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Apologia pro vita sua

Nuestros hijos volarán con el siglo

Juan Pedro Aparicio

Madrid, Salto de página, 2013

312 pp. 18,70 €

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Para los lectores poco contentadizos, la vecindad de la novela con la Historia suscita ciertas sospechas sobre el empleo de un material previamente registrado. ¿No se somete de este modo la novela, al manejar hechos probados, a su propia recusación? ¿Por qué necesita confrontar sus destrezas en un territorio que limita su potencial expresivo? Cierto que la literatura se reserva el papel de testigo no anunciado, y con esta sorpresa determina que los lectores crean que acceden a «otra verdad». Así que no es cosa de lamentar que la novela ofrezca una visión de una figura histórica más consistente que la biografía escrita por un historiador. Pero depende de los casos. A algunas figuras no puede segregárselas de la leyenda; pienso –exageradamente– en Cleopatra o Alejandro Magno. Y hay otras con una documentación tan fidedigna –gobernantes, políticos, artistas, aventureros– que apenas deja lugar a la hipótesis, aunque la imaginación literaria, que campa por otros pagos, puede siempre encontrar una zona indefinida, y desde ahí examinar al personaje desde una perspectiva que la Historia no haya dilucidado satisfactoriamente.

Supongo que esta tentación, en un novelista atraído por algún prohombre, obedece a un propósito de regeneración, a una ampliación y puesta en valor del designio vital del personaje. La Historia, al contrario de la literatura, se organiza con datos contrastados; el buen uso de las fuentes documentales garantiza su valor. ¿Y qué es lo equivalente en la novela? Tal vez la persuasión narrativa, quiero decir su categoría artística, y, por otro lado, la convicción de que no hay mejor modo de dar vida a una figura histórica que con su propia voz. Una voz irremediablemente artificiosa. La tentación, en efecto, es difícil de evitar.

Juan Pedro Aparicio –me consta– llevaba años comprometido con la figura de Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811), el insigne intelectual de nuestro siglo XVIII, de quien, con menos ponderación que rigor, se ha repetido que sus textos pueden leerse pensando en nuestros problemas, gracias a la amplia visión de los temas que trató. Curiosamente, se trata de una personalidad de la que se sabe mucho, de la que hay notables estudios, varias biografías y se dispone incluso de una obra excepcional, rara en nuestra tradición: sus Diarios, que abarcan de 1790 a 1810, un año antes de su muerte. Hay que suponer que la obstinación del escritor no podía conformarse con la visión de la Filología o de la Historia. Había que localizar una franja de su biografía más recóndita, allí donde esas disciplinas se inhiben y la imaginación literaria, por el contrario, acrecienta sus recursos. Y esa franja biográfica, muy sugestiva, son sus últimos días, cuando Jovellanos toma un barco hacinado de gentes que huyen de las tropas francesas, en una travesía que, de Gijón a Ribadeo, tenía que durar unas horas, y una fuerte tormenta los zarandea durante una semana hasta que recalan en Puerto de Vega, donde Jovellanos morirá a los pocos días. Ese lapso temporal posee poderosos ingredientes no sólo decididamente simbólicos, sino de acumulación: Jovellanos es ya un hombre de sesenta y siete años, con una vida cumplida, y pretende exiliarse en Londres bajo el amparo de su amigo lord Holland, «ejemplo de hidalguía –según sus palabras–, en quien adoraba yo las cosas de Inglaterra, una nación que me parecía modélica en tantos aspectos». Este contraste entre la «modélica» Inglaterra y la disconformidad con España, tras las pullas con Godoy y su antiguo amigo Cabarrús, supone para el viejo político el ansia de reparación que articula toda la narración. Y para «humanizar» aún más al personaje, Aparicio incluye la respetuosa pasión amorosa por Ramona, viuda del coronel Fortescue, a quien había conocido de niña; ella le hizo una visita, disfrazada de fraile, en su cautiverio en el castillo de Bellver, y al abrazarla el hombre sintió que «no era un anhelo filial […], sino lo que siente el varón por la hembra».

La novela comienza con un agobiado Jovellanos embarcando en el quechemarín con un abultado equipaje que incluye su biblioteca. La voz se presenta con un tono fatídico: «Pues ya he muerto o me hallo en el trance de morir». Pero ese registro de una voz suspendida en el tiempo ante el tribunal desocupado de la Historia –creación muy difícil de mantener continuamente– pierde ambición a las pocas páginas; el lector no necesitaría preguntarse por el interlocutor ausente, pero se verá obligado a hacerlo al advertir que esa voz autoriza a sospechar que se trata de una conciencia que se sabe escrita, construida como un alegato de honorabilidad, una especie de Apologia pro vita sua dirigida a la posteridad o, con más atrevimiento, al autor de la novela que él protagoniza: «Si pudiera imaginar a alguien que, nacido en el siglo XX y que viviera adentrado en el XXI, me reviviera en la escritura, que hablara de Ramona, que contara lo que yo no le dije a nadie en vida, alguien que comprendiera por qué planté esos árboles, ésos y no otros».

Esa reclamación de benevolencia póstuma, con ese acento sentimental adherido a la autovaloración del artífice, hace que la credibilidad de la voz, para nuestro disgusto, se resienta bastante. ¿Es obligado persuadir al lector de que la voz concierne sólo a ese personaje y no a otro? Indudablemente, tal es el propósito que debería guiar la narración. En Nuestros hijos volarán con el siglo, sin embargo, el lector desconfía de esa voz que presenta con títulos y rangos a los personajes más próximos y queridos. Esa mezcla (en la misma voz) de primera persona y omnisciencia, forzada por la necesidad de «información histórica», no suma, sino que reduce su eficacia. Y el escenario de tormenta, el frágil barco repleto de refugiados, parece demandar una voz externa, hasta el punto de que, excepto la evocación amorosa y algunos trechos de angustia, el grueso de la narración se expone con una voz más bien impersonal, incongruente acaso para quien está a las puertas de la muerte. Algo, en esa dirección, ha debido de alertar al escritor, pues añade una breve segunda parte (sólo acreditada por los datos sobre lord Holland), que transcurre en 2012, con la llegada al Colegio Español de Londres de un profesor que proyecta escribir una novela sobre Jovellanos. Este apéndice descubre más netamente, si cabe, la mecánica del artificio sin el estremecimiento que lo debería animar.

No obstante, con Nuestros hijos volarán con el siglo, Juan Pedro Aparicio ha hecho una singular aportación –más esforzada que cumplida– a la átona relevancia de nuestra Ilustración, pues Jovellanos abandona la vitrina de hombre ilustre para convertirse en ser vivo.

Francisco Solano es crítico literario. Sus últimos libros son Una cabeza de rape (Barcelona, Debate, 1997), Bajo las nubes de México (Barcelona, Alba, 2001), Rastros de nadie (Madrid, Siruela, 2006), La trama de los desórdenes (Barcelona, Bruguera, 2007) y Tambores de ejecución (Barcelona, Bruguera, 2008).

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