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Churchill, reivindicado

El factor Churchill. Un solo hombre cambió el rumbo de la historia

Boris Johnson

Madrid, Alianza, 2015

Trad. de Ramón Buenaventura

496 pp. 22 €

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Winston Churchill murió en 1965, hace cincuenta años, a la edad de noventa, y tras haber sido durante siete décadas todo lo que, salvo rey, se podía ser en la vida pública británica: militar, parlamentario, periodista, innumerables veces ministro, dos veces primer ministro e incluso premio Nobel de Literatura en 1953. También, en sus ratos libres, pintor. Y como es bien sabido, y por muchos admirado, fumador impenitente de puros habanos y consumidor sin tasa de alcoholes varios. Es indudablemente una de las figuras más conocidas en la vida internacional del siglo XX y, como indica el subtítulo del libro que le ha dedicado Boris Johnson, una de las más influyentes en el período que transcurre desde el comienzo del siglo hasta que, cumplidos ya los ochenta años, se retirara de la vida pública en 1955. Durante esas décadas, e incluso ya durante los últimos años del siglo XIX, no hay tema internacional o cuestión interna británica que le sean extraños: la guerra hispano-norteamericana de Cuba, la de los Boers en el Transvaal, en Sudáfrica, la Primera Guerra Mundial, las tensiones sociales en su país, las primeras aproximaciones al Estado del bienestar, la oposición a Hitler, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría y el enfrentamiento con la Unión Soviética, las primeras proclamas a favor de la unidad europea, la creación de la OTAN y un largo etcétera que, en la práctica, cubre asombrosamente una enciclopedia de las relaciones internacionales y de la evolución doméstica del Reino Unido vivida en primera persona y de manera harto activa. Habiendo conocido una época dominada, para bien o para mal, por grandes y, a veces, opresivas personalidades de las que fue contemporáneo, y con las que mantuvo relaciones de enfrentamiento o amistad –Mussolini, Hitler, Stalin, Franklin D. Roosevelt, De Gaulle, Adenauer, De Gasperi–, pocas son las que pueden comparársele en la longitud, la calidad o en la pervivencia de los esfuerzos. Churchill constituye por sí mismo, es cierto, una categoría aparte. ¿Tiene razón Johnson, el colorista y poco habitual miembro del Partido Conservador británico que alegra la vida de los londinenses con sus ocurrencias como alcalde, al dedicar a Churchill, a modo de celebración en el cincuentenario de su fallecimiento, un volumen biográfico que, sin pudor, trata al personaje con los métodos de la hagiografía?

Como era de esperar, el tiempo transcurrido desde su desaparición ha servido para intentar situar al personaje en su dimensión exacta e incluso, como derivada lógica e inevitable, para someterlo a un proceso más o menos acerbo de revisionismo. Aunque salvando ciertas distancias: Churchill sigue encarnando para muchos, dentro y fuera de las Islas Británicas, lo mejor del espíritu humano en libertad y la puesta en duda de sus hazañas dista mucho de la que, por ejemplo, está actualmente sufriendo Woodrow Wilson, el que fuera vigésimo octavo presidente de los Estados Unidos. Wilson ganó reconocimiento internacional, aunque no tanto doméstico, al inspirar con los catorce puntos que llevan su nombre unas relaciones interestatales basadas en el Derecho Internacional y en la autodeterminación de los pueblos. La paz que puso fin a la Primera Guerra Mundial, recogida en el Tratado de Versalles, y traducida a su vez en la Sociedad de las Naciones, son los primeros atisbos para dotar a la vida internacional de instituciones efectivas y de normas aplicables y ambos aspectos encuentran su origen en la voluntad y en la decisión del entonces presidente de los Estados Unidos. Ahora, sin embargo, una vigorosa manifestación de protesta en la Universidad de Princeton, una de las más antiguas y prestigiosas del país, ha preferido estigmatizar la memoria de quien fuera también su decimotercer presidente con la noticia de sus inclinaciones racistas, hasta el punto de exigir la desaparición de todas las menciones, y no son pocas, que llevan el nombre del que otrora fuera admirado alumno y dirigente en instalaciones y edificios del campus universitario. Como en los tiempos antiguos, cuando de faraones egipcios y emperadores romanos se trataba, la memoria de los infaustos sería radicalmente borrada de la faz de la tierra. En los modernos, de parecida y poco ilustrada manera, los que reescriben la historia en nombre de su sedicente memoria practican el arte mágico de negar la existencia de lo ocurrido con el recurso al silencio: nihil novum sub sole. Pero mala fórmula: nunca la negación de la realidad ha conducido a su superación.

