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Artes de ser honesto: hacia una hipocresía sostenible

La hipocresía política. La máscara del poder, de Hobbes a nuestros días

David Runciman

Madrid, Avarigani, 2018

Trad. de Damián Salcedo Megales

395 pp.

25 €

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En su Visión sucinta de los derechos de la América británica, un pliego de 1774 con el que Thomas Jefferson inauguró su carrera política, el que fuera tercer presidente de Estados Unidos dejó escrito que «el arte de gobernar no es otra cosa que el arte de ser honesto». Andando el tiempo, sus rivales políticos le echarían en cara estas palabras suyas para reprocharle su conducta posterior, tan pródiga en astucias y marrullerías como la de cualquier otro púgil político de su generación. Eso, por no hablar de la más obscena hipocresía de todas, insoportable desde la sensibilidad contemporánea y ya de pesada digestión en la época: que la persona que había anunciado al mundo, como «verdad evidente», que «todos los hombres nacen iguales» fuera el orgulloso propietario de ciento setenta y cinco esclavos que dormían en los galpones de su mansión en Monticello y a los que no tenía ninguna intención de emancipar.

En su libro La hipocresía política, David Runciman hace la maliciosa observación, sin embargo, de que la frase de Jefferson se descifra mejor si ponemos el énfasis no en la palabra «honesto», sino en la palabra «arte». Es decir, para los políticos, la honestidad sería no tanto una virtud o un deber, sino un arte, que incluiría también el recurso, sabiamente administrado, de no ser del todo honesto. Tal es una de las premisas de una investigación sobre la hipocresía política que lleva por subtítulo La máscara del poder, de Hobbes a nuestros días. La idea es que el arte de la política incorpora de forma congénita la mentira, y que lo que debemos hacer los ciudadanos es tener un criterio para saber qué mentiras debemos tolerar y cuáles no, cuáles engrasan el mecanismo y cuáles lo corrompen. Se trata de saber, por tanto, cuál es el nivel de hipocresía sostenible, quizás incluso beneficioso o deseable, en una democracia liberal.

La pesquisa tiene un ilustre precedente en la obra de Judith Shklar, la eminente pensadora estadounidense de origen letón que, en su clásico libro Vicios ordinarios (trad. de Juan José Utrilla, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 1990), abordó el problema de las malas conductas en democracia. Lo que interesaba a Shklar era qué debía pensar el liberalismo –si es que debía pensar algo– sobre las vilezas privadas de tipo rutinario que escapaban, por no revestir la suficiente gravedad, al reproche penal. Partía la catedrática de la Universidad de Harvard de la interesante observación de que los filósofos de todos los tiempos han prestado una gran atención al tema de la virtud, pero rara vez se han ocupado del asunto del vicio, lo que mantiene el campo relativamente inexplorado. De modo que Shklar dejaba en su libro de lado el canon filosófico y optaba por seguir la pista de novelistas, historiadores y dramaturgos, quienes, al contrario que metafísicos e ideólogos, sí se han ocupado, de manera preferente, y, se diría incluso que con delectación, de las pequeñas venalidades del ser humano en comunidad. Como es sabido, Shklar llegaba a la conclusión de que, de todos los vicios ordinarios, sólo hay uno, en puridad, intolerable, un summum malum que el liberalismo debe combatir: la crueldad. Los demás vicios examinados –entre los que se incluía la hipocresía– han de ser tolerados, rehuyendo cualquier clase de perfeccionismo moral guiado por el gobierno.

Pues bien, el libro de Runciman puede leerse como una ampliación de las intuiciones de Shklar sobre la hipocresía, y al mismo tiempo, como su réplica matizada. Por un lado, Runciman sí cree que el canon de la teoría liberal contiene, de Hobbes a esta parte, una corriente coherente de ideas sobre la sinceridad y la mentira en política. Por otro lado, el pensador británico sostiene que la cuestión no puede dejarse en el punto permisivo y ligeramente cínico en que lo dejaba Shklar: el hecho de que una cierta dosis de hipocresía en la vida política sea inevitable no significa que toda ella sea deseable, menos aún tolerable; existen, de hecho, «ciertas formas de hipocresía intrínsecamente destructivas del propio liberalismo» (p. 38); nuestra cábala debe orientarse, por ello, a averiguar qué tipo de hipocresías de nuestros gobernantes sí merecen nuestra preocupación, o, dicho de otro modo, a saber «qué clase de hipócritas queremos que sean los políticos» (p. 50).

