Que se mueran los feos

Ha llegado el verano y con él, como siempre, la apoteosis de la forma. Ya lo decía Witold Gombrowicz, obsesionado con ella: «La persona es una incesante productora de la forma: segrega forma infatigablemente, como la abeja segrega miel». Desde este punto de vista, el verano sería la estación gombrowicziana por antonomasia, aquella en la que nos abandonamos a una barroca segregación de formas que colisionan, dialogan, se mezclan entre sí: en la playa, bajo las muchas horas de luz, durante largos días ociosos. Todo cabe en el verano de las formas: las chanclas, el lino, el sudor. Pero, más allá de los detalles, a partir precisamente de los detalles, podemos aprovechar el inicio de la temporada estival para preguntarnos por la forma misma, por su función y su desarrollo. Es decir: por su triunfo.

Sostener que la forma ha triunfado implica, al menos en principio, un juicio de valor sobre la naturaleza de esa forma. Es decir, supone distinguir lo que es hermoso de lo que no lo es, una distinción aparentemente caprichosa que un crítico de arte –no digamos un filósofo relativista– puede desacreditar de un plumazo. Desde al menos Goya y Baudelaire, las categorías estéticas se mueven en un terreno distinto y más complejo, que, junto con la noción burguesa de lo hermoso, incluye variantes mestizas como lo sublime y lo grotesco. Decir que algo es bonito o feo equivaldría, por tanto, al grado cero de la teoría estética. Y, sin embargo, a pesar de la cualidad históricamente movediza de esas categorías, las usamos: dividimos las cosas en feas o bonitas, aun cuando la fealdad y la belleza puedan predicarse con arreglo a distintos criterios: una escalera puede ser hermosa debido a su funcionalidad, un plano cinematográfico por su exactitud. Ya señaló Niklas Luhmann que los códigos binarios dominan nuestra percepción inmediata del mundo y permean todas las culturas. Sí, no. Tal vez.

Sin embargo, quizá podamos hablar del triunfo de la forma en un sentido ligeramente distinto, que, no obstante, terminará desembocando en un juicio de valor forzosamente controvertido: que el mundo es cada vez más bello. ¡He aquí una herejía! ¿Cómo puede predicarse la belleza de un mundo lleno de chimeneas, desagües y falsos techos? ¿Puede ser hermoso el mundo, si la pobreza y la enfermedad no se han extinguido? ¿Es posible decir algo así mientras existan Las Vegas y Tele 5? Naturalmente que sí; es cuestión de grados. No se trata de que el mundo sea bello en su totalidad, sino de reconocer que es cada vez más bello, suspendiendo por el momento la definición de lo que cuente exactamente como tal.

Ahora bien, la premisa para siquiera considerar esta atrevida hipótesis –el triunfo de la forma– es aceptar el carácter social de la misma, por contraposición, siquiera sea parcial, al orden de la naturaleza. No tanto porque solamente el ser humano sea capaz, hasta donde sabemos, de exhibir preferencias estéticas, sino a la vista de su capacidad para crear, ya sea ex novo o mediante la manipulación del paisaje natural preexistente, formas nuevas. Para quien, por el contrario, la belleza sea siempre y en todo caso, únicamente, belleza natural, la progresiva colonización del medio a manos del ser humano habrá hecho del mundo un lugar más feo, que sólo las formas naturales que aún sobreviven logran redimir ocasionalmente. Contra el automóvil, la anémona.

Mi hipótesis es que la historia social consiste, entre otras muchas cosas, en una progresiva estetización de los distintos órdenes vitales, que se hace especialmente visible en la esfera de la vida cotidiana. Digamos que el proceso de civilización es un proceso de estetización. Bajo esta denominación aludiría a dos fenómenos interrelacionados: una mayor conciencia estética individual y, por lo tanto, también social, que conduce a un creciente refinamiento de los artefactos humanos. A su vez, este refinamiento puede entenderse como la preocupación por su forma más allá de la funcionalidad: no solamente que algo funcione, sino que posea la mayor estilización posible. Hablamos de la indumentaria, los enseres domésticos, los edificios, la tecnología de uso personal, los automóviles, las maletas, el empaquetado industrial, los folletos publicitarios, los muebles, el cartelismo comercial, las webs. Y, por supuesto, del propio cuerpo humano, de su presentación ante los demás, del attrezzo con que nos gusta acompañarlo.