Menos agitadas han bajado las aguas en la revisión churchilliana, pero no faltan quienes ahora recuerden el gusto por la violencia que desplegó en la guerra de los Boers, o la catastrófica decisión que como primer Lord del Almirantazgo le llevó a sacrificar miles de vidas de tropas australianas, canadienses y neozelandesas en el fallido ataque a la península de Gallipoli, en los Dardanelos, durante la Primera Guerra Mundial, o las despectivas y públicas manifestaciones que tuvo hacia Mahatma Gandhi, el padre de la independencia india, o su nunca desmentido afán de protección y fomento del Imperio Británico, o sus decisiones sobre el reparto de Oriente Próximo en los años veinte y treinta del pasado siglo, o los bombardeos de ciudades alemanas en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Revisionistas existen, y estos son más recientes, y algo más tímidos, que arrojan alguna sombra de duda sobre su oposición radical al apaciguamiento que desde la Cámara de los Comunes, primero, y desde el número 10 de Downing Street, después, mantuvo frente al nazismo hitleriano. Y otros, en la orilla opuesta, ponen en su debe las cesiones frente a Stalin en Yalta y en Potsdam, sellando con ello durante décadas el acceso a la libertad de los pueblos de Europa Oriental.

En realidad, son muchos los distintos Churchill que ofrece una personalidad tan poliédrica: casi tantos como observadores. Y tentadora la posibilidad alternativa de exculpar sus desvíos cargándolos sobre los hombros del tiempo en que vivió, o de olvidarlos bajo la clámide de sus redentores aciertos. Lo primero es una banalidad que, sin embargo,  en la que deberían profundizar todos aquellos que sólo se atienen al presente y sus valores para juzgar todo el pasado. Ni el Wilson racista ni el Churchill imperial producen hoy ninguna emoción, pero tomar esas características por definitorias de toda una vida contribuye estúpidamente a la distorsión de la historia y a la percepción de su progreso. Y, sobre todo, de aquellos que lo hicieron posible. Y el que gentes «de su tiempo» hayan sido también capaces de superar los condicionantes por los que tuvieron que atravesar, y que sólo ahora percibimos, para alcanzar un determinado nivel de grandeza resolutoria, es algo que únicamente es posible en la variopinta y fascinante agrupación de seres vivos inteligentes –más o menos– que, en conjunto, forman la humanidad.

En tiempo tan dilatado, y en circunstancias tan cambiantes, Churchill fue a su manera «a man for all seasons», el hombre de cualquier momento, dispuesto a ser conservador o liberal según las direcciones de los vientos y las tendencias de sus propias necesidades, pero siempre fiel a la noción de su destino, a lo que él interpretó como las superiores necesidades del Reino Unido de la Gran Bretaña. Amén de la fidelidad a Clementine, su mujer. Al final resultó que el defensor a ultranza del Imperio Británico tuvo que resignarse a presidir sus funerales, que el miembro de la ilustre familia aristocrática de los Marlborough contribuyera a mejorar las condiciones laborales de la clase obrera británica y que, como primer ministro de Su Majestad Británica, tuviera que evocar la comunidad ética y lingüística del mundo anglosajón para solicitar de Washington ayuda frente a la barbarie teutona. En ninguna de esas tareas perdió los anillos o la gracia. Ni a lo largo de toda su vida, como refleja el sistema de fidelidades que le guió, un grado significativo de coherencia, seguramente anclada en su condición de hombre libre en un país donde la democracia se había convertido en una segunda naturaleza.

Y es que, al final de la historia, hay dos Churchill con los que uno desearía quedarse, sin por ello renunciar a todos los demás. El primero es el enemigo jurado de los totalitarismos, vinieran de la derecha o de la izquierda. El segundo, quizá menos recordado, es el temprano propulsor de la reconciliación franco-alemana y de la consiguiente unificación europea.

