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Lo que pudo haber sido

Contrafactuales. ¿Y si todo hubiera sido diferente?

Richard J. Evans

Madrid, Turner, 2016

Trad. de Guillem Usandizaga

192 pp. 18,90 €

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«Si hubiera aprobado la oposición, desaparecerían mis problemas»; «Si nos hubiéramos conocido antes, tendríamos una oportunidad»; «Si Rajoy hubiera dimitido, habría habido elecciones»; «Si Cataluña fuera un Estado independiente, Inglaterra no habría votado marcharse» (Enric Vila, periodista de ElNacional.cat). En consideraciones como estas, acerca de lo que pudo ser y no fue, se nos va la vida. Se nos va la vida en el discurrir y, lo más importante, en las decisiones que se siguen, en la vida verdadera, ante las oportunidades, en los caminos que se nos abren y en los que se nos cierran. Los filósofos le han dado muchas vueltas a estos razonamientos, por lo general relacionándolos con las explicaciones causales. Los llaman «contrafácticos» o, menos frecuentemente, «contrafactuales», la traducción que da título al ensayo de Richard J. Evans, reputado historiador del Tercer Reich. Y sí, cuando establecemos una relación causal (C está en el origen de E), a la vez afirmamos una relación hipotética, subjuntiva, que no hay manera de observar (si no hubiera C, no habría E). Si, con Weber, sostenemos que el protestantismo está en el origen del capitalismo, también estamos sosteniendo que, de no haberse dado el protestantismo, no habría surgido el capitalismo. Un mundo ese, la historia de Europa sin el protestantismo, que obviamente nunca hemos experimentado, que no ha existidoPara ser precisos, «protestantismo» y «capitalismo» son, antes que otra cosa, conceptos, entre los que no es fácil establecer relaciones causales, al menos, como la que establecemos entre ingerir un alimento en mal estado y una erupción cutánea. Por eso, la tesis de Weber se despliega en diversos mecanismos, tramas causales y, por eso, los filósofos, cuando se han ocupado del asunto, y se han ocupado mucho y bien, han precisado que la dependencia causal y, por ende, la relación contrafáctica, se da entre sucesos espacial y temporalmente ubicados: «El acontecimiento E depende causalmente del acontecimiento C si, y sólo si, cuando C no ocurre tampoco ocurre E». Siempre a partir del clásico David Lewis, Counterfactuals, Oxford, Blackwell, 1973..

Los contrafácticos no son tonterías. Las relaciones hipotéticas no se dan en el mundo de las cosas, sino en un terreno ?el de la imaginación? que se forja con palabras. Son muy humanas, específicamente humanas. En tanto requieren competencia lingüística, forman parte constitutiva de nuestra singular condición humana. Con palabras establecemos conjeturas, hacemos planes, imaginamos sociedades y diseñamos instituciones para hacer frente a problemas futuros, que todavía no se han dadoRuth M. J. Byrne, The Rational Imagination. How People Create Alternatives to Reality, Cambridge, The MIT Press, 2005.. Las consideraciones sobre las vidas posibles que se nos escaparon cuando decidimos o dejamos de decidir son los mimbres con que componemos canciones, novelas o películas. Lamentando sus oportunidades perdidas, algunos acaban con cirrosis y otros se tiran desde un puente. Al transmitir nuestra decepción recordamos al amigo o al amado que pudo ser mejor de lo que fue. Cuando condenamos un estado del mundo y actuamos para mitigar sus males, cuando hacemos política, nos instalamos inexorablemente en un escenario hipotético que nos sirve de contraste para valorar la realidad y como horizonte para regir nuestras acciones: «si hubiéramos hecho (o si hiciéramos) otra cosa, los problemas no habrían aparecido (o desaparecerían)». No hay intelección de una situación social que no opere con algún contrafáctico más o menos soterrado y en cuyo fondo hay una crítica, un lamento o un anheloStephen L. Morgan y Christopher Winship, Counterfactuals and Causal Inference. Methods and Principles of Social Research, Cambridge, Cambridge University Press, 2007..

