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John Cheever al desnudo

Cartas

John Cheever

Barcelona, Literatura Random House, 2018

Trad. de Miguel Temprano García

429 pp. 22,90 €

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Las cartas tienen a veces el poder de demostrar quién es uno, gracias a que su autor se desnuda a menudo en ellas, confiado en que nadie lo ve, salvo el destinatario. La razón de que la correspondencia del escritor estadounidense John Cheever (1912-1982) sea, según su hijo Benjamin Cheever, tan impactante, es que su padre creía que los destinarios «sinceramente se desharían de ellas». Eso no ocurrió, al menos en algunos casos, y la correspondencia, reunida por Benjamin y editada ahora por Literatura Random House, funciona como una inesperada y casual autobiografía. Los episodios más relevantes de su vida, los felices y los traumáticos, encontraron eco en las cartas. «Escribió entre diez y treinta a la semana, y las escribió en todo tipo de circunstancias», aclara su hijo en la introducción. «Lo suyo no era el teléfono», y aquello que tenía que decir «estaba en el correo».

La primera correspondencia, datada en los años treinta, permite vislumbrar al escritor en sus inicios, consciente de su inmadurez literaria. En 1933 confiesa al escritor y crítico Malcolm Cowley que «no cuento con escribir nada que valga la pena publicar hasta dentro de unos cinco años». En 1935, sin embargo, The New Yorker le compró sus dos primeros relatos, por los que recibió 135 dólares. La necesidad de conseguir dinero se volvió una constante en esa década. La dificultad para trabajar le provocaba continuas angustias: «No tengo oficio, título, ni formación especializada. Mis solicitudes para todo tipo de empleos, desde cobrador de autobús, hasta redactor en una agencia de publicidad, han sido totalmente inútiles», le confiesa a Elizabeth Ames, directora de Yaddo, la colonia para artistas de Saratoga Springs (Nueva York).

A comienzos de los años cuarenta se hizo patente su obstinación por escribir una novela. La lucha será larga. «A veces la saco de noche, la miro y me emociono, pero luego tengo que guardarla por la mañana y volver a los relatos», escribe a Mary Winternitz, que más tarde se convertirá en su mujer. El libro es un quebradero de cabeza: «Lo empiezo y lo interrumpo unas seis veces al día, me insulto y me injurio».

Aunque esa desesperación no se comparaba por entonces a la económica: «The New Yorker sigue pagándome un salario, pero si no sale nada mejor, y a Mary no le importa, creo que intentaré alistarme», contaba a Cowley en enero de 1942. Cuando finalmente dio el paso, y aguardaba impaciente la respuesta de la junta de alistamiento, admite que «lo único que sé de la guerra es lo que vi en las películas hace diez años». Sin embargo, la vida militar iba a ser una fuente constante de material para sus relatos. El ejército lo reclutó en junio, aunque se sintió avergonzado por obtener unos resultados muy bajos en el test de inteligencia, lo que impidió su entrada en la Academia de Oficiales. En diciembre mostraba esperanzas de poder repetir el test. «De lo contrario, tendrás que contentarte con un retrasado», le trasladó a Mary. Sus problemas con las matemáticas eran famosos, aunque tal vez le salvaron la vida, pues su batallón original, «en el que se habría quedado de haber sido ascendido, tuvo que enfrentarse a una encarnizada resistencia en el desembarco de Normandía», cuenta su hijo.

Su matrimonio y el nacimiento de su hija Susie se precipitaron durante el transcurso de la guerra. También la publicación de Cómo viven algunas personas, su primer libro de cuentos. En noviembre de 1945 se licenció y dejó el ejército. En su correspondencia empezaría a adquirir protagonismo la vida literaria, a veces en forma de chismorreo. Un buen ejemplo es una carta a la escritora Josephine Herbst en la que comenta el libro de relatos de Edmund Wilson, uno de los cuales incluía la «larga descripción de una copulación carnal». La exmujer de Wilson, Mary McCarthy, se presentó en Nueva York para comprobar si aparecía en ese cuento: «¿Podría reconocer la cara de esa mujer?», preguntó al editor. «No, señora Wilson –respondió–, no reconocería su cara, pero reconocería su vulva en cualquier parte». En otra misiva explica a su amiga que prestó su ejemplar del libro de Wilson a Irwin Shaw, «cuyo egotismo es tan inmenso que unos días más tarde se ofreció a prestármelo él a mí».