Había sido Churchill un temprano y casi profético adversario del nazismo alemán y de su líder, Adolf Hitler, cuando en el Reino Unido y en gran parte de la Europa democrática prevalecía la convicción de que, antes que nada, y para evitar males mayores, convenía ante todo «apaciguar» a los dictadores. Es conocido su enfrentamiento dialéctico con el primer ministro Neville Chamberlain en 1938, cuando, tras la firma del acuerdo de Múnich que consagraba la ocupación alemana de Austria y el reparto de los Sudetes en Checoslovaquia, y ante la pretensión de Chamberlain de considerar el arreglo como «the peace of our time», Churchill en los Comunes le dice que podía haber escogido entre «la vergüenza y la guerra», para sentenciar: «Ha escogido la vergüenza y tendrá la guerra».

El Churchill primer ministro británico durante la Segunda Guerra Mundial fue, en efecto, la figura providencial que supo evitar los cantos de sirena de la perversión fascista, que alertó a sus conciudadanos y a gran parte de los que habitaban en los países democráticos de los riesgos del apaciguamiento, el que forjó la gran alianza anglo-norteamericana para luchar contra el nazismo, el que supo imaginar la mejor manera de organizar la paz, uno de los autores de las Naciones Unidas y de la Alianza Atlántica. Sin lugar a dudas, uno de los padres fundadores de la democracia moderna. Figura tanto más gigantesca y necesitada de recordación cuanto los tiempos contemporáneos arrojan dudas sobre el futuro de la libertad o sobre la intangibilidad de las normas del Derecho Internacional o sobre la misma esencia de la democracia representativa. Aunque sólo fuera por esos cinco largos, complicados, dolorosos y a la postre victoriosos años de la Segunda Guerra Mundial, Churchill merecería ocupar un lugar permanente en el mausoleo dedicado a los defensores de la dignidad humana.

Y ese mismo Churchill, al que sus conciudadanos privaron de las mieles del triunfo al derrotarlo en las urnas apenas acabada la contienda y establecida la paz, fue también precursor en alertar sobre los peligros totalitarios que acechaban desde el Este, donde la versión «real» del socialismo utópico a lo Marx-Engels-Lafargue había desembocado en un sistema de sangrienta brutalidad sólo comparable al practicado por la Alemania nazi durante los tiempos de Hitler. Aquí, sin embargo, las exigencias de la planificación bélica retrasaron un tanto la proclamación de la denuncia. Americanos, británicos y soviéticos habían combatido codo a codo contra el enemigo común en el seno de una alianza inestable en la que, sólo por milagrosa habilidad, Churchill había logrado introducir cabeza, viniendo como venía de un país disminuido y ya posimperial. Tuvo que pagar la humillación de ser el tercero en discordia, al que el físicamente debilitado Roosevelt y el pletórico Stalin trajinaron sin demasiada consideración, y cierto es: el británico se dejó tentar por las sirenas de la «Realpolitik” y jugó con el sátrapa georgiano a repartirse los despojos de Europa Oriental. Claro que, para entonces, las divisiones soviéticas se acercaban a Berlín y, como poderosa excusa, no parecían dispuestas a permitir que en los territorios ocupados por el Ejército Rojo fueran a celebrarse las elecciones libres que Yalta había recomendado casi en una nota a pie de página. Pero el aldabonazo de la Universidad de Westminster, en la ciudad de Fulton, en el Estado de Misuri, en los Estados Unidos de America, el 5 de marzo de 1946, antes de que se hubiera cumplido un año desde el final de las operaciones bélicas, resonaría con fragor bíblico y capacidad definitoria en el período que habría de conocerse como el de la Guerra Fría: «Desde Stettin en el Báltico hasta Trieste en el Adriático, un telón de acero ha caído sobre el continente. Detrás de esa línea están todas las capitales de los antiguos estados de Europa Central y Oriental. Varsovia, Berlín, Praga, Viena, Budapest, Belgrado, Bucarest y Sofía, todas esas famosas ciudades y las poblaciones en torno a ellas están en lo que yo debo llamar la esfera soviética y están sujetas de una forma u otra no únicamente a la influencia soviética, sino a una gran, y en algunos casos, creciente medida de control desde Moscú». Y éste, como tantos otros textos debidos a la pluma de Churchill –Boris Johnson nos recuerda que escribió más que Shakespeare y Dickens juntos–. merece no sólo la cita aislada, por clásica que resulte, sino la lectura completa, que permite apreciar la solidez del argumento –en este caso, el elogio de la libertad– y la belleza del lenguaje, a la que, caso raro entre los políticos de pelaje vario, no renunció jamás.

