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Alfonso Guerra y los dos Partidos Socialistas

La España en la que creo. En defensa de la Constitución

Alfonso Guerra

Madrid, La esfera de los libros, 2019

249 pp. 18,90 €

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Cientos de miles de españoles podrían acreditar idéntica experiencia: en su círculo más cercano de amigos y familiares –aquel en el que uno tiene confianza para hablar con los demás sobre el sentido de su voto–, muchas personas que antes votaban al PSOE han dejado de hacerlo en la actualidad. Estoy hablando de quienes José Ignacio Torreblanca ha denominado, con razón, votantes fantasma del PSOE, o, también votantes huérfanos, «los de toda la vida, los de centroizquierda moderado, los progresistas sin estridencias y los pragmáticos que abjuran de los radicalismos y las exageraciones ideológicas, los que prefieren que su partido haga mucho y diga poco a que diga mucho y haga poco. [Los que] no tienen problemas con la Constitución de 1978 y se sienten moderadamente patriotas, más por orgullo por lo logrado por este país en los últimos cuarenta años que por un fervor identitario y esencialista», aquellos a los que, entre otras cosas, les provoca escalofríos que el PSOE recurra a «silencios, omisiones y sobreentendidos» para «ganarse los votos de los independentistas». Aquellos, en fin, que no entienden ni pueden aceptar que «partidos autocalificados de izquierdas encuentren razonable la compañía de partidos que apelan a la identidad para justificar desigualdades».

A esos exvotantes del PSOE, y a los que todavía siguen apoyándolo en uno u otro tipo de elecciones, como suele decirse, con el dedo en la nariz, se dirige sobre todo Alfonso Guerra en su obra La España en la que creo, no casualmente subtitulada En defensa de la Constitución. El subtítulo no es casual, porque la España en la que cree quien fuera durante cerca de veinte años uno de los más destacados dirigentes socialistas es, dicho por lo claro, la España de la Constitución de 1978, sin duda la mejor de que jamás hemos disfrutado a lo largo de una historia caracterizada por recurrentes y gravísimos conflictos, y plagada de sonados descalabrosHe tratado de argumentar pormenorizadamente tal afirmación en mi libro Luz tras las tinieblas. Vindicación de la España Constitucional, Madrid, Alianza, 2018.. Contra quienes impugnan ahora esa España de modo radical, a saber, populistas de extrema izquierda e independentistas, dirige Alfonso Guerra su libro, un libro en que apela a un PSOE –el que gobernó durante años con amplias mayorías en las esferas nacional, local y regional, e impulsó una extraordinaria transformación en este país– que es el suyo, a diferencia del que luego habría de venir de la mano de José Luis Rodríguez Zapatero y acabaría por convertirse, bajo la dirección de Pedro Sánchez, en lo que es hoy: un partido que, salvo contadísimas excepciones, sólo puede gobernar en cualquiera de los tres ámbitos territoriales con el apoyo de la extrema izquierda y/o de los nacionalistas. Y que lo hace sin que ello parezca angustiar ni generar grandes conflictos en sus principales dirigentes, pese a que esos nacionalistas se han quitado finalmente la careta y se muestran ya sin disimulos como lo que son en realidad: independentistas, partidarios de lo que han dado en llamar el derecho a decidir –es decir, a la autodeterminación, a romper el Estado–, derecho que no se reconoce en ninguna democracia occidental. La extrema izquierda, que se ha convertido en la fuerza con la que el PSOE ha acabado construyendo su propia mayoría natural, ha asumido como propia la reivindicación autodeterminista, circunstancia que, a todos los efectos, asimila a Podemos y a sus llamadas confluencias con los separatistas.

