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Borrador de una pesadilla

Mapa dibujado por un espía

Guillermo Cabrera Infante

Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2013

400 pp. 21 €

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En una reciente edición anotada de Tres tristes tigres (Madrid, Cátedra, 2010), los editores proponen dos precursores de la prosa de Guillermo Cabrera Infante: Góngora y Joyce («de todas las novelas hispánicas del siglo XX, Tres Tristes Tigres […] es la que más se acerca al modelo del Ulises de James Joyce en su desenfadado lenguaje»). Sin embargo, la prosa de Cabrera Infante –caprichosa, imprecisa, infantil, opaca, ingeniosa, banal–, cuajada de incesantes calambures y otros juegos de palabras y obstruida por diálogos totalmente falsos y torpemente exhibicionistas, poco tiene que ver con la escritura infinitamente precisa, sensorial y visionaria de Ulises, o con el barroco de Góngora, «concentrado e incandescente», en palabras de José Lezama Lima (por oposición al barroco «suelto y lánguidamente sucesivo» de Calderón). Precisamente Lezama sí que podría considerarse un descendiente de Góngora. Tanto Lezama como Cabrera Infante son barrocos, pero la etiqueta cobra en uno y otro significados casi opuestos. Al contrario que en el innecesario despliegue verbal (y verboso, por hacer un juego característico) de Guillermo Cabrera Infante, debajo del cual apenas hay nada, el carácter iniciático, oracular, palpable de la prosa de Paradiso nos sumerge en un mundo que, por una parte, posee una nitidez alucinatoria e inmediata y que, por otra, se abisma continuamente en lo órfico. En cuanto a la herencia de Joyce, compárense, por ejemplo, la increíble lucidez y la enloquecedora complejidad de una obra maestra como Conversación en La Catedral, de Vargas Llosa (por seguir con escritores del boom y alrededores), con la trivialidad de Tres tristes tigres, donde no hay realmente argumento, no hay tensión narrativa de ninguna clase, no hay personajes, donde ni siquiera se percibe el deseo de narrar, sólo el deseo de llenar hoja tras hoja, sólo el deseo, digámoslo así, de haber escrito un libro. En fin, ni Góngora ni Joyce, sino más bien la novela negra americana pasada por el tamiz de Hollywood y cierto conceptismo literario, cierto estilo sentencioso basado en el artificio fácil y en la agudeza (típicamente hispano) y que huye siempre que puede de la representación de la realidad.

Los problemas del texto que nos ocupa (y los aciertos) son otros, sin embargo. Escrito antes de 1968, según Antoni Munné, editor y prologuista de la edición (y autor de una indispensable guía de nombres al final), sería la primera obra de envergadura emprendida tras la publicación de su primera novela, Vista del amanecer en el trópico (que acabaría titulándose Tres tristes tigres), y en él, bien porque se trate, como sugiere Munné, de un borrador redactado tan solo para conservar los hechos en la memoria, bien por otra razón, Cabrera Infante renuncia por completo a su peculiar estilo efectista y conceptista en favor de una prosa desnuda, seca, en la que se percibe el doloroso esfuerzo por contar las cosas tal y como ocurrieron.

Mapa dibujado por un espía, el último texto póstumo de nuestro autor rescatado por Galaxia Gutenberg, tiene el aspecto de unas memorias noveladas y narra concretamente los conocidos acontecimientos de 1965, año en que, tras un exilio más o menos forzoso de tres años en Bruselas como agregado cultural en la embajada, Cabrera Infante deja en Bélgica a su esposa, Miriam Gómez, y regresa a La Habana con motivo de la muerte de su madre, Zoila Infante. Allí descubre que, por oscuras razones, las autoridades revolucionarias no piensan permitirle salir de la isla de nuevo, por lo que debe pasar cuatro meses en Cuba a la espera de una oportunidad para escapar de nuevo a Europa con las dos hijas que tuvo de un primer matrimonio.

El protagonista (designado invariablemente, y de forma un tanto confusa, con el pronombre él, excepto en la última página, donde se nos desvela lo que era obvio desde la primera: que el personaje no es otro que Guillermo Cabrera Infante) encuentra a su amada ciudad cayéndose a pedazos bajo el creciente peso de la opresión de un régimen estalinista. La persecución de intelectuales; la carestía de alimentos básicos; los pogromos de homosexuales; la delación como forma de vida; las pequeñas, inextricables e incesantes venganzas y desquites dentro del entramado de la burocracia castrista; la pobreza atroz; la rápida extinción de toda fuente de belleza, de diversión, de alegría; el miedo permanente a ser escuchado, a ser acusado, a ser malinterpretado, a ser diferente: este es el panorama que va descubriendo progresivamente Cabrera Infante durante sus meses de encierro en la isla. El tono kafkiano, de pesadilla, emana de la simple y directa enunciación de los hechos, pero, aunque es evidente que el centro de Mapa dibujado por un espía es esa enorme decepción del protagonista con el régimen cubano, hay más en este libro extraño y claramente inacabado; hay también lugar para la felicidad, para la belleza, para la vida como la conocemos.

