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Discurso y humor de Susan Sontag

Declaración. Cuentos reunidos

Susan Sontag

Literatura Random House. Barcelona, 2018

Trad. de Eduardo Goligorsky, Carlos Scavino, Miguel Martínez Lage, Eduardo Paz Leston, Margarita de Orellana, Aurelio Major y Carlos Mayor

346 pp. 19,90 €

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En septiembre de 2007, cuando aún no se habían cumplido tres años de la muerte de Susan Sontag, The New York Review of Books, donde ella había colaborado asiduamente, publicó un agrio intercambio de opiniones entre Eliot Weinberger y Suzanne Jill Levine. La polémica tenía un trasfondo hispánico, no en la materia de lo disputado, sino por el perfil de los, llamémosles así, contendientes, ya que el primero es un ensayista y traductor notorio de Vicente Huidobro, Jorge Luis Borges y Octavio Paz, con quien tuvo cercanía intelectual, y Jill Levine, profesora de Estudios sobre la Traducción en la Universidad de California, una legendaria traductora de la obra, entre otros, de Adolfo Bioy Casares, Guillermo Cabrera Infante y Manuel Puig, de quien fue campeona, amiga y biógrafa. El motivo de la disputa era el largo artículo publicado por la revista unas semanas antes en el que Weinberger ponía en entredicho la valía de Susan Sontag, sosteniendo, y esa es la frase que más dolió a Jill Levine, que la autora de Contra la interpretación pertenecía «más a la historia literaria que a la literatura», una opinión que, sin ser novedosa, rechinaba en el contexto de un apreciación general más bien desdeñosa.

En el amplio programa de su obra, es cierto que la narrativa de Susan Sontag, como su cine o su más parva escritura para el teatro, gozó de peor prensa que los ensayos, un campo en el que su calidad y empeño son indiscutibles, si bien Weinberger se esforzase en la citada reseña en rebajar incluso los méritos de un texto tan seminal como Notas sobre el «camp». Sontag, que escribió y dirigió cuatro películas largas, tendía a ser autocrítica con ellas, aunque, en mi opinión, al menos dos, Unguided Tour y Promised Lands, son excelentes ensayos metafílmicos. Para sus novelas, por el contrario, tenía juicios más piadosos y ambiciones de alto vuelo, considerando las dos primeras, El benefactor (1963) y Estuche de muerte (1967), como obras de un pasado rígidamente marcado por los tics de una vanguardia de cuño francés pronto obsoleta, mientras que se sentía muy satisfecha de las dos últimas, El amante del volcán (1992), y En América (1999), que le procuraron éxito comercial y la segunda un premio de relieve como el National Book Award del año 2000. En ambas puso mucho trabajo y esfuerzo, siendo a mi juicio superior el logro en la menos compleja pero muy inteligente recreación de las peripecias amorosas de Lady Hamilton, su esposo y gran coleccionista William y el almirante Nelson, llevada a cabo en The Volcano Lover. Entre las cuatro, separadas como se ve por un largo abandono novelístico, Sontag publicó en 1978 Yo, etcétera, la recopilación de cuentos que mejor plasma su variado registro en la ficción y vence en las piezas más distinguidas la rémora que ella misma, nada autocomplaciente, ya barruntaba en una entrada de su diario escrita a finales de 1965: «Un problema: la precariedad de mi escritura […] demasiado arquitectónica, discursiva».

Esta impecable edición española de cuentos reunidos parte de la estadounidense de 2017 al cuidado de Benjamin Taylor, quien añadió a los ocho relatos contenidos en Yo, etcétera tres piezas posteriores, entre ellas la que me parece su obra maestra, Así vivimos ahora, aparecida por vez primera en The New Yorker en 1986 y objeto posterior (en 1991) de una memorable publicación exenta en inglés que recogía el texto completo e intercalaba las láminas de las extraordinarias pinturas hechas ex profeso por el artista británico Howard Hodgkin. Del presente libro, en traducciones solventes, sorprende su anodino título, elegido por Taylor y respetado con tal vez exagerada fidelidad por el compilador, revisor y cotraductor, Aurelio Major. Declaración (Debriefing en inglés) fue uno de los cuentos originales de Sontag, pero su autora, conviene recordarlo, le puso en su día a la colección el título global tan sugestivo de I, etcetera. Cuánto mejor habría sido usarlo de nuevo ahora, añadiendo el subtítulo explicativo, pues Declaración es, además, uno de los relatos menos atractivos, con una construcción prismática que, releído hoy, resulta mortecina, y pone al desnudo las heridas del paso del tiempo en su escritura, algo de lo que no adolece la mayor parte del variado muestrario, al que Major ha añadido, en una coda muy de agradecer, cuatro piezas no recogidas por Taylor.