Era 1946 y su novela seguía sin fraguar: «De vez en cuando consigo dinero para trabajar tres o cuatro días en la novela; pero el coste de esta vida maravillosa es descabellado». Cada mañana se ponía el traje y bajaba al sótano para escribir en el cuarto de la criada. «Una vez allí se quitaba el traje, lo colgaba y escribía en ropa interior», cuenta su hijo. En una carta al escritor John Weaver, con quien coincidió en el ejército, le confiesa que tuvo que dejar la novela de lado, y después de varios apuros económicos «he vuelto a los relatos. Me apetece tanto escribir relatos como follarme a un pollo». Pero su venta le reporta los ingresos necesarios para mantener a la familia.

En 1947, la situación no había cambiado: «Continúo escribiendo cuentos con una mano y la novela con la otra para pagar las redecillas del pelo de Susie y mi ginebra», le dice a Herbst. En 1948 volvía a admitir que «no estoy trabajando en la novela porque no tengo dinero». En 1951, algo cambió al fin: «El viernes entregué a Random House cien páginas de la novela y ahora espero nervioso a que suene el teléfono». A sus editores no les gustó el libro, sin embargo. «Fue una época difícil para él», explica su hijo, pues «llevaba más de veinte años intentando escribir una novela». Cheever empezó entonces a pensar en publicar un segundo libro de cuentos, que aparecería en 1953 bajo el título «La monstruosa radio» y otros relatos.

Sus problemas de dinero se vieron aliviados en 1956, cuando empezó a recibir dinero de las adaptaciones al cine de cuentos. Ese fue también el año en que el editor Michael Bessie se comprometió a publicar su novela, Crónica de los Wapshot. En julio dio cuenta a Malcolm Cowley del acontecimiento: «He hecho tantos pactos con el diablo para completar la novela que cuando escribí la última página me di un baño, me puse ropa interior limpia y fui al médico para ver si me faltaba algo o había algo dañado».

A finales de 1956 se trasladó a vivir con su familia a Italia, durante casi un año entero. Para entonces tenía ya dos hijos, Susie y Benjamin, y el tercero nacería en Roma. Por esa época apenas escribe y considera la ginebra italiana de malísima calidad, pero aun así se muestra feliz por trasladarse a Europa. La llegada de su hijo Federico coincide en el tiempo con el nacimiento del hijo de su admirado Saul Bellow, al que escribe para felicitarlo. «Cuando crezcan, pueden unir sus fuerzas. Bellow & Cheever. Un establo. Una compañía naviera. Una licorería. Nada de antologías». En 1957, a su regreso a Estados Unidos, coincidirán durante una convivencia en Yaddo.

Bill Maxwell, editor de ficción en The New Yorker, fue un destinatario habitual durante toda la correspondencia de Cheever. Rara vez tuvieron desencuentros agrios. El más relevante llegó cuando el escritor envió a la revista su cuento «El brigadier y la viuda del golf». El día que acudió a la revista a corregir las galeradas advirtió que habían cortado el final del relato e interpretó que pretendían cambiarlo. Cuando Maxwell le preguntó por el posible cambio, Cheever le respondió despechado que hiciese lo que quisiese, y se fue andando a la estación, «donde compré un ejemplar de Life en el que comparaban a J. D. Salinger con William Blake, Ludwig van Beethoven y William Shakespeare». Lo que faltaba. Al llegar a casa telefoneó furioso a Maxwell: «Corta ese cuento y no volveré escribir para ti ni para nadie. Puedes pedirle a ese condenado Salinger de cuarta fila que os escriba los puñeteros cuentos», le gritó. El cuento no se cortó.

La rivalidad con otros escritores está presente a lo largo de los años. Quizá John Updike sea el caso más destacado. En 1964 viajó con él a Rusia en una misión de intercambio cultural: «Pasamos la mayor parte del tiempo murmurando el uno del otro. Me parece un arrogante»; «En el tren, camino de Leningrado, intentó tirar mis libros por la ventana, pero su encantadora mujer Mary intervino. No sólo los salvó, sino que leyó uno»; «Cenamos juntos en la Casa Blanca el martes pasado e hice todo menos echarle un petardo en el zumo. Me sentí de maravilla», relató al escritor Frederick Exley en 1965. La competencia no estuvo, sin embargo, exenta de afecto y admiración.