Según leemos en el prólogo, Cabrera Infante sentía que el estilo del libro era «demasiado directo y tal vez demasiado denso». Nos dice Munné: «Ese estilo directo del que habla Cabrera es más bien una ausencia de estilo […]. Es evidente que no estamos ante un texto “literario”, en el sentido que el mismo Cabrera Infante otorgaba a su literatura de creación, impregnada de humor y de ingenio verbal». Y, sin embargo, nos introducimos en el libro con una fascinación que va creciendo a medida que avanzamos, y gran parte de esa fascinación proviene de la narración despojada de cualquier adorno, casi de cualquier comentario, al menos durante la primera mitad. No hay, desde luego, voluntad literaria, estilizadora, por parte de Cabrera Infante, pero precisamente en ese esfuerzo por desnudar el lenguaje hasta lo esencial, en la voluntad de no huir de lo más cotidiano, en la yuxtaposición de mañanas, tardes y atardeceres, en la repetición de situaciones y en la falta de rumbo, encuentra el texto verdaderamente su estilo, o más bien su tono. El protagonista pasea interminablemente por La Habana; va con sus hijas a la playa; mira a las chicas pasar por la calle desde su balcón con ayuda de unos prismáticos; se reúne con amigos y habla de literatura, de extraterrestres y de política; infatigablemente seduce o intenta seducir a mujeres; se encuentra sin cesar con conocidos, entre los que están Virgilio Piñeira, Alejo Carpentier y Nicolás Guillén (el lector tiene la sensación de que La Habana de los sesenta era un lugar pequeño e íntimo donde todo el mundo se conocía; es habitual que los personajes que desfilan por estas páginas conozcan personalmente a Fidel o a Raúl Castro, y se ve como algo normal que el caso del propio Cabrera Infante, relativamente poco importante, llegue a oídos de los más altos cargos del régimen, así como que todo el mundo sepa con detalle las intimidades de todo el mundo). Vemos cómo se hace de día y cómo cae la morada e hipnótica noche tropical; hay algunas descripciones memorables de aguaceros; hay tormentas en alta mar, vistas a lo lejos en la noche; hay conversaciones entreoídas en sueños; hay grandes restaurantes de La Habana Vieja y nightclubs en decadencia; hay decenas de casualidades y patterns (los accidentes de coche, las enfermedades del oído…) de esos que continuamente aparecen en nuestras vidas y que, al contrario que lo que sucede en la mayoría de las novelas, resulta imposible interpretar, y que en esta novela forman un fondo de sombras relacionado con la paranoia que provoca un régimen totalitario, en el que cualquier persona podría ser un informador o un espía. La prosa lacónica, testimonial, concede a lo que se cuenta un tono paradójicamente irreal, casi onírico. Los diálogos son crudos, maravillosamente reales. El lector constata, con el mismo leve asombro de siempre ante testimonios similares, cómo, en medio de terribles dictaduras o de guerras, la vida humana sigue: siguen las conversaciones, las amistades, los romances, los sueños, las pasiones artísticas, las mudanzas, los cuidados a los enfermos, la alegría de los niños…

Hay ocasionalmente una sensación de falta de dirección, de flaccidez narrativa, que se agrava pasado el ecuador de la novela: la monotonía del tono se hace pesada y, además, nuestro autor, sin poder contenerse por más tiempo, como aquejado del síndrome de Tourette, vuelve a las andadas, metiendo aquí y allá sus pequeños y perezosos calambures, falseando los diálogos, inyectando sentimentalismo forzado en un romance final que suena a cartón piedra. El tramo último de la novela está escrito, evidentemente, de forma apresurada y todo acaba de cualquier manera y sin una verdadera conclusión. Ese tono repetitivo y plano que, a pesar de los mencionados intentos, mal dirigidos, de condimentar el final del libro, impera en toda la novela (es plano y repetitivo no por falta de agudezas verbales, sino porque no profundiza en nada) puede mantenerse durante doscientas páginas a lo sumo, y crea, de hecho, como hemos apuntado, una atmósfera peculiar, dolorosamente cruda y real y, al mismo tiempo, propia de un sueño –un sueño que está siempre a punto de convertirse en pesadilla–, pero cuatrocientas páginas son un marco demasiado grande para tan poco lienzo y, finalmente, ni el autor ni el lector están muy por la labor de seguir escribiendo y leyendo, respectivamente.

No me atrevo a decir que es mejor que Cabrera Infante no cambiase el texto para volverlo, a su manera, «literario» –eso, obviamente, nunca lo sabremos–, pero sí es innegable que uno de sus atractivos es precisamente el hecho de que esté inacabado, su carácter de boceto, que dota a Mapa dibujado por un espía de una frescura y un atractivo que quizá no hubiera tenido de haber pasado por todas las fases del proceso cabreriano. En el prólogo se nos advierte del carácter inacabado del texto y de que, con toda seguridad, Cabrera Infante jamás lo habría publicado en el presente estado, pero hay que reconocer que, a pesar del declive de la segunda mitad (no importan demasiado los deslices gramaticales, las repeticiones de palabras, las erratas, etc., que son abundantes), es una suerte al menos parcial que este libro trunco, basto, pero extrañamente inolvidable, haya salido a la luz.

Ismael Belda es escritor y crítico literario.

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Ficha técnica

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