Tras una clarificadora introducción, a la que enseguida habré de referirme, Guerra abre el primero de los capítulos del libro censurando la censura que convirtió en presidente del Gobierno a Pedro Sánchez, precisamente con el apoyo de la extrema izquierda y el separatismo. Rechaza el autor tajantemente las críticas de quienes negaron la legitimidad de la moción de censura socialista y, por ende, la del nuevo presidente, pero, acto seguido, califica de «engañoso» al acto de censura en sí, tanto por haber incumplido Sánchez su palabra de convocar elecciones sin demora, como por no haber respetado su promesa de no gobernar con los independentistas y con los populistas. La posición de Alfonso Guerra en un tema que ocasionó un profundo debate político y social expresa con toda claridad el abismo existente entre el PSOE de antes y el de ahora, abismo que recorre todas las páginas del libro: «El error del dirigente Pedro Sánchez no fue la presentación de la moción de censura que sirvió para lograr el objetivo de la separación del poder de Mariano Rajoy; su gran error fue no dar cumplimiento a su compromiso expresado en la tribuna del Congreso: convocar de inmediato elecciones. Su error fue no comprender que los aliados con los que pudo hacer triunfar la moción de censura no eran solventes para gobernar».

Basta recordar cuáles fueron las consecuencias que para Sánchez tuvo la finalmente frustrada tentativa, previa a la moción, de formar gobierno con los mismos que luego, censura mediante, lo hicieron presidente –su cese en 2016 como secretario general, en forma de inevitable dimisión, tras la votación en su contra de la mayoría del Comité Federal del Partido Socialista–, para entender las inmensas diferencias políticas entre el PSOE pre- y poszapaterista, diferencias que se concretan sobre todo, aunque no sólo, en los respectivos juicios de uno y otro sobre dos cuestiones esenciales: de un lado, el papel de la Transición y de la Constitución; de otro, la organización territorial del Estado y, directamente relacionado con ello, la estrategia socialista frente a los nacionalismos. Cualquiera que siga con cierta atención el desarrollo de la vida política española podrá apreciar tales diferencias a lo largo de las doscientas cincuenta páginas que componen La España en la que creo.

Y aunque, ya en su introducción, que Alfonso Guerra titula «Por qué escribo este libro», deja el exdirigente socialista clara constancia de que lo hace «en defensa de la Constitución, lo cierto es que tal afirmación no da, sin embargo, la verdadera dimensión de su propósito, pues, aunque muchas de las cosas que sostiene sirven sin duda para ello, Guerra no trata de desautorizar el discurso de la extrema derecha contra nuestra ley fundamental sino, como ya he apuntado, el del populismo de izquierdas y, muy especialmente, el del independentismo. Populistas e independentistas que, tras apoyar la moción de censura que convirtió a Sánchez en presidente, son los únicos que pueden sostenerlo en ese cargo y quienes garantizan al PSOE el gobierno de gran parte de las Comunidades y de los municipios españoles. La España en la que creo llegó a las librerías antes de que se celebrasen las elecciones generales, locales y autonómicas, pero ello no impide que su objetivo sea en gran medida sentar la posición de quien lo escribe frente a lo que ya entonces era perfectamente previsible: que la alianza entre el PSOE, Podemos y los independentistas que no había cuajado en 2015, cuando Sánchez intentó sin éxito su investidura como presidente del Gobierno, estaba llamada a mantenerse si el PSOE conseguía hacerse con la primera posición, según venían apuntando las encuestas, en las siguientes elecciones.

Quizá por ello, y frente al patriotismo de partido, traducido en algunos casos en un silencio sepulcral frente a la nueva política de la actual dirección socialista y en otros en ingenuos pellizcos de monja a quienes mandan ahora en el PSOE, optó Alfonso Guerra por salir a la palestra a aclarar de forma pormenorizada una posición que, en sus líneas generales, él ya había expresado con anterioridad en no pocas ocasiones. La España en la que creo es, ni más ni menos, que el resultado de una decisión del autor que tiene por objeto hacerse valedor de una «democracia indefensa» como consecuencia de la cobardía de quienes deberían haberla protegido desde el momento en que comenzó a ser brutalmente criticada y no lo hicieron. Porque, frente a la amplia «panoplia de zapadores de la Constitución», lo cierto, afirma Guerra, es que «los que son firmes partidarios de la libertad, democracia y progreso que la Constitución favorece y ampara se encuentran amilanados, asustados, incapaces de defender el texto que sepultó décadas de secuestro de la libertad del pueblo, por temor a ser descalificados por una corte de oportunistas que despliega sus amenazas e insultos. Si defiendes a tu país –continúa el exdirigente socialista, que tanto tuvo que ver en la elaboración del vigente texto constitucional– te calificarán de cómplice de la derecha; si expresas respeto a los símbolos de la nación española, serás motejado de facha; y, lo que es aún peor, los defensores de la Constitución, de España y de su integridad van reculando en sus posiciones hasta conformar un ejército de descontentos acobardados ante la violencia agresiva de unos grupos minoritarios de nacionalistas y antisistema que van avanzando en el dominio de la cultura política del país». Será sobre la base de esta auténtica declaración de principios sobre la que construirá Alfonso Guerra su defensa razonada de la España constitucional, labor que abordará a partir de tres grandes líneas de reflexión: la reivindicación de la Transición, la defensa de la Constitución y la afirmación de la existencia de España.

