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Ciencia sin Dios

Ciencia y creencia. La promesa de la serpiente

Steve Jones

Madrid, Turner, 2015

Trad. de Miguel Ros

Madrid, Turner, 2015

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«El arte es el árbol de la vida; la ciencia es el árbol de la muerte»: ésta es una frase lapidaria que pronunció William Blake hace ya muchos años. Sin embargo, sus sugerentes ilustraciones puntuarán con la fuerza de su simbolismo los diferentes capítulos de este libro, cuya tesis es justo la contraria.

John Stephen Jones –Steve Jones– es un genetista galés que nació en 1944. Ha sido, en diferentes etapas hasta 2010, jefe del Departamento de Genética, Evolución y Medio Ambiente en la University College de Londres, donde ahora es uno de sus profesores eméritos. Se trata de un autor que no ha desdeñado la divulgación científica en todos los niveles a su alcance, incluidos prensa, radio y televisión, conferencias, libros de divulgación científica o su columna científica regular en The Daily Telegraph. En el área de la biología, especialmente en evolución, es uno de los escritores contemporáneos más populares. Pocos como él han contribuido en forma tan amplia y fecunda a la comprensión de la ciencia por el gran público tanto en variación humana, raza, sexo, enfermedades congénitas o manipulación genética. Así le fue reconocido y fue galardonado en 1996 con el Premio Michael Faraday de la Royal Society.

Steve Jones es un especialista en la evolución de los caracoles que se propone escudriñar las páginas bíblicas desde el punto de vista de lo que es para él «la herramienta más congruente, universal y satisfactoria para organizar las vidas humanas»: la ciencia. Le ha movido a hacerlo su experiencia en un libro del año 2000, Darwin’s Ghost. The Origin of Species Updated. Ahí se propuso reescribir o, mejor dicho, «actualizar» las obras completas de Darwin valiéndose de la biología moderna para demostrar hasta qué punto sus ideas habían logrado sobrevivir el paso del tiempo. Con la Biblia pretende hacer lo mismo, aunque en un estilo, según sus palabras, menos «servil». ¿Por qué esa elección? ¿Para qué comparar cosmovisiones tan dispares como la Biblia y la ciencia actual? La Biblia es para algunos un relato literalmente cierto ofrecido al mundo de manos de Dios. Para otros, un universo cuajado de belleza metafórica. Pero no son minoría quienes la ven como una historia que habla de la forma de ver la realidad de unos pastores nómadas, bárbaros e ignorantes, de hace casi tres milenios.

Para no caer en las redes de la teología o de la filosofía metafísica, Jones trata, con relativo éxito, de buscar lazos entre la Biblia y la ciencia. La doble hélice, nos dice, «es el registro universal del pasado, puede remontarse con el árbol genealógico de los habitantes del Edén». Las personas –pretexta– tenemos en cada célula de nuestro cuerpo todo un conjunto de vínculos con los antepasados y, en última instancia, con cualquier persona que haya vivido en algún momento anterior. Y asegura que el libro sagrado trata de establecer una genealogía de las ideas.

Más complicada de digerir es su aserción de que la ciencia es heredera directa de la Biblia. Si somos más estrictos y menos poéticos, convendremos en que el origen de la ciencia se remonta más bien a la antigua Grecia que al paisaje bíblico. La seductora sierpe no ofreció a Eva el conocimiento que mostraba el funcionamiento del mundo, sino el «del Bien y del Mal». Le prometió algo fundamental para quienes iban a ser los padres de las futuras sociedades humanas: una conciencia moral. Pero no hay ni rastro de una invitación a la comprensión cabal de su dimensión natural. El entusiasmo de Jones le lleva a aseverar que la Biblia es el «primer libro de Biología del mundo», forzada explicación que más bien parece la de quien tiene que justificar esa «reescritura» desde una perspectiva científica para satisfacer a un editor muy listo.
Sí lo creemos, en cambio, cuando afirma que la Biblia es un «manual práctico”» para comprender el mundo «de su época», y no cabe duda de que es cierto que «las semillas de la curiosidad» se sembraron mucho antes de la aparición de nuestra especie y que «fructificaron primero con la espiritualidad y luego con la ciencia». Ciencia y creencia es un libro que despierta muy eficazmente esa curiosidad. Ofrece al lector abundancia de apuntes y referencias de muy diversos campos, sobre todo los relacionados con la ciencia fundamental, nuestro frágil periplo en el planeta o la biología.

¿Sabían ustedes que Seattle se asienta en la zona activa más joven y caliente del planeta y que se enfrenta a una posibilidad entre veinte de que en la próxima década haya un seísmo de mayor magnitud que el de San Francisco en 1906? Hemos oído hablar del que se espera desde hace tiempo en la ciudad del Golden Gate o del polvorín sobre el que se asienta Tokio. Pero Jones nos apercibe de que la ciudad «se encuentra al borde del caos».