Tal es la fascinante premisa de un libro escrito en 2008 y traducido tardíamente al español el pasado año por Damián Salcedo Megales, profesor de Filosofía Moral de la Universidad Complutense. Ese desfase hace que su lectura parezca hoy ligeramente fuera de compás, al llegar, al menos al lector español, en un momento en que, de la conducta de los políticos, ya no preocupa tanto su estratégico cultivo de las apariencias como su aparente falta de interés por los hechos. Si la hipocresía es, como de manera memorable sentenció el duque de La Rochefoucauld, el tributo que el vicio rinde a la virtud, el mundo de la posverdad puede definirse como aquel en que la mentira ha decidido dejar de pagar impuesto alguno a la verdad, a la que ya no reconoce ninguna ascendencia. Dicho de otra manera: si no hay hipocresía sin disimulo, es difícil considerar hipócritas a políticos que, sencillamente, han dejado de disimular sus verdaderas opiniones. Desatada del yugo de una verdad o de una virtud destronadas de su condición de valores públicos, a la conciencia ya sólo le queda la brutal expresión de una sinceridad individual hostil a toda convención.

Por ello hace bien Runciman en aclarar que hipocresía y mentira no son exactamente lo mismo. La mentira tiene que ver con un estado de cosas: se afirma algo que no se verifica en la realidad de los hechos. La hipocresía, subespecie de la mentira, tiene que ver con el carácter: se presume de creencias que no se profesan o se alardea de virtudes que no se practican. Existen, además, varios niveles: una hipocresía que Runciman llama «de primer orden», que es la rutinaria costumbre de ocultar el vicio tras una fachada de virtud, y una hipocresía «de segundo grado», que consistiría en engañarse sobre la naturaleza teatral de nuestras propias acciones. Se trata de una dualidad no del todo bien explicada, que Runciman mantiene a lo largo de todo el texto y que culmina en una distinción en las páginas conclusivas entre «políticos que son sinceros, aunque falsos, y políticos que son hipócritas, aunque honestos» (p. 332). (Runciman, que extrae sus ejemplos de la política anglosajona, personifica estos moldes ideales en las figuras de Benjamin Disraeli, Tony Blair y George W. Bush, por un lado, y William Gladstone, Gordon Brown y Hillary Clinton, por otro). Aunque no siempre queda claro lo que quiere decir Runciman, cuya prosa incurre en algún exceso logomáquico, la conclusión parece ser que hay políticos que se creen sus ficciones –siendo la primera que sus motivos son altruistas– y otros que observan en todo momento sobre lo que dicen una reserva mental que los mantiene en contacto con la realidad. Dicho de otro modo: todos los políticos llevan máscara, pero algunos se olvidan de que la llevan puesta. Aunque Runciman cree que, a la postre, ambos son necesarios, nos invita a preferir a aquellos políticos que, aun pudiendo incurrir ocasionalmente en engaños a terceros, no parecen ser capaces de caer en el autoengaño. Aquellos que, por así decir, nunca olvidan que representan un papel y, precisamente por no olvidarlo, parecen menos naturales que sus rivales y son más vulnerables a la acusación de hipocresía. Aunque esto sea así, sugiere Runciman, también son los más conscientes de la necesidad de evitar tomar un curso de acción que haga arder el teatro.

