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Debord, desmitologizado

Debord. Le naufrageur

Jean-Marie Apostolidès

París, Flammarion, 2015

592 pp. 28 €

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El situacionismo de Guy Debord (1931-1994) sigue constituyendo una parte fundamental de la herencia intelectual de los años sesenta. La société du spectacle (1967) desarrolló un análisis del «espectáculo», que Debord veía como la capacidad del capitalismo contemporáneo para producir innumerables productos e imágenes que volvían al proletariado pasivo. Para superar esta pasividad, Debord ofreció una síntesis revolucionaria de marxismo y anarquismo. Su clásico estudio reveló el aprecio especial y algo romántico que sentía su autor por el anarquismo español, así como su deseo –expresado a lo largo de gran parte de su vida– de reanudar la guerra civil española. Consideraba los colectivos y consejos de trabajadores durante la revolución española de 1936-1937 como el cenit de la historia. Del mismo modo, tenía al dirigente anarquista Buenaventura Durruti por un héroe y pensó equivocadamente que la España de finales de los años setenta y comienzos de los ochenta seguía siendo un terreno fértil para la revolución. Su conocimiento de la literatura española (especialmente del Quijote, del que admiraba su rechazo de la modernidad consumista) era más que superficial y planeó que su película más ambiciosa –aunque finalmente no llegara a realizarla– llevara por título De l’Espagne

Aunque Guy no obtuvo nunca un título universitario, recibió una excelente educación en el Lycée Carnot de Cannes. Autodidacta durante toda su vida, a comienzos de los años cincuenta consumió las obras de los existencialistas y los surrealistas. Estos últimos le condujeron al nuevo grupo vanguardista de la posguerra, los lettristes, que, al igual que su sucesor situacionista, se autoatribuyó una misión mesiánica para salvar al mundo por medio de una creatividad generalizadaAnselm Jappe, Guy Debord, trad. ing. Donald Nicholson-Smith, Berkeley y Los Ángeles, University of California Press, 1999, p. 47 [existe traducción española: Guy Debord, trad. de Luis A. Bredlow, Barcelona, Anagrama, 1998].. El joven Guy admiraba al compañero y camarada terrorista de Robespierre, Saint-Just, un revolucionario que exigía una total sumisión a la causa. La primera prioridad para Saint-Just y, más tarde, Debord era cambiar la sociedad, y ambos se convirtieron en enemigos de aquellos artistas que deseaban simplemente enriquecerla. Su período letrista alentó la creación de su primera película, Hurlements en faveur de Sade (1952), que empleaba détournements: la piratería de las antiguas referencias se desplazó a un nuevo contexto. La Internationale lettriste estimuló también sus exploraciones de geografía urbana y sus investigaciones de la influencia que tenía el espacio en las personas (psychogéographie). Debord se convirtió así en uno de los críticos más cáusticos del alienante funcionalismo de posguerra defendido por el que fuera famoso blanco de los lettristes, el arquitecto Le Corbusier. Para frustrar el objetivo de Le Corbusier de dar alojamiento a los trabajadores para que pudieran producir de manera eficaz, Debord desarrolló la dérive, que defendía evitar la mano de obra asalariada con paseos espontáneos por la ciudad. Tanto la dérive como le détournement convertían el entorno creativo y físico en algo fluido y buscaban recrear la euforia que producen las drogas y el alcohol.

Guy se permitió sus proclividades vanguardistas parisienses con el generoso apoyo económico de su familia de provincias e incluso mandaba su ropa sucia a Cannes, donde su abuela la lavaba y planchaba. Su propio y persistente rechazo de la mano de obra asalariada significaba que confiaba en que otros –generalmente mujeres o, después de conseguir la fama, mecenas como el productor cinematográfico y editor Gérard Lebovici– satisficieran sus necesidades materiales y corporales. Influido por La Part Maudite de Georges Bataille, Debord abrió nuevos caminos al insistir en que su revista, Potlatch (1954-1957), se distribuyera gratuitamente, ya que era consciente de que pocos la comprarían. La constante necesidad de dominar de Debord acabaría por alienar al fundador del lettrisme, Isidore Isou, que concluyó que su discípulo estaba decidido no tanto a ser el nuevo Marx sino más bien otro Lenin totalitario.