Tenemos conocimiento de que, en algunas zonas de la China o de la India, a causa del aborto de niñas o de su infanticidio, la proporción de hombres y mujeres al nacer se encuentra gravemente alterada. Pero, ¿es realmente de cien a cuarenta y uno? El equilibrio de hombres y mujeres en la sociedad no es baladí, pues desempeña un papel determinante en la delicada trama de las relaciones sociales. En pocos años habrá nuevos países con un superávit de decenas de millones de hombres que no lograrán encontrar pareja fácilmente. Esto llevará a una competencia que tradicionalmente suele traducirse en violencia, como vemos en los países islámicos, donde la desproporción y subsiguiente conflicto viene dado por la práctica políginica, que deja a muchos jóvenes casaderos fuera del mercado matrimonial. Igual que en estas últimas y enfrentadas zonas, los matrimonios forzados y las violaciones empiezan a ocupar las páginas de los noticiarios de estos países asiáticos.

También sobre el envejecimiento nos trae Steve Jones sorprendentes revelaciones. Vetustos personajes bíblicos como Matusalén le servirán de excusa para algunas incursiones en este campo. Si pudiéramos conocer cuáles son las causas físicas de nuestro deterioro, podríamos ralentizar los efectos nocivos de esta lotería que, sin entusiasmo por nuestra parte, nos ofrece más números año tras año. Jones nos dice que lo sorprendente no es que envejezcamos, sino que permanezcamos jóvenes tanto tiempo. Cada día sustituimos miles de millones de células y fabricamos miles de kilómetros de ADN. Y nos cuenta que, como tantas paradojas de la vida, la Guerra Fría tuvo consecuencias insospechadas de las que pudimos aprender. A partir de 1945, a causa de las pruebas nucleares, se vertió radiocarbono a la atmósfera durante veinte años. Con el tiempo, este elemento se rompe, pero sigue en nuestros cuerpos y nos proporciona un método para tasar las edades de nuestro cuerpo. Al rastrear su volumen, podemos saber con qué velocidad se sustituyen los diversos tejidos. Así conocemos que las células de la piel duran dos semanas, los glóbulos rojos de la sangre cuatro meses y que nuestro hígado nunca llega a celebrar un cumpleaños, pues tarda unos doce meses en ser otro completamente nuevo.

También irrumpe con decisión en territorios sociales minados por lo políticamente correcto. La comunidad científica muestra generalmente su sesgo político, poniendo el acento con mayor o menor vehemencia en lo innato o en lo adquirido. Se trata de la vieja polémica entre la nature o la nurture. El ala izquierdista ha reconocido con reticencias la importancia de lo innato en cuestiones que afectan al comportamiento humano y a las relaciones entre las personas. Jones es un científico que se muestra en general más tendente a acentuar lo adquirido. Por ejemplo, afirma que la influencia de la doble hélice en el hombre es mucho más ambigua de lo que antaño parecía razonable suponer. Para él, la pretensión del proyecto Genoma Humano, que había de dar respuestas concluyentes en la búsqueda de los genes «para todo», se ha estancado. Por eso es especialmente notable y sorprendente la proclama que hace en su libro –tan necesaria ya, por otra parte– de la comprensión de los rasgos innatos masculinos y la denuncia de la desigualdad que ha venido imponiéndose en los últimos años, especialmente en el ámbito legal.

Los hombres tienden a ser culpados, más que perdonados, por su biología. Se considera que quienes carecen de un cromosoma Y son menos responsables de sus acciones, mientras que los individuos desfavorecidos por llevar la fatídica letra lo son más. Cuando se comparan casos iguales, se les absuelve del delito a más del doble de las mujeres, y un porcentaje mucho mayor de ellas es condenado a trabajos para la comunidad en lugar de acabar en la cárcel. La tendencia de que las mujeres reciban penas más leves se remonta a la época victoriana, y la justicia sigue valorando el potencial desamparo de los hijos y una supuesta naturaleza femenina con menor capacidad para el daño. La sociedad es muy poco congruente, nos dice Jones: «los delincuentes masculinos son penalizados por su derecho natural, pero un niño agraciado con un don intelectual innato recibe mejor trato que sus compañeros menos afortunados». Los científicos entienden una parte importante de la biología que se esconde detrás de la variación en las especificidades humanas, pero la sociedad aún tiene prejuicios que se remontan a antes de la ciencia y que resultan injustas para la mitad masculina de la población.

Ciencia y creencia es un libro cargado de anécdotas personales y que utiliza abundantemente el sentido del humor y la nota irónica. El autor no duda en usarse a sí mismo, especialmente al niño triste y pesimista que sus circunstancias y carácter le llevaron a ser. Su talante de modestia real o de elegante self-deprecation se muestra en diversas ocasiones, como cuando se refiere a su libro como uno «absolutamente libre de cualquier tinte de originalidad». Consciente, como vimos más arriba, de la dificultad de servirse de la cosmovisión bíblica para hacer ciencia, no ahorra comentarios del tipo de «El Génesis va desde el origen del universo al del Homo Sapiens en menos de setecientas palabras», economía expresiva de la que él «no se considera capaz».

