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Buscando la esperanza

Buscando a Antonio Ferres

Francisco García Olmedo

Madrid, Gadir, 2015

232 pp. 17,50 €

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La noche en que Francisco Umbral llegó al Café Gijón, el panorama literario español aparecía ante sus ojos un tanto sombrío: «heredero todavía de la mitología noventayochista, metido aún en la batalla perdida del realismo social o socialista, triste siempre de imposibilidad franquista, herido por la censura y la pobreza». Que la del realismo social era una batalla perdida lo demuestra el hecho de que, en todas sus novelas más representativas, el protagonista –siempre colectivo– asistía impávido a su derrota y a la sumisión impuesta por la clase dominante. Las vidas de estos escritores realistas, sociales y críticos, parecieron seguir el camino de los protagonistas de sus novelas, y sus vidas apenas merecen unas líneas en los tomos de historia de la literatura que explican los años del franquismo. Se antojaban como curiosos petroglifos, quizás interesantes si alguien los llegara a descubrir y pretendiera descifrarlos. Se los llegó a llamar «la generación de la berza», parece que por el escritor y director César Santos Fontenla, una forma infamante de describir a unos novelistas que, dotados con mayor o menor talento, fueron críticos con una dictadura criminal que empobreció el panorama moral del país.

De ahí que para algunos supusiera una sorpresa la apuesta de la editorial Gadir por publicar a uno de aquellos autores, Antonio Ferres. Hasta hoy, ya son doce los títulos editados, al que hay que sumar este de Francisco García Olmedo dedicado a la figura de Ferres. Es un libro curioso, apasionante por su concepción. Una vez a la semana, casi siempre los jueves, Ferres, García Olmedo y algún otro amigo coinciden a la hora del desayuno en la cafetería Nebraska, en la calle de Bravo Murillo, cerca de la glorieta de Cuatro Caminos. Es un barrio vigoroso, de una cinética agradable porque no es bulliciosa. Mantiene todavía algo de menestral y antañón, aunque sea relativamente joven para una villa como Madrid. De esos desayunos tertulianos nace Buscando a Antonio Ferres. Lo que allí cuenta el escritor lo anota García Olmedo, que regresa a la semana siguiente con unas cuartillas que son comentadas, corregidas o aumentadas por el biografiado. La ausencia de documentación procurada por bibliotecas o archivos y la falta de un aparato bibliográfico confieren al libro un sesgo descaradamente subjetivo, pero paradójicamente esa es su gracia, lo que lo hace interesante, animado e incluso divertido. Podría clasificarse como una «autobiografía autorizada».

Antonio Ferres nació en el barrio de Argüelles de Madrid en 1924, un año que él mismo calificaría como «surrealista» en el prólogo a un libro de cuentos, El colibrí con su larga lengua. Eran los tiempos confusos de la dictadura de Primo de Rivera, en cuyo directorio militar se integró el PSOE dentro del Consejo de Trabajo; los tiempos de la España pobre y analfabeta que recorrió Luis Bello para dar fe del estado sombrío y aun sórdido de las escuelas del país; los años en que los empujes regeneracionistas de años anteriores parecían desvanecerse en un ambiente de violencia sindical, brutalmente reprimida por el Gobierno. En definitiva, una España a las puertas de la Guerra Civil. Estos años apenas se esquician en el libro, que atiende más al Ferres novelista y comunista, la mixtura que formó a tantos escritores de su generación.

La vida de Antonio Ferres la cuenta García Olmedo en vaivén, en un ir y venir por el mundo editorial español de los años cincuenta y sesenta, por las universidades americanas donde dio clases, por los menudillos del Partido Comunista de España. Hay un hilo que cose esos retazos dispersos de la vida de un emigrado, y es el de las estampas contemporáneas, las conversaciones en el Nebraska o los paseos por Bravo Murillo interrumpidos a ratos cuando Ferres pega la hebra con mendigos o con gentes con cara de transeúnte, que diría Gómez de la Serna.