El conjunto se inicia apropiadamente con una pieza histórica, o historicista, que, publicada por Sontag en 1987 en The New Yorker, constituye una suerte de excurso semificcional de la jugosa visita realizada por una Susan de catorce años a la casa californiana de Thomas Mann, a instancias de un compañero de escuela algo mayor que ella, Merrill, quien, habiendo encontrado en la guía de teléfonos el número del famoso escritor exiliado, llamó audazmente al premio Nobel y consiguió la cita. Sontag ya había leído por aquel entonces La montaña mágica, «un libro que me transformaría, una fuente de descubrimientos y reconocimientos», y se lo prestó a su amigo, igualmente deslumbrado por la novela, pero acudió con reparos y vergüenza a ver en persona al que pronto sería su dios de la literatura, como Stravinsky ya lo era en la música. Las páginas del cuento en que describe los preparativos de la visita, su ansiedad dubitativa, sus cautelas, son deliciosas, y no lo es menos la llegada a la casa, con un guion de comportamientos y preguntas que los dos adolescentes debían seguir, trazado por Susan, cuyo máximo temor era que el novelista la interrogara y descubriese la inmensa mayoría de títulos suyos que ella no había leído. Mann le resultó circunspecto, demasiado formal, y la muchacha se desentendió del interrogatorio formulario para concentrarse con avidez en la biblioteca de la mansión. El escritor les hace ver que el tiempo concedido es limitado, y tras un té con pastas, la narradora se ve de regreso a su cercana ciudad en el coche conducido por Merrill. ¿Desencanto? Sontag ya tenía tan joven un carácter indómito, pues, cuando su compañero lamenta haber olvidado el ejemplar de La montaña mágica para la pertinente firma, calla y se inhibe, posiblemente algo decepcionada pero a la vez sensible a la actitud del genio: «Algunos años más tarde, cuando ya era escritora y conocí a otros muchos escritores, aprendí a ser más tolerante con la brecha que media entre la persona y su obra. Sin embargo, aún hoy el encuentro me parece ilegítimo, impropio. En lo profundo de mi memoria, muy a menudo, recuerdo la vergüenza».

El cuento que le sigue, Proyecto para un viaje a China, este incluido en Yo, etcétera, tiene asimismo un origen autobiográfico. Descoyuntado, reflexivo, aforístico («El viaje como acumulación. El colonialismo del alma, de cualquier alma, por muy bienintencionada que sea»), su propia condición de plan a punto de realizarse, le da la gracia y el misterio de lo irresoluto, rematado por un final engañosamente abierto, ya que sí hizo ese viaje: «Quizá escriba el libro sobre mi viaje a China antes de ir».

Más famosa por su sarcasmo incisivo que por su talante cómico, el humor se acartona un tanto en El Nene, pero brilla en dos de los más notables relatos, Espíritus norteamericanos y El muñeco. El primero de ellos es un vodevil picante que cuenta con ligereza la historia comprimida de su protagonista, «una joven intrépida de irreprochable ascendencia protestante blanca y de complexión estándar, normal. Su único defecto visible se reflejaba en su nombre: señorita Carichata». El segundo, la enrevesada peripecia de un álter ego creado por el narrador para aliviar sus angustias, desarrolla en clave kafkiana una bufonada de celos y vida marital agotada, en la que al muñeco de tamaño natural, fabricado «utilizando varias marcas de productos plásticos japoneses que simulan la carne, el pelo, las uñas y demás», se le permite, por medio de un mecanismo electrónico implantado en su interior, hablar, comer y copular. La rebelión amorosa de la criatura, así como el incumplimiento de las labores sexuales que se esperaban de él en tanto que cónyuge adjunto, tiene en la narración una chispa constante que reaviva una figura literaria de tanta prosapia como es la del Doppelgänger. Otra variación sobre un personaje de alcurnia, Doctor Jekyll, posee menos entidad, mientras que en la parábola distópica y conspiratoria Repaso de antiguas quejas reverberan los ecos tanto de Borges como del Jacques Rivette cineasta de Paris nous appartient. En cuanto al titulado Viaje sin guía, se trata de una proposición esquemática o esbozo que quedaba mejorado, por la prestancia de la imagen, en la película de igual título dirigida por Sontag.

