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La vida en un bloc

Bloc de Otoño

Luis Alberto de Cuenca

Madrid, Visor, 2018

172 pp. 20 €

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Dice Luis Alberto de Cuenca, en la «Nota del autor» que encabeza este su último libro, que cuaderno y bloc son para él términos equivalentes, y que ha preferido el segundo por no volver al título de su inmediato Cuaderno de vacaciones. No hay por qué ponerlo en duda, pero las palabras tienen su propio genio, y bloc aporta irrenunciables matices frente a cuaderno. La encuadernación implica un cierto número de hojas y su reunión en un orden determinado; alterar lo uno o lo otro sería una operación antiestética y destructiva. Bloc, en cambio, designa un fajo de hojas mínimamente unidas, de forma más sencilla y libre. El libro, como veremos, resulta en su poética más cercano al espíritu del bloc, si bien aparece en la colección «Palabra de Honor», que con tapa dura y sobrecubierta, más propias del cuaderno, publica la editorial Visor, protagonista de tantos capítulos de la historia, no sólo editorial, de la poesía española contemporánea.

Dice también la «Nota del autor» que la palabra bloc «sabe a la niñez de los nacidos hacia la mitad del siglo pasado». Así es; inmediatamente me ha recordado una película que quienes tenemos mi edad y la suya vimos de niños en algún cine de reestreno y sesión continua: La vida en un bloc, que llegó a la pantalla en 1956, basado en una comedia estrenada cuatro años antes por Carlos Llopis. Su protagonista, Alberto Closas, anotaba los hechos relevantes de su vida no en un diario, sino en un corriente bloc de notas. Descontada de su título esa palabra ?que es, en efecto, un hito en el lenguaje familiar de hace más de medio siglo?, nada tiene esa olvidada película en común con este libro, salvo la muy significativa voluntad de considerar la vida cotidiana digna de ser contada con naturalidad y cercanía.

La poetisa hindú Atukuri Molla vivió en la segunda mitad del siglo XV y primer tercio del XVI, y tradujo el Ramayana del sánscrito a la lengua telegu, una de las veintidós habladas en la India. El comienzo de esa traducción, que Luis Alberto recuerda en página 166, afirma que toda obra literaria debe ser inmediatamente accesible al lector, y así semejante a la dulzura de la miel sobre la lengua, so pena de ser «el discurso que un mudo endilga a un sordo». La «Nota del autor», al aconsejar que se lea el libro «anárquicamente, abriéndolo al azar», al no tener el conjunto otra ilación que no sea la secuencia temporal en que sus poemas fueron escritos, nos excusa la tentación de proyectar las palabras de Molla («Jazmín», nombre que recibió en honor del dios Shiva) más allá del deseo que todo escritor ha tenido siempre de ser comprendido y aceptado sin renunciar a su identidad y su mensaje. Un deseo bifronte, por otra parte, ya que, leída la fórmula al sesgo como quería Don Antonio Machado, lo que acibara la dulzura puede ser tanto la palabra escrita como la mirada lectora. Asimismo resulta preferible el poema «Estética de lo fragmentario» no leído de frente, pues puede así significar elogio de la síntesis y la brevedad en comunión con los líricos griegos arcaicos, muy presentes en este libro, pero no único capítulo de una tradición clásica que Luis Alberto domina como poeta y como filólogo.

El otro término del título aporta el toque de confidencia melancólica inherente a la analogía de las estaciones del año con las edades del hombre: el otoño es el penúltimo acto de una vida que está agotando la madurez y atisbando la ancianidad. En otoño oía Paul Verlaine sollozar los violines del ánimo doliente; al otoño han escrito poemas Antonio y Manuel Machado, Pablo Neruda, Francisco Brines, Jaime Siles, Francisco Díaz de Castro y otros muchos. Rubén Darío escribió una «Canción de otoño en primavera» y una «Canción de otoño a la entrada del invierno». En la primera lamentaba la pérdida de la juventud y erraba por el museo de los amores pasados; en la segunda se identificaba con un cisne traicionado y aterido, y renunciaba al amor futuro.