Del Churchill europeísta, menos conocido que el guerrero de la libertad, pero no por ello menos apreciable, cabe traer a colación su discurso en la Universidad de Zúrich, también en 1946, unos meses más tarde, cuando ninguna voz significativa había levantado todavía el tono para reclamar reconciliación y unidad entre los pueblos europeos: «Todos sabemos que las dos guerras mundiales que hemos sufrido surgieron de la vana pasión de Alemania para desempeñar un papel dominante en el mundo. En esta última lucha, se han cometido crímenes y matanzas que no tienen paralelo desde la invasión mongola en el siglo XIII, ni comparación con ningún otro momento de la historia humana. Los culpables deben ser castigados. Es necesario impedir que Alemania tenga el poder de rearmarse para comenzar otra guerra de agresión. Pero cuando todo ello haya sido hecho, como será hecho, como está siendo hecho, debe encontrase un final a la condena. Debemos encontrar lo que Gladstone hace años denominó un “bendito acto de olvido” […]. Nuestro constante objetivo debe ser construir y fortalecer la Organización de las Naciones Unidas. Dentro de ella debemos recrear la familia europea en una estructura regional que podría llamarse los Estados Unidos de Europa, de la que el primer paso práctico debería ser el Consejo de Europa […]. El primer paso en la recreación de la familia europea debe ser la colaboración entre Francia y Alemania». Faltaban cuatro años para que, en 1950, Maurice Schumann, el ministro francés de Asuntos Exteriores, diera a la luz pública su plan para la progresiva unificación de Europa. De nuevo Churchill había tenido una capacidad visionaria para imaginar el futuro deseable y diseñar sus principales contornos. ¿Se hubiera convertido a la larga en un británico euroescéptico, a la Thatcher o a lo Cameron? El misericordioso tiempo no le dejó margen para precisarlo, pero sus propuestas de 1946 suenan a robusta e indubitada declaración de principios: la reconciliación franco-alemana, la reunificación de la familia europea en torno a la libertad que la hizo grande, en el horizonte unos Estados Unidos de Europa. Consolémonos pensando que siempre hay margen en este mundo para una evocación basada en la nostalgia churchilliana.

Y todo ello, a lo largo de setenta años de vida pública, con un gusto ampuloso por el «panaché» político y personal, por la palabra bien dicha y mejor escrita, por un manejo insuperable de la oratoria como método para alcanzar intelectos y sentimientos, por un constante afán de sacrificar todo a la grandeza de la nación en libertad. En este tiempo de ideas romas, políticos alicortos y naciones encogidas, la dimensión de Churchill se nos aparece como la figura capaz de inspirar gestas, de enderezar entuertos, de recuperar dignidades. Como dice Boris Johnson, fue «la palanca del destino». Del buen destino. Y su libro, escrito con soltura de forma y espíritu, y también con admiración justificada y casi reverencial, merece reconocimiento y lectura, aunque a ratos despierte una cierta melancolía: ¿hubo alguna vez un Churchill español, un político capaz de recrear su época a su imagen y semejanza, de incitar a nuestros compatriotas a perseguir grandes epopeyas colectivas, a luchar por la libertad y contra la tiranía, a soñar con la patria grande y digna? ¿Lo fue acaso Cánovas, el de la larga restauración? ¿O Adolfo Suárez, en sus mejores y breves momentos? ¿Acaso ha utilizado Felipe VI en su alocución de Navidad de 2015 ante una sociedad perpleja la palabra y la intención de un Churchill hispano? Porque –que a nadie le quepa la menor duda– el más elevado de los cumplidos que un personaje público pueda recibir podría ser ese: recordar a Winston Churchill. Y, después, la gloria.

Javier Rupérez es embajador de España y miembro correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Sus últimos libros son El espejismo multilateral. La geopolítica entre el idealismo y la realidad (Córdoba, Almuzara, 2009), Memoria de Washington. Embajador de España en la capital del imperio (Madrid, La Esfera de los Libros, 2011) y, con David Vítores, El español en las relaciones internacionales (Barcelona, Ariel/Fundación Telefónica, 2012).

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