Recuerdos de un colegio de curas

España es el único país donde el fascismo ganó la guerra y gobernó durante cuatro décadas. La transición a la democracia se urdió desde el olvido y la impunidad. Ese silencio constituyó un agravio a las víctimas de la dictadura, malogrando cualquier intento de reparación jurídica o moral. Sólo Camboya aventaja a España en número de desaparecidos. Se estima que cerca de ciento veinte mil personas yacen aún en fosas clandestinas. Las posibilidades de averiguar su identidad son cada vez más reducidas. Con increíble cinismo, los nostálgicos del régimen franquista afirman que exhumar las fosas sólo contribuye a reavivar las heridas. No entiendo que se pueda censurar o cuestionar el derecho de recuperar los restos de un abuelo para inhumarlos con dignidad. No aprecio ninguna clase de revanchismo en ese humanísimo anhelo. Las víctimas del «terror rojo» fueron exhumadas y sus familiares recibieron homenajes, sinecuras y pensiones. Durante la posguerra europea, se demolieron todos los edificios y monumentos de la Alemania nazi y la Italia fascista. En España, aún se mantienen en pie –por citar sólo dos casos– el Arco el Triunfo y el Valle de los Caídos, un sombrío mausoleo que se construyó con mano de obra esclava. La cruz más alta de la vieja Europa vela el descanso de Francisco Franco y José Antonio Primo de Rivera. Cualquier conciencia verdaderamente democrática se escandaliza con estos hechos.

La oposición crítica a los vestigios del franquismo no implica negar o justificar los crímenes cometidos por las milicias revolucionarias durante la guerra civil española. La rebelión militar del 18 de julio de 1936 desató una oleada de violencia contra los distintos sectores de la derecha. Se asesinó a 6.832 religiosos y a unos setenta mil presuntos fascistas. Manuel Azaña, presidente de la Segunda República, condenó los crímenes, pero socialistas, comunistas y anarquistas impulsaron, alentaron o disculparon la represión, afirmando que era una medida necesaria para ganar la guerra. Desgraciadamente, la izquierda radical aún suscribe este argumento de una forma más o menos explícita. Siempre he considerado que el terrorismo de ETA constituye el último episodio de la Guerra Civil. El odio que suscitó la dictadura de Franco, que torturó y fusiló sin tregua hasta el final, actuó como caldo de cultivo del marxismo-leninismo de ETA. Actualmente, casi todas las fuerzas políticas condenan sus atentados, pero a principios de los años ochenta la izquierda aún fantaseaba con la revolución y simpatizaba en mayor o menor grado con la lucha armada. Sólo cuando ETA incluyó entre sus blancos a políticos de izquierdas se produjo un cambio de discurso.

Puede afirmarse que en España aún sigue funcionando la «lógica de los enemigos complementarios», por utilizar una expresión de Tzvetan Tódorov. Se habla de enemigos complementarios cuando se deshumaniza al adversario y se desprecia cualquier intento de resolver las diferencias mediante el diálogo. En esa dialéctica, sólo caben la difamación, la agresión y la venganza. La sombra del totalitarismo aún planea sobre la arena de la política española, frustrando la superación definitiva de odios cainitas.

¿Cómo se vivió el franquismo en un colegio católico del centro de Madrid? Contaré mi experiencia, intentando reproducir escrupulosamente la realidad. Yo estudié en el Fray Luis de León, un colegio de padres reparadores. Con siete años, me incorporé a segundo de EGB. Corría el año 1971. En esa época, los castigos físicos eran rutinarios y contaban con el apoyo de los padres. Capones, bofetadas, tirones de pelos, humillaciones. Profesores y curas actuaban con la misma brutalidad. Recuerdo que a veces nos obligaban a arrodillarnos sobre tizas o nos sellaban los labios con celo. Las arengas a favor del régimen eran frecuentes. No he olvidado un cómic que relataba el martirio de un sacerdote asesinado por las milicias rojas. Muchos interiorizamos las imágenes de los milicianos profanando una iglesia como la expresión del mal radical. Las cosas cambiaron con el fin de la dictadura. Curiosamente, aparecieron curas vascos que simpatizaban con el independentismo y aborrecían a Franco, lo cual no impedía que se les fuera la mano de vez en cuando. No me atrevo a aventurar una fecha, pero creo que hacia 1979 la violencia desapareció de las aulas. Podría mencionar nombres o incidentes concretos. Yo he visto cómo un adulto abofeteaba brutalmente a un niño de diez años o lo obligaba a ponerse de puntillas, tirándole de las patillas. En el año 1974, un profesor exhibía una fusta en clase, casi como una broma. No recuerdo que la utilizara, pero sí que nos pasaba una goma de borrar tinta por detrás de la oreja.  Sólo se me ocurre una pobre excusa. En ese tiempo, se consideraba que pegar a los niños –especialmente a los de sexo masculino– era tan natural y necesario como enseñarles la tabla de multiplicar.

Al evocar mis recuerdos, alumnos de generaciones posteriores han cuestionado mi versión. Otros han corroborado mis vivencias. He hablado con alumnos de otros colegios religiosos y casi todos los que superan los cincuenta años reconocen haber sufrido experiencias semejantes. Imagino que hoy en día el Fray Luis de León es un colegio más, mixto –en mi época, sólo lo era el último curso de bachillerato– y con una rutina exenta de violencia. Las heridas de la Guerra Civil no se han cerrado, pero la sociedad ha cambiado radicalmente. Pegar a los niños se considera hoy un delito. En los años setenta no era así. Las dictaduras corrompen el alma de la sociedad. Su crueldad se infiltra en todos sus estratos. De todas formas, la protección de la infancia es un concepto relativamente moderno. Durante siglos los niños han sido ciudadanos de segunda categoría, expuestos a toda clase de abusos. ¡Arriba Hazaña!, una película de José María Gutiérrez Santos estrenada en 1978, reproduce con bastante rigor los cambios que se produjeron en los colegios religiosos y, por extensión, en toda la sociedad.

Pienso que la normalización democrática de España sólo se habrá completado cuando las víctimas del franquismo disfruten del mismo reconocimiento que las víctimas del «terror rojo». La desaparición de los símbolos de la dictadura no me parece menos urgente. El Valle de los Caídos no escenifica la reconciliación, sino la victoria de los militares sublevados. Un antiguo campo de concentración nunca podrá ser un icono de la paz, salvo que reciba el mismo tratamiento que Auschwitz o Dachau. Por último, la izquierda debe reconocer que ha flirteado con la violencia durante mucho tiempo, alegando que las transformaciones sociales sólo podrían materializarse mediante estallidos revolucionarios. Olvidaba que una revolución no es una verbena, sino una sangrienta guerra civil.

El pasado duele, pero ese dolor es un tributo a la autocrítica, la honestidad y la clarividencia. Sin esas virtudes, prosperan el encono, la mentira y la deshumanización del otro.