No dice el autor sobre la Transición nada que no se haya afirmado una y mil veces, pero lo hace en un momento en que volver a repetirlo resulta no sólo indispensable, sino, además, un acto de coraje democrático frente a las patrañas de quienes la denigran como un acto de entrega de los demócratas a las fuerzas del franquismo y, en consecuencia, como una auténtica traición de la oposición democrática española. «Se conocía bien quiénes originaron la tragedia y cuánta violencia se produjo, pero se trataba en la Transición de mirar hacia el futuro en paz, aunque sin olvidar el pasado». Estamos hablando, por un lado, de la reconciliación nacional, que no habían teorizado los franquistas, sino el Partido Comunista, y «que no se inició en 1978, pero que tuvo en aquel momento histórico uno de sus hitos más importantes». Del otro, del rechazo a la idea de la amnesia colectiva, que tanto juego le ha dado a los enemigos de la actual España constitucional: «Del supuesto pacto de silencio se ha fabricado un mito, pero sólo es una falsedad. Los historiadores han repetido que la ingente publicación de libros y artículos acerca de la Guerra Civil y la dictadura han convertido a este período de la historia de España en uno de los más estudiados, con excelentes resultados». El historiador Santos Juliá lo ha explicado, en efecto, y lo ha hecho como nadie antes que él y como nadie con posterioridad en un trabajo que debería leerse en todas las escuelas del país para acabar de una vez con la gran mentira de que la España democrática se construyó sobre el olvido y no, como sucedió en realidad, a consecuencia de la decisión de no utilizar el recuerdo para mantener vivos hacia el futuro los enfrentamientos del pasado. «¿Cometimos un error con el consenso de la Transición?», se pregunta Alfonso Guerra. Su respuesta, hoy rechazada frontalmente por las minorías más activas (populistas de extrema izquierda e independentistas) es compartida, sin embargo, por la inmensa mayoría: «No lo creo. Pienso que la presión psicológica que ejercía en nosotros la Guerra Civil primó sobre una visión a corto plazo. Pensábamos más en nuestros nietos que en nosotros mismos. Que ellos no vivan nunca aquellas experiencias fue el móvil en que se apoyó la paciencia y la generosidad de las víctimas de la dictadura». Curiosamente, una parte de esos nietos, incapaces de imaginar siquiera cómo era la España que salía del franquismo, desacreditan a quienes, con la mente puesta en ellos, acometieron aquella «gesta de la que sentirse orgullosos».