Científicos como Stephen Jay Gould hablaron de «los dos magisterios» –el de la religión y el de la ciencia–, en el sentido de su pertenencia a distintos universos del conocimiento, pero sin establecer categorías entre ellos. Steve Jones se muestra en franco desacuerdo cuando dice que la ciencia y la creencia no ocupan mundos separados y, mucho menos, complementarios. No piensa que cada uno ofrezca una visión igualmente válida, ni que el conocimiento pueda ser creado fuera del mundo material. Para él, en el siglo XXI se ha vuelto a despertar la serpiente de la superstición, que es distinta de la que repta en el título de su libro, pero igualmente amenazante. Le alarma, por ejemplo, que, según diversos estudios y encuestas, los ciudadanos de Estados Unidos prefieran votar a un homosexual, a un judío o a un mormón antes que a un ateo. Ha llegado el momento, nos dice, de que «lo natural suplante a lo sobrenatural» en un mundo que afronta serios peligros y no puede permitirse información errónea.

Por su promoción del pensamiento científico se le otorgó el segundo Premio Irwin al Secularista del Año por la National Secular Society el 7 de octubre de 2006. El 1 de enero de 2011 fue nombrado presidente de la Association for Science Education y también es miembro de honor de la British Humanist Association, una organización británica sin ánimo de lucro que se propone representar a «la gente que trata de vivir en el bien sin creencias religiosas ni supersticiosas». Consecuente con su filosofía humanista secular, Steve Jones nos confía su esperanza en que no tarde en llegar un día en el que, gracias a la ciencia, tengamos una cultura «objetiva y sin ambigüedades» que pueda unir a todos los humanos y que convierta el planeta en un sistema único de valores compartidos. Por ello considera muy positivamente el descenso registrado en el número de personas que creen que el bienestar del que disfrutamos ha pasado a depender, más que de ningún dios, de nuestro ingenio y de nuestras acciones inteligentemente ejecutadas. Aunque no dejaremos de adscribirnos a antiguos y nuevos sistemas de creencias (especialmente en momentos de catástrofe y no digamos de potenciales colapsos de la civilización), las religiones cada vez tienen menos peso en nuestras vidas. Nuestra esperanza, nos dice, es que en estos tiempos globalizados e interconectados podamos crear entre todos una sociedad que se extienda «más allá de su vecindario mental». Una sociedad que pueda compartir un sistema común de valores, pues, una vez superados los obstáculos de la distancia y del aislamiento, tendremos que enfrentarnos a los de la lengua, la raza y la creencia. El reto es abordarlos con una saludable comunidad inspirada en la ciencia.

Es reconfortante conocer los avances de las organizaciones que defienden una ética secular con capacidad para integrar a gentes de diversas procedencias étnicas o religiosas en un proyecto compartido. Muchos de los más activos y brillantes divulgadores científicos colaboran de alguna manera con ellas. Es un placer comentar que la British Humanist Association a la que pertenece Steve Jones está actualmente presidida por Jameel Sadik «Jim» Al-Khalili, el físico teórico de origen iraquí y padre chiíta, circunstancia que nos recuerda el número creciente de exmusulmanes que dan la cara con gran valentía en nuestras sociedades y que se pierden en el ruido mediático del terrorismo islamista.

Ciencia y creencia. La promesa de la serpiente es un libro editado con detalle, con una traducción en general correcta. Más que reescribir la historia entre el Génesis y la revelación, es una sucesión de ensayos cuyos textos se extraen, de forma parecida a los sermones, de los versos bíblicos: un instructivo divertimento más que un ensayo científico. En todo caso nos gustaría que su autor se hubiera plegado menos a la conveniencia de establecer lazos artificiales entre la Biblia y la ciencia, lazos que chirrían francamente en un ateo militante. Pero es siempre agradecido poder comparar pasadas visiones del mundo con los conocimientos actuales del origen de la vida y del universo. Recordando las resonantes primeras palabras del Viejo Testamento que dicen «En el principio…», Steve Jones nos lleva de la mano, en un recorrido a través del tiempo y del espacio, desde los primeros momentos del Big Bang hasta la emergencia del Homo Sapiens unos trece mil millones de años después. Pocos mejores que él para ese empeño.

Haciendo gala de su elegante ironía, nos recordará al final que «la humanidad vive en un sistema solar menor en el borde de una galaxia suburbana» y que las grandes preguntas de la física sobre el origen del cosmos aún se le resisten. El hombre es una criatura que, al contrario de Dios, “«aún comprende muy poco de su lugar en la naturaleza». Pero, a pesar de todo, «los científicos han conseguido conocimientos del mundo físico mucho más fiables que los de las Escrituras. La ciencia, en su corta vida, ha conseguido sobrevivir a sus promesas». La serpiente va, pues, de capa caída.

María Teresa Giménez Barbat es antropóloga, escritora y editora de Cultura 3.0. La Tercera Cultura. Es autora de Polvo de estrellas (Barcelona, Kairós, 2003), Diari d’una escéptica (Barcelona, Tentadero, 2007) y Citileaks. Los españolistas de la plaza real (Málaga, Sepha, 2012).

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