Debord anheló persistentemente poseer su propio movimiento cultural, como habían hecho Isou, André Breton y Jean-Paul Sartre. A pesar de su compromiso teórico con la democracia directa y la autogestión antijerárquica, las prácticas autoritarias de Debord se ajustaron a la «ley de hierro de la oligarquía» del sociólogo Roberto Michels. Admiraba al emperador Nerón en su doble condición de perseguidor de los cristianos y organizador de espectáculos pirotécnicos romanos. La violencia imaginaria o real era perfectamente compatible con sus deseos revolucionarios. El sufrimiento de otros le dejaba indiferente y no era reacio a alentar a sus partidarios a atacar físicamente a sus enemigos. Sus modelos (lo que Apostolidès llama su moi mythologique) no eran sólo emperadores romanos, sino también los grandes estrategas y generales del período revolucionario francés: Carl von Clausewitz, Antoine-Henri Jomini y Napoléon Bonaparte. 

La fundación de la revista Internationale situationniste en 1958 dio a Debord la oportunidad de imponer sus opiniones y controlar por completo a su propio grupo. La idea de construir situaciones y de fomentar luego la revolución constituía un reflejo de su voluntarismo radical. Para diferenciarse de revistas izquierdistas de la competencia, como Arguments o Socialisme ou Barbarie, Internationale situationniste permitía que sus artículos fueran reproducidos libremente y ni siquiera insistía en dejar constancia de la correspondiente atribución. El nacimiento de Internationale situationniste coincidió con el de la Quinta República, en el cenit de la guerra de Argelia. Aunque Debord se mantuvo fiel a una visión infantil que lo convenció de que todas las verdaderas revoluciones habían sido y debían ser, por encima de todo, fiestas, apoyó, sin embargo, la independencia nacional argelina, que difícilmente puede calificarse de una fête. De hecho, acabó convirtiéndose en una de las mayores limpiezas étnicas de la descolonización, en este caso de aproximadamente un millón de europeos y cien mil judíos argelinos. Alineándose con el discurso comunista, Internationale situationniste identificó erróneamente en 1958 el intento de hacerse con el poder de De Gaulle con un ejemplo de «fascismo militar» y –en la tradición de la izquierda francesa– exigió la defensa de las instituciones republicanas. Al mismo tiempo, Debord –como haría en 1968– confió en vano en que la clase trabajadora iniciaría una huelga general que acabaría con el capitalismo.

La tensión entre las pretensiones revolucionarias de la Internationale situationniste y su dependencia económica de artistas conocidos internacionalmente, como Asger Jorn, abocaba a tener que elegir entre revolucionarios y artistas. La Internationale situationniste se convirtió en «una machine à exclure» de estos últimos, que se habían comprometido con la creación de obras que reforzaban el espectáculo y planteaban implícitamente un desafío al liderazgo de Debord. Guy ejerció de Gran Inquisidor y una de sus víctimas lo comparó con un portero parisiense cuya ansia de control contagió a la Internationale situationniste. El grupo pasó a ser cada vez más sectario y se asemejó a las sociedades secretas conspiratorias –y en buena medida ineficaces– de los revolucionarios de comienzos del siglo XIX. Guy el Inquisidor creó incluso su propio Índice, prohibiendo a sus subordinados que leyeran a autores con los que él tenía contraída una deuda intelectual no reconocida.

Los disturbios de 1968 suelen tomarse como el clímax de la Internationale situationniste, que creía que los movimientos estudiantiles y obreros de aquella primavera marcaron la llegada del emancipador comunismo de consejos. La Internationale situationniste suponía que este eliminaría mágicamente la separación entre trabajadores consumistas supuestamente pasivos y patronos capitalistas activos. Sin embargo, el desinterés de los trabajadores por la opción consejista resultó evidente. Frente a las afirmaciones de Debord posteriores al 68, la Internationale situationniste tuvo poca influencia en los acontecimientos de 1968 más allá de la pequeña criminalidad y de algunos grafitis memorables: «Tomo mis deseos por la realidad porque creo en la realidad de mis deseos»René Viénet, Enragés et Situationnistes dans le mouvement des occupations, París, Gallimard, 1968, p. 100.. Su fracaso era representativo del de otros grupúsculos revolucionarios, ya fueran trotskistas o maoístas. Aferrado a un ouvriérisme dogmático, Debord seguía convencido de que la revolución proletaria era inminente. Después de los hechos, transformó la editorial de Lebovici, Champ Libre, en su propia «Gallimard [una de las editoriales más prestigiosas de Francia] de la révolution» (p. 353). El emprendedor cultural Lebovici, el benefactor de Guy atormentado por una sensación de culpa, intentó redimirse de las acusaciones de explotación capitalista financiando los incómodos intentos de su cliente de transformar sus ideas revolucionarias en cine, un medio esencial del desdeñado espectáculo. Los resultados del cine en exceso indulgente de Guy fueron problemáticos y su recepción fue, en el mejor de los casos, desigual.