El otoño físico y emocional aparece en muchos de los poemas de este libro. Pero Luis Alberto de Cuenca nos sugiere otra acepción de la palabra «otoño» al recordar el «soneto autumnal» de Rubén al marqués de Bradomín, que concierne al crepúsculo intelectual de la sociedad y el mundo, en un Versalles invernal y triste, poblado de seres mezquinos y vulgares («vulgo errante, municipal y espeso»), antítesis de las fiestas galantes dieciochescas que añoraba Verlaine. El título del libro es, por lo tanto, un sendero que se bifurca. Si atendemos a la vida en su otoño, en el de este bloc aún hay princesa que cantar («Tan lejos, tan cerca», «Verano azul»), si bien el cantor dice que su cabello se ha agrisado, siente que han menguado las virtudes de la juventud y ocupa su lugar la sabiduría de la madurez. Al otro otoño, el de la mediocridad circundante, nos llevan poemas como «Cuatro días». Quizá esa mediocridad de nuestro otoño prive a muchos lectores de reconocer la dulzura de buena parte de la miel escrita, hoy y antaño.

No se agota en lo dicho el interés y el atractivo de este libro. Su característica más visible es el tono confidencial que se reconoce como denominación de origen de su autor, y que tan eficaz resulta en su apelación a la accesibilidad, a la dulzura instantánea de la miel que ofrece un poeta probadamente elocuente a un lector que desearíamos nunca sordo. Lo consiguen el arte de ser o parecer sencillo, desnudo de artificio, desprovisto de la astucia profesional del escritor, tal como lo formula el poema «Tristeza verdadera», que identifica la autenticidad y la verdad emocional con la simplificación de la elocuencia y la reducción de la policromía imaginativa de la paleta juvenil.

Ese cotidianismo suele sustentarse en el relato de lo que se propone como común y se expone en lenguaje coloquial. La anécdota se autojustifica así en su mera narración: «La chica melancólica», «Seducción del dolor», «Recordando a Laura», «Moribunda». En este registro encontramos poemas espléndidos en hondura e ingenio, que suscitan la adhesión intelectual, despiertan la emoción y dibujan la sonrisa: «El abrazo», «El sudor y la risa», «La ciudad», «Marta y María». Algo que hizo magistralmente Jaime Gil de Biedma, y que Luis Alberto asume con mayor riesgo, el de adoptar un ostensible y sincero sermo humilis como salvoconducto de lo erudito: Yeats en «Amor sin barreras», Troya y Micenas en «Cartas de amor», Lucano, Homero, Schliemann, Poussin y Piranesi en «Estética de lo fragmentario», Bouguereau en «La gran madre», el amor de lohn (de lejos, de oídas) trovadoresco en «La chica victoriana…», Estesícoro de Hímera, el templo de Egina y Filosofía de la composición de Poe en «La muerte bella», el vampiro femenino y lésbico de Joseph Sheridan Le Fanu en «Variación sobre otro tema de Catulo». «Instante eterno» dialoga, si no estoy equivocado, con «Al volante de un Chevrolet por la carretera de Sintra» de Pessoa y, además, para doble placer de iniciados, con el uso modernista del azul simbólico, también presente en «Verano azul». Y hay más, porque entre líneas Luis Alberto nos está diciendo que lo aparentemente sencillo y contemporáneo fue ya vivido y dicho en su día por clásicos a los que hay que perder el miedo y que siguen vigentes porque son nuestros semejantes ante la condición humana y en su expresión: Íbico, Simónides de Ceos, Mimnermo de Colofón, Alcmán de Sardes, Píndaro, Catulo, Arquíloco de Samos, Garcilaso, John Cleland, Goethe, David Caspar Friedrich.

De este libro se desprende una lección muy pertinente en nuestra época: en tiempos de confusión y mudanza hay una forma de poseer y administrar la cultura que no ha de ser distanciadora si tenemos la habilidad de evitar que sea y parezca artificiosa, sin por eso dejar de ser sabia. Acaso Luis Alberto esté llamado, junto a los mejores poetas de los ochenta, a acortar la distancia entre la poesía y un público cada vez más menguante. Él y ellos pueden ser los apóstoles de los gentiles que inciten a los jóvenes, víctimas de la seudoeducación de hoy, a perderle el miedo a la cultura y a la tradición. Ojalá consigan rescatar del blog de cada cual a los followers de la seudopoesía, y convertirlos en lectores de blocs como este.

Guillermo Carnero es poeta y profesor honorario de la Universidad de Valencia. Sus últimos libros son Fuente de Médicis (Madrid, Visor, 2006), Poéticas y entrevistas (1970-2007) (Málaga, Centro Cultural Generación del 27, 2007), Cuatro noches romanas (Barcelona, Tusquets, 2009), Estudios sobre narrativa y otros temas dieciochescos (Salamanca, Universidad de Salamanca, 2009), Una máscara veneciana (Valencia, Instituciò Alfons el Magnànim, 2014) y Regiones devastadas (Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2017).

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Ficha técnica

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