Buscar

Saudade en Lisboa

Tus pasos en la escalera

Antonio Muñoz Molina

Barcelona, Seix Barral, 2019

320 pp. 19,90 €

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Lisboa es la ciudad de la saudade. No es posible caminar por sus calles, plazas y parques sin experimentar nostalgia, melancolía y cierto fatalismo. Antonio Muñoz Molina ya había ambientado una de sus primeras novelas en Lisboa y ahora vuelve a ella para narrarnos la peripecia de Bruno, un hombre en el umbral de la vejez que espera a su pareja en la soledad de un apartamento, sin otra compañía que su perrita Luria. Muñoz Molina elige la primera persona para impulsar el relato, logrando una intensidad que insinúa un fuerte componente autobiográfico. «Me he instalado en esta ciudad para esperar en ella el fin del mundo», afirma Bruno, sin ocultar su pesimismo existencial y su escasa fe en los logros del ser humano. Bruno ha vivido unos años en Nueva York y se ha mudado a Lisboa, buscando un ambiente más íntimo y silencioso. Testigo de los ataques terroristas del 11-S, no se hace ilusiones sobre el curso de la historia: «Probablemente el fin del mundo ha empezado ya, pero aún parece estar lejos de aquí». Se ha adelantado a su pareja, Cecilia, para acondicionar el apartamento. No quiere que añore su vivienda neoyorquina. Ha encontrado un barrio situado cerca del río Tajo y con un puente parecido al George Washington Bridge. Se muestra especialmente cuidadoso con la decoración, intentando reproducir con el máximo detalle el aspecto de su vivienda neoyorquina. El amor necesita una rutina. Las novedades conspiran contra la estabilidad emocional. 

Cecilia es una brillante investigadora en el campo de la neurobiología. Experimenta con ratas para comprender el funcionamiento del cerebro humano. No es una mujer débil, ni insegura. Ama su trabajo y no le crea problemas de conciencia. Cuando Bruno visita su laboratorio, se estremece al observar cómo mata a las ratas, inyectándoles una sustancia letal. Su final tal vez es menos espantoso que el sufrimiento provocado por los experimentos, no muy diferentes de los realizados por los nazis con los prisioneros de los campos de concentración. Los cerebros de las ratas son manipulados con agujas y corrientes eléctricas. Sus dificultades para orientarse en un laberinto despiertan en Bruno sentimientos de impotencia y claustrofobia. Ese malestar se vuelve insoportable cuando atraviesa por error la zona en que se encuentran recluidos los chimpancés. Asustados, confundidos o afligidos, parecen humanos confinados en una colonia penitenciaria.

Al igual que Kafka y Luis Martín-Santos, Muñoz Molina recurre a los animales para describir las ambiguas y complejas emociones del hombre, desbordado por un exceso de racionalidad. No pretende esbozar un apólogo moral, explotando lugares comunes, sino mostrar ese fondo de indefensión y perplejidad en el que flota la vida, siempre cortejada por la muerte. Bruno parece luchar contra el tiempo y sus estragos, esforzándose en crear una burbuja impermeable a los sucesos del mundo exterior. Aunque no refiere conflictos con Cecilia, se intuye su miedo a perderla, su necesidad de reproducir meticulosamente los escenarios del pasado para retenerla a su lado. Sin embargo, ningún gesto puede neutralizar los hechos inesperados que alteran el curso de las cosas, introduciendo cambios no deseados. Cuando coloca en el cabecero de la cama diez golondrinas de barro vidriado, se rompe un ala. Alexis, un operario que hace toda clase de chapuzas, repara el desperfecto con delicadeza, como si se tratara de una golondrina viva. Ningún objeto puede reemplazar a la realidad, pero el trato que mantenemos con ellos refleja a veces aspectos ocultos de nuestra propia existencia. Hay algo roto en la vida de Bruno y Cecilia, y no será suficiente reproducir con fidelidad los escenarios de una dicha anterior. El amor no puede mirar sólo hacia atrás, rehuyendo las incertidumbres del porvenir u omitiendo las heridas que aún palpitan, reacias a cicatrizar.

Oriundo de Argentina, Alexis no es un amigo, ni un extraño. Tampoco es un simple empleado. Ambiguo e imprevisible, sus apariciones ponen de manifiesto la vulnerabilidad de Bruno, apabullado por cualquier percance doméstico. La ausencia de Cecilia acentúa su ineptitud. Bruno no es huraño, pero rehúye el contacto humano. Prefiere la compañía de Luria, que le transmite el calor necesario para soportar el día a día, pero no le exige deambular por el laberinto de los afectos, ni lidiar con las trampas del lenguaje. Bruno nunca olvidará el 11-S. En la memoria del horror, Cecilia y él componen un único ser. Ese día, sus miradas, fundidas y atónitas, contemplaron con estupor el horizonte irrealmente vacío después del derrumbamiento de las dos torres que simbolizaron durante muchos años la hybris de Nueva York, una ciudad con una ambición desmesurada y un orgullo byroniano. El fin del mundo aconteció ante ellos en forma de gran nube negra con destellos escarlatas. Una parte de ellos ardió en ese fuego, repetido mil veces por la televisión. Lisboa representa un nuevo comienzo, la oportunidad de librarse de los recuerdos más ingratos y vivir sin temor a un nuevo ataque terrorista. Nueva York es el centro del mundo. Está lleno de galerías de arte, salas de conciertos, restaurantes y librerías, pero su brillo atrae a quienes quieren acabar con ese estilo de vida, reduciendo su esplendor a escombros humeantes.