El libro se cierra de modo fulgurante con la mejor obra de ficción de su autora, la antes mencionada Así vivimos ahora, y el pequeño gabinete de curiosidades al que antes aludimos: una filigrana de ingeniería y tres diálogos parateatrales, uno de ellos inédito, aportados y en parte traducidos por Aurelio Major. Ninguno de los cuatro es una pieza mayor, pero todos son de grata lectura. Divertimentos con guiño a los fabulistas clásicos, a Shakespeare y a Wagner (vía Bob Wilson), siendo el más substancial Descripción de una descripción, ocurrente ejercicio de inspiración oulipiana que consiste en contar dos veces una pequeña historia vivida en primera persona, en párrafos que comienzan con la abreviatura hilada del suceso, que también se despliega con mayor amplitud verbal a continuación. Es conveniente, para disfrutarlo mejor, leerlo separadamente de las dos maneras: en su formulación sucinta y en su extensión completa.

Los cuentos del apéndice siguen a la memorable danza macabra de Así vivimos ahora, un rondó novelesco, desprovisto de teoría y doctrina, sobre la diseminación del sida, que Sontag aborda con potentes estrategias narrativas en la voluntad, tantas veces expresada en sus ensayos pertinentes, de desinterpretar la dolencia maldita y las epidemias. La novelista urde, en una atmósfera de comedia a lo Eric Rohmer, un tejido de idas y venidas, retazos de conversaciones, clichés y sobreentendidos en torno a Max, el enfermo, y sus allegados, que aspira a ser la instantánea de un momento, de un núcleo humano y una manera de estar condenado y resistirse a ello. Tres décadas después de su primera publicación, y habiendo evolucionado nuestra percepción y el tratamiento del sida, el cuento sigue vigente sin marca alguna de época ni sombra aleccionadora.

¿Fue Sontag literata y no artista, como pretendió Eliot Weinberger? Ambos cauces no están reñidos, y a menudo fluyen en convergencia, como sabemos por Sainte-Beuve, por Virginia Woolf o por Azorín; me aventuro a decir que la escritora norteamericana habría respondido con una risa entre dientes a semejante descalificación. Admiró mucho a Roland Barthes, sobre el que escribió páginas no sólo clarificadoras, sino determinantes, y sus trayectorias intelectuales, más que sus vidas, tuvieron un paralelismo, repartido entre el pensamiento de original y brillante articulación y la alta prosa creativa. Barthes logró esa fusión cuando menos en su autobiografía encubierta Roland Barthes par Roland Barthes, en Fragmentos de un discurso amoroso, en el Journal de deuil de la muerte de su madre; Sontag lo hizo novelando, filmando, viajando para contarlo, anotando el pormenor y el futuro de su vida en los diarios, exponiendo sus propias dolencias y los males contemporáneos con una calidad en la escritura y un don imaginativo que el paso del tiempo, lejos de difuminar, ha reafirmado.

Vicente Molina Foix es escritor, traductor y cineasta. Sus últimos libros son El abrecartas (Barcelona, Anagrama, 2010), El hombre que vendió su propia cama (Barcelona, Anagrama, 2011), La musa furtiva. Poesía, 1967-2012 (Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2013), El invitado amargo (con Luis Cremades; Barcelona, Anagrama, 2014), Enemigos de lo real (Escritos sobre escritores) (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2016) y El joven sin alma (Barcelona, Anagrama, 2017).

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