Y luego está la teoría social. En un sentido elemental, los contrafácticos forman parte de su activo más apreciableVéase una visión sistemática y crítica en Jon Elster, Lógica y sociedad. Contradicciones y mundos posibles, trad. de Margarita N. Mizraji, Barcelona, Gedisa, 1994.. Cuando se explica una crisis por un mal diseño institucional, a la vez está diciéndose que con otro sistema de incentivos habrían ido mejor las cosas. En ese sentido, las teorías más formalizadas que, por ejemplo, especifican las condiciones de equilibrio de un sistema, operan con ellos como un paisaje de contraste, calibración y explicación: el equilibrio no existe en el mundo real, pero el desajuste entre las condiciones (hipotéticas) perfectas y las observables, entre cómo deberían ser las cosas y cómo son, el contrafáctico, nos ayuda a entender la realidad. Podemos anticipar un desastre ecológico porque comparamos una hipotética situación de equilibrio con una realidad deprimente y conjeturamos: «Si se diera esto, entonces…». Por su parte, las técnicas estadísticas, en tanto nos permiten manipular los símbolos, la información sobre los hechos, sin manipular «los hechos», no dejan de ser una suerte de refinado contrafáctico: para relacionar una religión con una mayor disposición al suicido no necesitamos amargarle la vida a católicos y protestantes y convertirlos en grupos de control, no trabajamos con la realidad, sino con una ficción, resultado de cruzar las informaciones estadísticasSobre el enorme potencial de la estadística para abordar los contrafácticos, véase Judea Pearl, The Book of Why, Nueva York, Basic Books, 2018, pp. 236 y ss..

Los problemas aparecen cuando se nos va la mano, cuando el mundo posible alternativo se despliega en mil secuencias causales que no hay manera de rastrear, como sucedía con la New Economic History que, para determinar el impacto económico de la abolición de la esclavitud y de la introducción del ferrocarril, comparaba la historia real de Estados Unidos y otra hipotética en la que no se hubiera abolido la esclavitud o introducido el ferrocarril. El empeño, sin duda, merecía reconocimiento, y lo tuvo, con el premio Nobel de economía de Robert Fogel y Douglass North, pero eso no quita para ocultar su desmesura: calibrar los efectos de la introducción del ferrocarril por ese procedimiento, esto es, escribir la historia que no fue, la historia sin ferrocarril, obliga a comprometerse con agregaciones complicadas (ahorro social, función de producción, etc.) y a ignorar obvias interdependencias de los procesos económicos. Otra cosa son las comparaciones sostenidas en teorías robustas, con supuestos plausibles y datos fiables: la comparación, con el ejemplo citado, entre un ecosistema virtual (en equilibrio) y el ecosistema real que nos permite predecir lo que pasaría si cierta especie desapareciera.