Una gesta cuyo gran fruto no iba a ser otro que la vigente Ley Fundamental: «La consumación de los esfuerzos para reanudar una vida en la normalidad democrática tuvo su apogeo en la redacción de la Constitución», que, con razón, Guerra describe como un acta de paz: «La Constitución de 1978 es un acta de paz, un armisticio; es el cierre definitivo de una guerra civil, de una larga dictadura y de dos siglos de enfrentamientos. Al considerarla desde esta perspectiva, la Constitución de 1978 cobra una fuerza y un vigor democráticos que no han tenido las Constituciones históricas anteriores. En esta línea, Guerra critica con dureza a quienes banalizan, como si fuera una ley más, la decisiva importancia histórica de nuestra Ley Fundamental y del pacto constitucional que le dio origen; a quienes consideran las renuncias necesarias para alcanzarlo como un acto vergonzoso; y a quienes pretenden dinamitar el período de convivencia y libertad más largo y fructífero de toda nuestra historia. En contra de todos ellos sienta Guerra la posición desde la que, según él, tendría que afrontarse cualquier futura reforma de la Constitución: la recuperación del espíritu de consenso que permitió su aprobación. Por eso, aunque el autor dedica un capítulo del libro a la reforma constitucional (a las reformas en la Constitución y no de la Constitución, aclara), exponiendo las diversas esferas y materias a las cuales aquella podría o debería dirigirse, lo realmente relevante a este respecto es que quien fuera uno de los grandes constructores del consenso constitucional no cree, ni que cualquier eventual reforma pueda afrontarse sin aquel, ni que existan grandes posibilidades de lograrlo cuando muchos de los que más insisten en la reforma de la Constitución, lejos de aspirar a reformarla, desean sencillamente aniquilarla: el elemento común en las propuestas de reforma de estos últimos «es la creación de inestabilidad del sistema, centrado en dos asuntos: derribar la monarquía y desconectar algunas Comunidades Autónomas de España».

Es precisamente esa política de los independentistas en contra de la Constitución y de la convivencia entre españoles la tercera de las grandes cuestiones que aborda Alfonso Guerra y que constituye, a todos los efectos, la parte esencial de La España en la que creo. El autor denuncia de un modo contundente, que recorre su obra de cabo a rabo, «los viejos demonios de España», «su espíritu autodestructivo, esta vez en forma de nacionalismo egoísta y excluyente», la aspiración nacionalista a la balcanización del país, que «se fragua silenciosamente durante un tiempo, pero cuando se manifiesta ante todos, se acelera el proceso y ya nadie puede detenerlo», y «la política de apaciguamiento mediante concesiones», que «nos conduciría directamente a una balcanización de España que todos habríamos de lamentar». Guerra, quien no acepta «que el respeto y el amor a la patria sean signo de pensamiento reaccionario», ni tampoco que «únicamente se es progresista si se propugna el aumento del poder de autogobierno regional, pensamiento muy alejado de la verdad, y desmentido cada día por la realidad», niega de un modo radical, abiertamente contradictorio con la posición sostenida por Pedro Sánchez no hace tanto (ahora, chi lo sa?), que España sea un Estado plurinacional y afirma, en cambio, con claridad su posición: que España «es una nación plural, lo que se reconoce en el modelo autonómico que instaura» y que «la unidad de España no es otra cosa que la igualdad entre los españoles, así de simple, así de democrático”.

Muy crítico con las políticas de inmersión lingüística impulsadas por los nacionalistas y especialmente con el «talibán» modelo catalán («El poder político autonómico y local ha realizado una política sistemática de desplazamiento del castellano»), el profundo desacuerdo de Alfonso Guerra con el nacionalismo se desenvuelve en un doble plano: por un lado, el político socialista muestra su desacuerdo con la pretensión separatista, es decir, con las políticas dirigidas a acabar con la unidad del país, garantizada por la Constitución, que en el caso catalán han llevado a lo que él mismo califica como un auténtico «delirio»: «Gobernantes que no gobiernan, medios de comunicación que incumplen su misión de difundir la verdad de los hechos, responsables políticos incapaces de asumir las consecuencias de sus actos, permanente recurso al victimismo y una población abandonada por los gobernantes, sólo atentos a sus juegos narcisistas; por el otro, denuncia Guerra a los nacionalistas como responsables de la ruptura interna de la convivencia en los territorios que gobiernan o han gobernado, dado que «el nacionalismo organiza la Comunidad en base a una fidelidad excluyente con los que no aceptan las reglas impuestas por los nacionalistas».