Si el afán por distinguir una hipocresía buena de una mala hace que Runciman se pierda a veces por bizantinos derroteros, hay otro aspecto en el que su libro no resulta del todo satisfactorio. Y es que el profesor de Cambridge falla en su propósito de mostrar que existe un hilo conductor que ensarte de forma coherente las ideas de Thomas Hobbes, Bernard Mandeville, Thomas Jefferson, Jeremy Bentham, Henry Sidgwick o George Orwell (los principales autores examinados), y menos todavía que pueda hacer de rodrigón de un sistema organizado de pensamiento en torno a la hipocresía política. Al final, lo que queda, y no es poco, son las valiosas intuiciones ofrecidas sobre por qué una cierta dosis de hipocresía es inevitable en democracia. Si la insinceridad es inextirpable de los sistemas democráticos, propone Runciman, es «porque la propia democracia no es otra cosa que una ficción útil» (p. 241). Ficción, porque no es cierto que el pueblo sea soberano; útil, porque así creerlo sirve para poner límites al poder. Los representantes bien pueden tener una opinión distinta de la de sus representados –si es que esta fuera cognoscible–, pero se comportarán, al buscar su voto, como si ambas fuesen coincidentes. Los electores, que conocen las reglas del juego, confieren al gobernante un margen de incumplimiento de las promesas imposibles o absurdas que les fueron hechas en campaña. Para los partidos, en fin, exponer la hipocresía del otro se convierte en el arma política predilecta en la liza electoral y la democracia pluralista se vuelve, en definitiva, en palabras de Runciman inspiradas por Shklar, «un intricado baile entre hipócritas y antihipócritas, rondas permanentes de enmascaramiento y desenmascaramiento que da forma a nuestra existencia social» (p. 40). Un juego, cabe añadir, que será tanto más estridente cuanto más puritana la época. Como Molière sabía perfectamente, allí donde triunfan los predicadores menudean los tartufos: la distancia que inevitablemente se abre entre la prosaica conducta privada y la desaforada exigencia pública es el terreno donde florece la sátira.

La pregunta inicial, sin embargo, sigue sin una respuesta clara. Si aceptamos como válida la idea de que los políticos se rigen por una deontología propia que les faculta, en determinadas ocasiones, a jugar la baza de la insinceridad –lección sabida, por otro lado, desde Maquiavelo–, ¿cómo saber cuándo esta se convierte en un peligro para los fundamentos mismos de la democracia? En su libro, Runciman rescata la iluminadora analogía que Henry Sidgwick establece entre el oficio del abogado y la profesión política. Es por todos sabido, y por todos aceptado, que la lex artis forense permite al abogado defender la inocencia de su cliente incluso si no la tiene por segura. Pero si al abogado le consentimos esta exhibición pública de hipocresía es porque un entero sistema judicial la delimita y controla, diseñado como está para que la verdad prevalezca. En cambio, la política democrática, dice Sidgwick, es como hacer un juicio con jurado, pero sin juez. El jurado, huelga decirlo, somos los ciudadanos con derecho a voto. Como el abogado altisonante que en el fondo descree de la inocencia de su cliente, el representante político no dudará en servirse de malos argumentos con aire resuelto para ganar una elección. Sin ayuda de una autoridad judicial que regule ecuánimemente la discusión, seremos nosotros quienes debamos creer o no en la veracidad del alegato. La historia, ay, abunda en ejemplos de cómo el político mendaz pero persuasivo suele salirse con la suya. La situación, por lo demás, es peor de lo que Sidgwick, eminente filósofo victoriano, creía. Porque, tras más de un siglo de experiencia democrática –y teniendo fresca en la memoria episodios como el Brexit, el triunfo de Donald Trump o el discurrir del proceso independentista en Cataluña–, es difícil sostener que a los electores les mueva el esclarecimiento de la verdad en cualquier debate público. Antes al contrario, la credulidad parece autoinducida por el deseo de afianzar asentados prejuicios sobre la propia identidad. La pregunta por la hipocresía de los políticos pierde así importancia ante la lóbrega sospecha de que, cuando los ciudadanos piden a los políticos que les cuenten la verdad, están siendo… unos hipócritas.

Juan Claudio de Ramón es diplomático y escritor. Es autor de Diccionario de lugares comunes sobre Cataluña. Breviario de tópicos, recetas fallidas e ideas que no funcionan para resolver la crisis catalana (Barcelona, Deusto, 2018) y Canadiana. Viaje al país de las segundas oportunidades (Barcelona, Debate, 2018) y ha coordinado, con Aurora Nacarino-Brabo, La España de Abel. 40 jóvenes españoles contra el cainismo en el 40º aniversario de la Constitución Española (Barcelona, Deusto, 2018).

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