Estos inciertos terrenos, los de la teoría social, recorre el autor. Más exactamente, los de la historia. Pero no sin antes adentrarse, innecesariamente, por otros todavía más complicados, los de la filosofía, como sucede cuando relaciona los contrafácticos con las discusiones acerca del determinismo y el libre albedrío, un fangal del que pocos, incluso entre los entrenados en las mejores técnicas analíticas, salen sin lamparones. «Si las cosas no podían ser de otro modo, los contrafácticos carecerían de sentido», se sostiene. Y el transitar se torna definitivamente temerario cuando, a continuación, relaciona el determinismo con posiciones políticas y con los debates acerca del individualismo y la libertad: la izquierda, al apelar en sus explicaciones a «causas estructurales», excluiría la acción individual y la posibilidad de que las cosas pudieran haber sido de otro modo; la derecha, por el contrario, pondría su foco en las elecciones de las figuras políticas. En realidad, Evans se limita aquí a glosar una extendida opinión según la cual los historiadores de izquierdasTambién en el ámbito francófono, donde la historia virtual ha tardado más en desarrollarse, se produce esa equiparación ideológica. Véase Quentin Deluermoz y Pierre Singaravélou, Pour une histoire des possibles. Analyses contrefactuelles et possibles non advenus, París, Seuil, 2016., convencidos del curso inexorable, comprarían un lote completo: desconfiarían de los contrafácticos, estarían comprometidos con tesis deterministas y en sus explicaciones no cabrían las acciones individuales. Para los marxistas, por abreviar, las «estructuras» no dejarían lugar a las voluntadesUna opinión que no está fuera de disputa. De disputa empírica, en primer lugar. Pues, aunque es cierto que muchos izquierdistas compran el lote completo y, también, que abundan los conservadores dedicados a la historia de los grandes hombres y sus aciertos y errores ?un género que, de suyo, resulta muy propicio al cultivo de la especulación acerca de lo que podrían haber hecho, a los aplausos y recriminaciones?, no lo es menos que, para explicar sus fracasos, la izquierda ha traficado en abundancia con unos insultos («traidores», «cobardes», «infantiles», «mencheviques», «revisionistas», «socialfascistas», etc.) que, como todo reproche, resultan impensables sin su contrafáctico, sin una historia alternativa, mejor, que pudo haber sido. Por detrás de cada escisión política, y hasta de cada sucesiva Internacional Obrera, había una condena por no hacer lo que se debía ?y, por tanto, podía? haber hecho. En ese sentido, la práctica revolucionaria vendría a ser el equivalente revolucionario de las conservadoras historias de los grandes hombres. Sin olvidar que, en cuestiones de determinismo «individual», los conservadores tienden a pensar que los rasgos psicológicos –salvo cuando se trata de trastornos psiquiátricos? son más hereditarios que los liberales. Véase Emily A. Willoughby, Alan C. Love, Matt McGue, William G. Iacono, Jack Quigley y James J. Lee, «Free Will, Determinism, and intuitive judgments about the heritability of behaviour».

Pero, sobre todo, el lote resulta discutible en el plano conceptual. Sencillamente, no hay razones para relacionar unas cosas con otras, las teorías con las estrategias explicativas. Basta con pensar en una de las explicaciones (endógenas) de la crisis del capitalismo de Marx, la teoría de la caída de la tasa de ganancia, según la cual los beneficios caerían como resultado de la competencia entre unos capitalistas que, en aras de maximizar sus beneficios, optan por sustituir máquinas por personas, por trabajo, la única fuente de valor, según la (difícilmente sostenible) teoría de Marx. Cada uno con su acción alimenta un proceso inevitable que perjudica a todos. Estamos ante un clásico dilema del prisionero comprometido con el individualismo metodológico, con una explicación que reposa en interacciones entre agentes: cada empresario realiza «libremente» una acción que, ineluctablemente, le conduce a una situación indeseada (la caída de sus beneficios). Tenemos, pues, determinismo, libertad e individualismo metodológico. No es el único ejemplo de utilización de esos modelos explicativos en la tradición socialista. Buena parte de la investigación desarrollada por el llamado marxismo analítico (John Roemer y Jon Elster, destacadamente) ha consistido en mostrar la anatomía individualista de las teorías de Marx. (La obra de Micha? Kalecki, economista de inspiración marxista, keynesiano antes de Keynes, es un buen inventario de teorías sostenidas en procesos contradictorios, en los que las acciones de los agentes desembocan en resultados contrarios a los objetivos perseguidos).