El aspecto más inquietante de esta rica biografía es la revelación de la megalomanía de Debord. Apostolidès sitúa el origen de estos rasgos poco favorecedores en la infancia de su biografiado como «un pequeño rey adulado y sobreprotegido, al que satisfacían sus exigencias y sus caprichos para prevenir sus accesos de cólera» (p. 17). En concreto, su abuela protegió y consintió a su «rey niño» (p. 38), mientras que su madre, preocupada por sus propios asuntos, generalmente lo ignoraba. Aquejado de una tuberculosis contagiosa, su padre fue separado de su hijo. A los cuatro años, Guy veía a su papá a través de una ventana como si fuera un espectáculo simultáneamente presente y ausente: «La ausencia del padre tiene como consecuencia la ausencia de prohibiciones. Todo le parece permitido» (p. 49). Las relaciones de Guy con sus padrastros fueron incluso menos satisfactorias. Debord llenó estos vacíos emocionales con la construcción de grupitos pequeños, pero leales, de familiares y amigos. Guy jamás fue feminista y concluyó que «los verdaderos hombres viven fuera, en grupos, en bandas organizadas. Para imponerse en un mundo masculino hay que convertirse en el jefe de una banda» (p. 50). Sus diversos grupos se convirtieron en herramientas para su satisfacción personal. Para afirmar su propia soberanía, utilizaba lo que Apostolidès llama el «privilège régalien» (p. 102) y rompía con los amigos sin mediar ninguna explicación. Disolvía prematuramente sus propias bandas antes de que pudieran abandonarlas sus miembros: «Es mejor cambiar de amigos que de ideas» (p. 143). Al igual que otros líderes de movimientos vanguardistas, Debord utilizó una «estrategia del desprecio» (p. 211) para denigrar brutalmente la inteligencia y la falta de compromiso revolucionario de sus rivales.

La participación de Debord en la hedonista revolución sexual de los años sesenta fue mucho más afortunada que sus intentos de provocar la revolución proletaria. Unirse a su horda solía significar permitir que él (y su segunda mujer) tuvieran acceso sexual a esposas y novias. Guy se sentía especialmente atraído por las muchachas menores de edad y –al igual que Saint-Just– consideraba el incesto una magistral acción revolucionaria, que practicó esporádicamente a lo largo de su vida adulta con su hermanastra pequeña.

Los últimos años de este alcohólico durante décadas no fueron fáciles, pero, como reza el subtítulo del libro, «los náufragos sólo escriben su nombre en el agua». Paradójicamente, la negativa de Debord a participar en cualquier entrevista con los medios de comunicación y su ostensible rechazo del star system le permitió construir una imagen de sí mismo como un revolucionario a ultranza y un naufrageur del espectáculo, que veía como la nueva religión de la sociedad de consumo. Fundió el marxismo con el anarquismo y abrió perspectivas utópicas al revelar una vida cotidiana en un capitalismo contemporáneo sobresaturado de productos e imágenes. A pesar de sus muchos defectos –alcoholismo, brutalidad y una lascivia desmedida que con la edad fue haciéndose cada vez más sórdida–, su brillantez ha servido de inspiración para una biografía extraordinaria.

Michael Seidman es catedrático de Historia en la Universidad de Carolina del Norte. Es autor de The Imaginary Revolution. Parisian Students and Workers in 1968 (Oxford y Nueva York, Berghahn Books, 2004) y sus últimos libros son La victoria nacional. La eficacia contrarrevolucionaria en la Guerra Civil (Madrid, Alianza, 2012) y Los obreros contra el trabajo. Barcelona y París contra el Frente Popular (Logroño, Pepitas de calabaza, 2014).

Traducción de Luis Gago
Este artículo ha sido escrito por Michael Seidman
especialmente para Revista de Libros

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