En los años sesenta emergen con toda su crudeza sus problemas con el alcohol. «Intento no beber hasta mediodía, pero no siempre lo consigo», le traslada a su traductora al ruso Tania Litvinov. «Mi comportamiento a veces resulta cómico. Dejo la máquina de escribir a las diez y cuarto y bajo las escaleras hasta la despensa donde guardo las botellas. No las toco. Ni siquiera las miro y me felicito fatuamente de mi fuerza de voluntad. A las once hago otro viaje a la despensa y me congratulo una vez más, pero a las doce, cuando suena el cuerno, bajo corriendo las escaleras y me sirvo un vaso. Lo mismo pasa por la tarde», le confiesa a Josephine Herbst en 1968. Al año siguiente se publicó su novela Bullet Park, que el crítico Benjamin DeMott destrozó en The New York Times Books Review, sumiéndolo todavía más en la bebida. Antes de instalarse temporalmente en la Universidad de Iowa, donde daría clases de escritura, sufrió un ataque al corazón. Para entonces, según su hijo, «estaba bebiendo casi un litro de alcohol al día». Llegó a Iowa limpio, y no tardó en recaer.

Entretanto, su matrimonio iba a la deriva, aunque nunca se rompió. Las infidelidades se sucedían, con actrices como Peggy Lee o Hope Lange, pero también con hombres, hechos que llaman la atención por cuanto «mi padre era un adúltero que escribía con elocuencia a favor de la monogamia» y «un bisexual que detestaba cualquier indicio de ambigüedad sexual», asegura Benjamin Cheever. Las cartas con Allan Gurganus, alumno de Iowa al que dio clases, y al que ayudó a publicar en The New Yorker, son una prueba fehaciente de su bisexualidad: «Lo único que espero es que aprendas a cocinar, que me satisfagas sexualmente entre tres y siete veces al día, que no me interrumpas jamás, ni me contradigas ni hagas ninguna reflexión sobre la belleza de mi prosa, mi intelecto o mi persona», le escribía en 1974.

El colapso alcohólico definitivo llegó durante una estancia en la Universidad de Boston, que le llevó a ingresar en una clínica de rehabilitación. Lo hizo a tiempo de volver a escribir otra novela. El 14 de marzo de 1977 fue portada de Newsweek, que tituló: «Una gran novela estadounidense: Falconer, de John Cheever». Al éxito, por fin, del libro, lo siguió la publicación en 1979 de Los cuentos de John Cheever, que le valieron el premio Pulitzer. La editorial ofreció una cena en su honor: «Me sentaron entre Lauren Bacall y Maria Tucci y estuve disfrutando de ese aroma a coño que tanto nos gusta a ambos; no obstante, cuando me levanté a mear entre el séptimo y el octavo plato, pensé mucho en ti y en lo feliz que había sido comiendo aros de cebolla frita en el restaurante Admiral Woolsey», destaca en una carta cuyo destinatario su hijo prefiere omitir. Con la edad, su franqueza se volvió más cruda. Así, cuando se dirige a Phil Schultz, un poeta que está empezando a escribir ficción, le dice que «el único consejo que puedo darle a un joven novelista es que se folle a una buena agente. Que se la folle y, si ella insiste, que se case con ella. Es el único modo de salir adelante. William Faulkner, James Gould Cozzens e incluso Gay Talese se follaron a sus agentes. Soy viejo y estoy cerca del final del camino y, si un joven de talento viniese a verme a mi lecho de muerte y me pidiera consejo, le susurraría: “Fóllate a una buena agente”».

Su cáncer estaba en ciernes. Había dejado de fumar y beber, y, en diciembre de 1981, Benjamin recibió una llamada de su médico para decirle que John sufría un cáncer avanzado, «extrañamente agresivo para un hombre de su edad». En abril de 1982 escribió a Saul Bellow, entonces ya todo un premio Nobel, para contarle que le habían quitado «una medicina que consistía en inyectarme platino diluido y estoy encantado. Mi sostén es ahora una porquería destilada del Adriático. Cada inyección cuesta 250 dólares, pero hace que me sienta mucho mejor y estoy seguro de que me habré recuperado en verano y tal vez podamos vernos». En mayo todavía halló fuerzas para escribir a Philip Roth: «Me ha aquejado un molesto cáncer», aunque «sigo coleando y haciendo rabiar a los gatos. Nos encantaría verte». Pero le quedaba un mes de vida. El 18 de junio murió en su casa de Ossining.

Juan Tallón es licenciado en Filosofía por la Universidad de Santiago de Compostela y ha colaborado en medios como El País, Jot Down, La Lamentable, y El Progreso. Es autor de A pregunta perfecta (o caso Aira-Bolaño) (Santiago de Compostela, Sotelo Blanco, 2010), El váter de Onetti (Barcelona, Edhasa, 2013), Libros peligrosos (Barcelona, Larousse, 2014) y Fin de poema (Barcelona, Alrevés, 2015).

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