Aún más, no sólo se trata de que muchos socialistas hagan uso en sus teorías empíricas del individualismo metodológico, sino de que, en tanto igualitaristas, están suscribiendo –a sabiendas o no? el individualismo ético, la tesis de que las unidades de valoración son las personas: la igualdad sólo puede ser entre individuos, los sujetos de derechos. En realidad, en el trasfondo de la inapropiada vinculación entre opiniones políticas y tesis historiográficas parece asomar una confusa equiparación entre el plano metodológico y el empírico, entre las estrategias explicativas, acerca de cómo se explica (a partir de individuos interactuando), y ciertas tesis (sustantivas) acerca de cómo funciona la sociedad, a partir de circunstancias económicas. Como si sostener, con Borges, que «la puerta es la que elige, no el hombre» nos impidiera tomar a los agentes y sus elecciones como punto de partida de las explicaciones. La catástrofe que se produce en una sala repleta de gente cuando alguien grita «¡Fuego!» es resultado menos de «la puerta» que de las «elecciones» libres de los individuos..

Aunque no son pocas las páginas que Evans dedica a estas simplificaciones políticas –y a no menos endebles digresiones sobre el determinismoEn muchas de sus digresiones sobre determinismo, el autor parece participar de una confusión, muy de principio, según la cual el reconocimiento de (la existencia de) leyes o teorías que describen las constricciones que enmarcan nuestro comportamiento exigiría negar la posibilidad de escapar a esas constricciones. Y no es el caso. Los humanos estamos instalados en constricciones perceptuales. No podemos «percibir» ciertas longitudes de onda, pero sí hacer teorías sobre tales longitudes de onda. Estamos atados biológicamente, por así decir, a la física aristotélica, a la geometría euclidiana, al espectro detectable neurosensorialmente pero, en virtud del lenguaje (la ciencia, en primer lugar), podemos escapar a nuestra biografía como especie, podemos teorizar, ampliar nuestro mundo, realizar experimentos mentales y conjeturar sobre realidades que no podemos percibir o inexistentes, corregir juicios y comparar argumentos sobre sociedades posibles, experiencias pasadas, etc. . Los contrafácticos constituyen una parte fundamental de ese activo. Para un interesante muestrario. véase el divertido libro de Randall Munroe, ¿Qué pasaría si…?, Respuestas serias y científicas a todo tipo de preguntas absurdas, trad. de Irene Cora Tiedra, Madrid, Aguilar, 2017. ?, la mayor parte de su atención –y disposición crítica? se concentra en los contrafácticos que han dado pie al pujante género de la llamada «Historia virtual», entretenida en conjeturar cursos alternativos de la historiaEvans dedica especial atención a un clásico como Niall Ferguson, Historia virtual. ¿Qué hubiera pasado si…?, trad. de Irene Cifuentes, Jesús Cuellar y Eva Rodríguez Halffter, Madrid, Taurus, 1998.. Prácticamente no hay acontecimiento importante sin su historia alternativa. Un volumen compilado por historiadores profesionales describe sesenta escenarios ficticios de la Segunda Guerra Mundial, a partir del supuesto de la derrota de los aliados. Entre nosotros, historiadores de probada competencia han abordado una historia alternativa de España desde 1870 a partir de conjeturas del tipo: «¿Qué habría pasado si España hubiera llegado a un acuerdo con Estados Unidos antes de la guerra de 1898? ¿Y si Alfonso XIII se hubiera opuesto al intento de golpe de Estado del general Primo de Rivera? ¿Y si Indalecio Prieto se hubiese convertido en presidente del Gobierno en mayo de 1936?»Nigel Townson (ed.), Historia virtual de España, (1870-2004) ¿Qué hubiera pasado si…?, Madrid, Taurus, 2004. Las posibilidades, por definición, son infinitas y aunque, por lo mismo, no se han explorado todas, no parece que sea por falta de voluntad. Para que se hagan una idea, hace apenas ocho años, Gavriel Rosenfeld recopiló ciento dieciséis historias alternativas del nazismo: en unas, los nazis ganaban la guerra; en otras, Hitler salía vivo del búnker y se dedicaba a sus cosas y, en las más audaces, simplemente Hitler no habría existido. Eso, como digo, sólo sobre el nazismo. Porque hay historias virtuales de cualquier acontecimiento que pueda ocurrírsele al lector. Camino vamos de convertir en «realidad» la ficción de La biblioteca de Babel borgiana, ya saben, aquella que incluía todo lo que se puede contar: «La historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basílides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito».