Ferres emigró en 1964 y no regresó a España hasta 1976, una vez muerto Franco. Marchó a Francia después de que la censura impidiera la publicación de dos libros suyos, Al regreso del Boiras y Los vencidos. No obstante, ese mismo año recibió el Premio Ciudad de Barcelona por la novela Con las manos vacías. Su obra más reconocida, La piqueta, había sido publicada en 1959, tres años después de haber conseguido el Premio Sésamo por su cuento Cine de barrio. La publicación de La piqueta le llevó a abandonar su oficio de perito industrial y se dedicó a la literatura y a los viajes, que le procurarían alguna de sus mejores obras, como Tierra de olivos y Caminando por Las Hurdes.

El libro de García Olmedo arranca a mediados de los años sesenta y muestra a un Ferres desencantado con los dirigentes del Partido Comunista por su comportamiento tras la ejecución de Julián Grimau. Seguidamente relata un viaje a Moscú, en un año indeterminado. Es un capítulo que no tiene desperdicio y que ofrece momentos de gran hilaridad, como el que presenta de forma «benignamente escéptica» a Dolores Ibárruri y a su secretaria Irene Falcón como supervivientes de las purgas estalinistas, en un Moscú donde se analizaban las heces de los visitantes en los hoteles para establecer un férreo control sanitario. También pasan, como sombras fugaces, la figura del escritor César Muñoz Arconada o Juan Modesto, caracterizado aquí como «brillante militar». Antes, en el relato de un viaje a París, surge también la figura de otro comunista de la vieja guardia, Antonio Mije, retratado de manera divertida y humana. Lo llamaban Ferres y Juan García Hortelano «El Copón», por una muletilla que soltaba a veces el revolucionario sevillano: «¡Esto es el copón, el copón, el copón divino!» Mije les presentaría a Pablo Neruda y les amenizaría el viaje con la narración de sus enfrentamientos con la patronal. No cuesta vislumbrar el tono de sus relatos. Un antiguo camarada suyo ya había hablado en su día de «las fantasías moriscas» de Mije, muy dado a la vida suntuosa en su exilio mexicano.

Esta manera aparentemente ingenua de hablar de aquellos comunistas que en su día fueron siniestros estalinistas, y que sólo dejaron de serlo –estalinistas, que no siniestros– a remolque de las circunstancias, es uno de los hallazgos portentosos de este libro. Antonio Ferres, Armando López Salinas, Juan García Hortelano, Daniel Gil –el diseñador de las cubiertas de Alianza Editorial– y tantos otros escritores y artistas, se afiliaron al PCE y cumplieron con su labor hasta que, en algún momento, terminaron por enfrentarse con los dirigentes y se distanciaron del núcleo duro del Partido. Podían hacerlo con cierta tranquilidad, porque había pasado el tiempo en que cualquier atisbo de disidencia, por ridículo o estúpido que fuera, podía terminar con la expulsión y el repudio de amigos, familiares y camaradas, o incluso con la muerte. La historia de Ferres viene a ser la intrahistoria de aquellos intelectuales que, como preconizó Juan Goytisolo –acertadísimo hallazgo de García Olmedo–, habían optado por la prudencia de un tren que se había puesto en marcha. Lo quisieran o no, el Partido era la única alternativa que tenían aquellos que querían oponerse a Franco en la medida de sus fuerzas. Las divergencias, empero, nada tenían que ver ni con el desencanto ni con la apostasía. Habían pasado ya los tiempos heroicos de los renegados, los que se jugaban la vida por enfrentarse abiertamente a la Pasionaria, a Mije o a Modesto. El desafío a la nomenklatura era sólo uno de sus argumentos para execrar del comunismo; el principal fue comprobar que la vida bajo los patrones soviéticos y bolcheviques era una realidad que les había sido hurtada y disfrazada por una propaganda que ellos mismos habían proclamado e impuesto desde sus cargos en el Partido. La ausencia de una experiencia profunda de la vida soviética y la laxitud en la otrora feroz represión permitía a estos intelectuales la disidencia, pero no el repudio de una ideología criminal. Así, el mismo Ferres explicaría en 1977, en el prólogo ya citado de El colibrí con su larga lengua, que «es bastante más cómodo y menos peligroso pasear por las calles de Moscú que por las de Nueva York o Cleveland». Pero termina con un giro irónico y brillante: «La única ventaja –desde luego importante– que encuentro entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, reside en que en los Estados Unidos le es más fácil a un intelectual –americano o no– conseguir pasaporte, un rápido visado para salir corriendo, como tal vez proceda, para huir velozmente de tan dorado paraíso. Es lo que pienso». No hay forma más luminosa de hablar de la gran prisión que era la Unión Soviética.

