por haber elegido mal sus amistades; los zombis no abandonan un México donde sólo la muerte los iguala a todos y es la que tiene la última palabra; los zombis persisten en México, donde, como le comenta Diego Osorno a Frank, «esta es la situación ahora mismo: Peña Nieto ha decidido que no habrá otro capo de capos más que él».

Esta lectura sólo es difícil a ratos para aquel que no conozca la ciudad, que se sentirá perdido en sus calles, pero esto es lo de menos: tras ella queda el poso de una realidad que necesitaba de vocero. Era necesario que alguien como Francisco Goldman visitara la casa de la abuela de uno de los desaparecidos del Heaven, en el barrio de Tepito –la síntesis de lo mexicano–, donde la del nieto es la tercera muerte que abate el hogar, donde este es ya el tercer retrato que cuelga la señora en la pared del salón para que así pase a dialogar con los vivos. Siento que Goldman lleva la contraria a Florencio, personaje de Pedro Páramo, cuando exclama: «No pienses más en mí, Susana, te lo suplico, sabes perfectamente que estoy muerto».

Laura Pavón es filóloga y crítica literaria.

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