No exagero con la comparación. El género, casi inexorablemente, conduce a la ficción. De hecho, una variante literaria entregada a recrear cursos alternativos de la historia, las ucronías ?según la acuñación del filósofo Charles Renouvier en 1857?, se ha explotado en todas las variantes. En su exhaustivo repaso, Evans también se ocupa de esas producciones, que tampoco parecen hacerle demasiada gracia. Aquí, desde luego, el descontrol es absoluto. Y legítimo: se trata de literatura. En una de las mejores novelas de Philip K. Dick, El hombre en el castillo, en la que Franklin D. Roosevelt es asesinado y los nazis ganan la Segunda Guerra Mundial, aparece un personaje leyendo una novela contrafáctica en la que los nazis pierden la guerra. No cabe descartar que el autor se sintiera tentado de incluir en la novela contrafáctica a otro lector de otra novela contrafáctica que, a su vez… En fin, el novelista como el Dios de Borges: «También el jugador es prisionero / (la sentencia es de Omar) de otro tablero / de negras noches y de blancos días. Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. / ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza / de polvo y tiempo y sueño y agonías?»

Pero quizá no esté todo perdido y podamos extraer alguna lección del desenfreno imaginativo. Y es que, por un camino tortuoso, casi por reducción al absurdo, las ficciones han ayudado a agudizar nuestra conciencia metodológica, al mostrar los complicados equilibrios que sostienen las explicaciones históricas. No hay mal que por bien no venga, dicen. De pronto, hemos descubierto los numerosos supuestos implícitos presentes ?escamoteados, si se quiere? en la estrategia narrativa de los historiadores, esa que consiste en encadenar en un articulado y plausible relato secuencias de acontecimientos que «razonablemente» conducen a otros que, no menos «razonablemente», llevan un poquito más allá. Como los chiquillos que hilvanan sus fabulaciones con un «y entonces va y…». Con esos mismos mimbres se urden las novelas, las malas y las buenas. Diversas variantes de tantos cuentos de la lechera cuya «razonabilidad» es puramente psicológica, ejemplos de libro de la falacia de la conjunción que, por ejemplo, nos impide reparar en que una secuencia «explicativa» sostenida en dos acontecimientos –incluido alguno «raro»? (0,9 y 0,2) resulta más probable (0,18) que otra (su producto: 0,178) que se apoya en seis pasos muy «convincentes» cada uno de ellos (0,75). Sobre ese «truco» se sostiene el sobrecogedor futuro de la Francia islamizada que describe Michel Houellebecq en Sumisión. Terminamos la novela convencidos de que no cabe otro curso de la historia.

Quizá no quede otra que trabajar con esos materiales. Las teorías estrictamente demostrativas, deductivas, son tan solo una parte del activo de la ciencia. Buena parte del conocimiento que nos proporcionan las «ciencias baconianas» ?en la clásica calificación de Thomas S. Kuhn, contrapuestas a las «ciencias clásicas», geométricasThe Essential Tension, Chicago, The University of Chicago Press, 1977, capítulo 3.?, entre las que debiera incluirse la historia en primer lugar, inevitablemente, operan mediante estrategias argumentativas informales, de plausibilidad. No hay ni puede haber teoremas, sino relatos, narraciones. Y como parece que no cabe otra, mejor no engañarnos en perseguir la quimera de una precisión imposible, y acordarnos una vez más de la juiciosa recomendación de Aristóteles: «es propio del hombre instruido buscar exactitud en cada materia en la medida que lo permite la naturaleza del asunto; evidentemente, tan absurdo sería aceptar que un matemático empleara la persuasión como exigir de un retórico demostraciones» (Ética Nicomaquea, libro I, 3, 25).