Tras su experiencia francesa, el escritor Ferres, comprometido y a la vez escéptico, marchó a México invitado por Max Aub. Quedó deslumbrado por la capital, que tenía en algunos puntos cierto parecido con Madrid, pero cuya peculiaridad mexicana –el colorido, la violencia, el lenguaje– le causó un gran asombro. En el libro aparece Max Aub –por fortuna para el lector– en numerosas ocasiones. Ferres recuerda el desencanto que le supuso su visita a España, y una frase que repetía a menudo: «Un intelectual es una persona para quien los problemas políticos son problemas morales».

La frase resume muy bien la literatura de Ferres, y la transcripción de la visión política de un país sometido por la dictadura de Franco a una visión moral, que es la que sufren los protagonistas de sus novelas y cuentos. Una visión evidentemente pesimista, cuya tristeza está reforzada por una vida en un exilio impuesto por sí mismo, una decisión que también resulta ser moral. De algún modo, el pesimismo le venía a Ferres de serie. Es la característica propia de los escritores del llamado realismo social. Quizás habría que llamarlo «realismo crítico», dándole importancia a ese aspecto moral. Así lo propuso Gonzalo Torrente Ballester en sus conversaciones con Carmen Becerra, Guardo la voz, cedo la palabra: «realismo crítico […] tiene cierto sentido, porque es la presentación de la vida del hombre en sociedad con una intención moral».

No se olvida Ferres de hablar de sus compañeros del realismo crítico. García Olmedo le plantea la nómina: Jesús López Pacheco, Armando López Salinas, Alfonso Grosso, Fernando Ávalos. Todos tuvieron destinos inciertos, especialmente este Ávalos, autor de una novela editada por Seix Barral que llevaba por título En plazo. Según cuenta García Olmedo, Ávalos marchó a Inglaterra sin saber inglés y terminó de camarero en un transatlántico, lo que no deja de ser un itinerario simbólico para todo el grupo de escritores. En su momento fueron aupados por la editorial Destino, que los publicó a casi todos ellos. Para quienes gozamos buscando libros en librerías de lance y en mercadillos, estos autores son viejos conocidos por haber visto infinitas veces sus volúmenes de la colección Áncora y Delfín. Ferres escribió mucho; tanto, que hasta tiene novelas perdidas. García Olmedo cita una de pasada: La balandra. Ni el mismo autor la recordaba. Puedo ofrecer algún dato sobre ella: se presentó al premio Nadal de 1957, que ganó José Luis Martín Descalzo con La frontera de Dios. Habían llegado a la primera votación treinta y una novelas. Entre ellas, Barrio de Argüelles, de Juan García Hortelano; Los clarines del miedo, de Ángel María de Lera; y Central eléctrica, de Jesús López Pacheco, novelas estas dos últimas que terminarían siendo editadas por Destino. La balandra obtuvo dos votos, por lo que no pasó a la siguiente ronda.

Ferres –queda ya dicho– regresó a España en 1976. En su propia biografía, Memorias de un hombre perdido, hace una crítica amarga de la Transición. No deja de ser curioso, porque la tristeza y el pesimismo inherente en su obra parece abrirse ahora, incluso en los poemas que aparecen transcritos en este Buscando a Antonio Ferres, a un optimismo dehiscente, el propio de estas tertulias con García Olmedo en un barrio pletórico y vigoroso, el optimismo propio de los desayunos. Francisco Umbral, en esa Travesía de Madrid con la que principiaba este texto, también dejó constancia de ello, cuando el protagonista de su novela entra en un bar recién abierto, en la misma glorieta de Cuatro Caminos: «Con el desayuno, un hombre le da la aceptación a la vida. El café con leche de por la mañana es ya como un compromiso para seguir viviendo. Un “sí” a la existencia».

Sergio Campos Cacho es bibliotecario, coautor de Aly Herscovitz y colaborador de Arcadi Espada en su libro En nombre de Franco. Los héroes de la embajada de España en Budapest.

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