Frente a ellos, el autor afirma la existencia de la España en la que cree con una claridad que tanto se echa a faltar entre muchos supuestos progresistas: «España es una realidad producto de la historia, o, para ser más exactos, producto de los hombres y mujeres que la poblaron durante su larga historia». Y más delante: «Es curioso y aberrante que se crea ejemplar la historia de cada parte que compone España, pero se repudie la suma de todas ellas. Se ha instaurado una suerte de exaltación de la “patria chica” y un rechazo de la patria común». Y aun después: «España, lejos de asemejarse a una invención, es fruto, a veces amargo, a veces dulce, de la historia de una comunidad que ha compartido siglos de esfuerzos e ilusiones». ¿No parece mentira que haya que mostrar hoy en nuestro país una decidida valentía para hacer desde la izquierda afirmaciones tan sencillas y evidentes? Lo parece, por supuesto, pero así es sin ningún género de dudas, vista la que Félix Ovejero, profundizando con rigor en la cuestión, ha denominado con razón deriva reaccionaria de la izquierda.

Por eso no quiero cerrar esta reseña sin subrayar que estamos ante un libro que, además de otros muchos españoles, debieran leer con calma los nuevos dirigentes del PSOE, o, mejor, los dirigentes del nuevo PSOE que hoy lidera Pedro Sánchez, pero que echó a andar con José Luis Rodríguez Zapatero. El propio Alfonso Guerra que se muestra muy crítico con la frivolidad en política territorial del secretario general socialista entre 2004 y 2012, por haber estimulado «las ansias descentralizadoras de los nacionalistas» con su promesa –luego incumplida– de que se aprobaría sin modificación alguna en las Cortes Generales el nuevo Estatuto de Autonomía que se aprobase en el Parlamento catalán, expone claramente, asimismo, en una evidente referencia a sus antiguos compañeros de partido, su clara lejanía con respecto a los «políticos que sólo se preocupan de cabalgar sobre la ola». Y con aquellos que, tras decir que nunca pactarían con los populistas y los independentistas, llegan al Gobierno de su mano. La cita, ya final, merece la pena pese a su longitud: «Sánchez, que tiene muy desarrollado el instinto de poder, comprendió que era su ocasión, y preparó el resultado de una moción de censura atrayéndose a los grupos independentistas y a los populistas de Podemos, a pesar de que reiteradamente había confesado que jamás presentaría una moción con esos apoyos. ¿Cómo puede explicarse ese cambio de criterio en decisiones de tanta trascendencia? Lo ha manifestado con claridad un colaborador estrecho del presidente del Gobierno: “La coherencia es incompatible con la política”. Parece el lema de un mercenario dispuesto a defender lo uno y su contrario, a impulsar a un partido o a otro; lo que importa, parece decir, es la eficacia. Pero no es trascedente la dirección a la que se oriente la acción política; lo que importa es el éxito, no es pertinente tomar en cuenta las consecuencias, saber a quién beneficia, a quién perjudica. Es la nueva política, el nuevo PSOE. Los últimos movimientos políticos han azorado, desconcertado, abochornado a muchos socialistas. Observar cómo un antisistema, el jefe de Podemos, saltaba de despachos a celdas de prisión, y de celdas a despachos, “negociando” los presupuestos de un Gobierno socialista, habrá sido vivido como un ultraje para muchos socialistas que, callados, prudentes, no levantan la voz pero son plenamente conscientes de que gobernar con el escuálido sostén de 84 diputados conduce a una senda de confusión y desdoro de los principios más queridos y respetados». Está por ver si aquello que el PSOE decidió tragar para conseguir gobernar con 84 diputados será muy distinto de lo que tendrá que aceptar para hacerlo con 123.

Roberto L. Blanco Valdés es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Santiago. Sus últimos libros son La Constitución de 1978 (Madrid, Alianza, 2003), Nacionalidades históricas y regiones sin historia (Madrid, Alianza, 2005), El valor de la Constitución  (Madrid, Alianza, 2007), La aflicción de los patriotas (Madrid, Alianza, 2008), La construcción de la libertad. Apuntes para una historia del constitucionalismo europeo (Madrid, Alianza, 2010), Los rostros del federalismo (Madrid, Alianza, 2012), El laberinto territorial español. Del cantón de Cartagena al secesionismo catalán  (Madrid, Alianza, 2014) y Luz tras las tinieblas. Vindicación de la España constitucional  (Madrid, Alianza, 2018).

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