Bruno se rodea de todo lo que ama: la voz de Billie Holiday, buena literatura («leer es una vagancia sin monotonía»), cine clásico, cerveza helada. En la silenciosa calle de Lisboa donde espera a Cecilia ha encontrado una isla que lo mantiene felizmente aislado de estridencias y tensiones. Es un Robinson urbano que vive fuera del tiempo. Su biblioteca es su «almacén de víveres». Entre sus páginas ha descubierto que «en un número sorprendente de idiomas no existe la palabra “tiempo”. Otras lenguas carecen de tiempos verbales diferentes». ¿Por qué el tiempo le inspira miedo o malestar? Uno de los grandes aciertos de Muñoz Molina es la atmósfera de intriga que recorre toda la novela, suscitando una mezcla de perplejidad e incertidumbre. Sabemos que se nos escapa algo, que nos ocultan algo importante, que faltan datos esenciales, pero en ningún momento logramos atisbar la naturaleza del misterio escamoteado. El suspense no es banal, sino metafísico, pues afecta a la totalidad, al pequeño cosmos de Bruno, que colisiona con la realidad, deformándola gravemente. Bruno es un hombre que espera. Vive de recuerdos y de expectativas. Se asoma a la realidad con la perspectiva de quien ha decidido vivir al margen, sin intervenir en los acontecimientos. Los incendios que devastan Portugal y California le hablan del ruido y la furia del exterior. Su calle no es un paraíso, pero sí un lugar apacible, casi perfecto. El calor agranda el silencio. No le hace falta el aire acondicionado. Para estar bien sólo necesita leer, rememorar, revivir. Está lejos del fragor del mundo, pero no de la belleza, que irrumpe inesperadamente en los libros y las esquinas. El silencio de Lisboa no se parece al silencio de la Zona Cero. La belleza del día a día no es tan hermosa como la belleza evocada desde el recuerdo. La lejanía y un poco de niebla siempre añaden poesía a los objetos y las vivencias.

Muñoz Molina demuestra una vez más su calidad estilística, con una prosa lírica y de enorme plasticidad. Su recreación de Lisboa se inscribe en la tradición de los grandes prosistas en lengua castellana, pero sin manierismos o artificios demasiado visibles. Sus descripciones del Tajo o el Hudson combinan lo descriptivo con lo psicológico, la exactitud verbal con la aguda nota introspectiva. Su meditación recurrente del silencio nos hace sentir el espesor de la mirada de Bruno, que nunca se queda en la superficie. Bruno está vivo, pero muchas cosas han muerto en su interior. Entre ellas, el deseo sexual. Su nostalgia de Cecilia está mezclada con la sombra de la culpabilidad. Cada vez le inspiran más temor los sentimientos. Sin afectos ni sexo, la existencia resulta más sencilla. Despedido del trabajo, Bruno descubre que su verdadera vocación es leer, pasear, ver reportajes en el ordenador o el televisor. Su empleo anterior como oficinista sólo le producía repulsión e incomodidad. No está hecho para la vida convencional, pero tampoco es un aventurero o un revolucionario. Sólo es un paseante, un testigo desapasionado y neutral: «Fui expulsado de un paraíso de vagancia, ensoñaciones y lecturas a los trece o catorce años, y sólo ahora vuelvo a él después de una vida entera de exilio».

Bruno se marcha de Estados Unidos, huyendo de la era de Trump. Los chimpancés del laboratorio de Cecilia parecen tan desdichados como los reos confinados en el corredor de la muerte, cada vez más numerosos. Ya no están claras las líneas que separan un régimen de libertades de una dictadura maquillada con retórica demagógica. Deprimido, desplazado, inadaptado, Bruno recuerda a los héroes de la novela existencialistas, abrumados por el absurdo de un universo sin objeto ni finalidad. Su adulterio no consumado con Ana Paula, una mujer insatisfecha que sueña con retomar sus estudios de arte, sólo acentúa la impresión de circular por una trama de Sartre, Camus o la «Nouvelle Vague», con sus personajes atormentados y sus atmósferas trufadas de nihilismo. El paseo nocturno por una Lisboa llena de grafitis, restos de comida pisoteada y botellas rotas introduce una nota fantasmagórica. Con ecos de Kafka, Poe y el realismo sucio (John Fante, Raymond Carver, Richard Ford, Tobias Wolff), Muñoz Molina nos sumerge en una atmósfera onírica y despiadada, donde cualquier esbozo de esperanza parece grotesco. Bruno no oculta su anhelo de escapar de la realidad, imitando al capitán Nemo, que viaja por el fondo del mar. Carece de su agresiva misantropía, pero comparte su desesperación romántica.

Tus pasos en la escalera es la historia de un hombre que se refugia en sus ensoñaciones para no afrontar un doloroso fracaso vital. Es una novela sobre el amor, la soledad y el desarraigo que puede leerse como un relato policíaco. No hay crímenes sin resolver, sino divagaciones que suscitan misterio y perplejidad. Lisboa no es un simple escenario de fondo, sino un personaje más. El paisaje urbano se parece al rostro humano: cambia, envejece, se fatiga y, finalmente, se desfigura. No sé si le sucederá a otros, pero yo he entrevisto la sombra de Fernando Pessoa en cada página, pisando la finísima línea que separa el sueño de la vigila, la vida de la muerte, la ilusión del desengaño.

Rafael Narbona es escritor y crítico literario. Es autor de Miedo de ser dos (Madrid, Minobitia, 2013) y El sueño de Ares (Madrid, Minobitia, 2015).

image_pdfCrear PDF de este artículo.
img_blog_2136

Ficha técnica

6 '
0

Compartir

También de interés.

Una temporada en el infierno

El último exiliado: el Guernica

En abril de este año de gracia se cumplía el octogésimo aniversario del bombardeo…