En esas circunstancias, una vez que se reconocen las dificultades de las explicaciones históricas y que no hay modo definitivo de resolverlas u obviarlas –al menos, mientras las promesas del big data no se consumen?, no queda otra que seguir camino con las herramientas de siempre, intentar administrar con cautela el uso de la imaginación y separar el trigo de la paja: una cosa es el uso de los contrafácticos, inevitable en la medida en la que la teoría social apela a mecanismos causalesSobre la centralidad ?exclusividad, según algunos? de la explicación mediante mecanismos (causales) en teoría social, véase Peter Hedström y Richard Swedberg (eds.), Social Mechanisms. An Analytical Approach to Social Theory, Cambridge, Cambridge University Press, 1998. Y en la medida en que la explicación mediante mecanismos está asociada a una teoría causal realista ?como contrapuesta a una humeana? se halla presente en solventes teorías de la ciencia, «sociales» o «naturales». En realidad. la explicación desde mecanismos arranca de la filosofía general («natural») de la ciencia, con los trabajos de John Mackie, The Cement of the Universe- A Study of Causation. Oxford, Clarendon Press, 1974. Véase también Nancy Cartwright,.Nature’s Capacities and their Measurement, Cambridge, Cambridge University Press, 1989., y otra despeñarse por el mundo de la fantasía. Y Evans, que quizá no tiene finura filosófica, pero sí un entrenado instinto de historiador, intenta fijar unas mínimas pautas para decantar la parte aprovechable de una historia virtual que mira con desconfianza. De modo que, apoyándose en las reflexiones de agudos científicos sociales que han meditado juiciosamente sobre la historia virtual, sistematiza y valora una serie de reglas básicas que, bien aplicadas, permitirían un cultivo cabal y acaso provechoso del género. Todas ellas apuntan en la dirección de deslindar entre una defendible «historia virtual sobria» y la desbocada «historia virtual exuberante» (Allan Megill): que el escenario contrafáctico sólo contemple un cambio en la cadena (ceteris paribus); que exista una limitación en el plazo temporal en las ocurrencias, sin recalar en el juicio final; que se hagan explícitas las perspectivas, las intenciones que dan sentido al uso del contrafáctico. En lo esencial, se trataría de optar por una «mínima reescritura» (Niall Ferguson) de la secuencia causal realmente acontecida.

Evans no precisa mucho más. Tampoco es necesario. No es un filósofo de la ciencia, pero sí un pulcro historiador bien informado de lo que se cuece, como queda sobradamente mostrado en su minucioso repaso. Se comprueba en las documentadas páginas que dedica a las historias virtuales y a las ucronías entretenidas en recrear la historia de nuestro país, la más triste de todas las historias, si hemos de hacer caso a Jaime Gil de Biedma. Y también se comprueba en su mirada cautelosa, crítica pero no despreciativa. Es la mirada que da el oficio, la honesta reflexión sobre los propios quehaceres de quien sabe de qué habla, la siempre interesante «filosofía espontánea» de la ciencia del investigador, de la que hablara Louis Althusser, aquel filósofo que resultó tan poco honesto. Y eso quiere decir algo bien sencillo para el lector: siempre se aprende alguna cosa.

Félix Ovejero es profesor de Ética y Economía en la Universidad de Barcelona. Sus últimos libros son Proceso abierto. El socialismo después del socialismo (Barcelona, Tusquets, 2005), Contra Cromagnon. Nacionalismo, ciudadanía, democracia (Barcelona, Montesinos, 2006), Incluso un pueblo de demonios. Democracia, liberalismo, republicanismo (Buenos Aires/Madrid, Katz, 2008), La trama estéril. Izquierda y nacionalismo (Mataró, Montesinos, 2011), ¿Idiotas o ciudadanos? El 15-M y la teoría de la democracia (Barcelona, Montesinos, 2013), El compromiso del creador. Ética de la estética (Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2014), La seducción de la frontera. Nacionalismo e izquierda reaccionaria (Barcelona, Montesinos, 2016) y La deriva reaccionaria de la izquierda (Barcelona, Página Indómita, 2018).

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