Nada de esto significa que el mundo sea homogéneamente hermoso; ni mucho menos. Subsisten formidables reservas de fealdad y, como se ha advertido antes, muchos tendrán por hermoso lo que otros juzguen feo, y viceversa: a cada cual, su gusto. No hace falta invocar a Pierre Bourdieu para recordar que el gusto estético constituye una estrategia no siempre consciente de diferenciación social y que la socialización en universos estéticos diferentes suele hacernos ciegos –desdeñosos– a los universos de los demás. ¡Y nadie cree tener mal gusto! Pero es a eso a lo que aludo: a la ganancia en conciencia estética, aun cuando esta conciencia conozca múltiples manifestaciones, según cuál sea la constelación formal de cada sujeto o grupo. De alguna manera, todos somos hipsters.

En principio, si hablamos de una ganancia de conciencia estética, que tendría su paulatina expresión en el mayor refinamiento del mundo de los objetos y de la apariencia exterior de las personas, aquella sólo se nos haría evidente a través de una comparación retrospectiva, que revelara su ampliación gradual: cada vez más gente con más conciencia. Y ello sin que esa ganancia sea inmune a una crítica que la ataque desde su flanco más débil: el de la banalización de la cultura.

Sucede que acabamos topando así con una noción tan desacreditada como la de belleza, si no más: la de progreso. En el mejor de los casos, suele admitirse una cierta mejora material de la condición humana, que no encontraría reflejo en nuestra vida moral. Esto es dudoso, porque las ejecuciones públicas no gozan del prestigio de antaño, y la empatía estándar, siendo un recurso escaso, ha visto aumentar su alcance, hasta abarcar a ciudadanos de países distantes y algunas especies animales no domésticas. Ahora bien, donde no hay discusión alguna es en la imposibilidad de predicar progreso en el arte, porque las creaciones de cada época responden a sus circunstancias específicas y en modo alguno serían mejores o peores que las sobrevenidas con posterioridad: Homero no es peor que Joyce, y así sucesivamente.

Bien, pero, ¿tampoco hay un progreso estético, entendido como una extensión de la conciencia estética, que a su vez es una toma de conciencia sobre la importancia de las formas? Y ese progreso, ¿no es un resultado natural del trabajo que la humanidad hace sobre sí misma, a medida que pasa cada vez más tiempo consigo y con sus objetos, de forma que el resultado inevitable de esa tarea es una mayor distancia frente a sí y un aumento de la sofisticación de sus soluciones?

En uno de sus artículos, se refería Javier Gomá a este asunto apuntando hacia los productos de Apple, Ikea o Zara, «diseños modernos y bellos […] ahora democratizados a escala global» que constituyen «tres ejemplos de buen gusto generalizado»Javier Gomá, «Mayoría selecta», en Razón: portería, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2014, p. 89.. En Wall-E, la película de Pixar, el protagonista, indisimulado trasunto de los ordenadores de Apple, representaba el nuevo paradigma –pulido, aéreo, olímpico– frente al declinante mundo del PC. Y en el mundo digital, tenemos los casos de Pinterest, una exitosa red social donde cada usuario compila imágenes de personas u objetos que considera interesantes o, mayormente, hermosos, o Etsy, el portal norteamericano donde se venden productos concebidos y manufacturados por los propios vendedores, donde el vintage desempeña un papel destacado. Son muchos los ejemplos que podrían aducirse para llegar a la misma tesis: el refinamiento de las formas segregadas por el animal humano.

Por lo demás, aunque no se trata tampoco de ponernos hegelianos, cabe apreciar un gradual mejoramiento estético de la propia especie, cada vez más alejada del fenotipo primitivo del que todos provenimos. Tenemos menos vello corporal, somos más altos, vivimos más. La especie, en fin, es cada vez más guapa. En esta dirección apuntan algunos estudiosos de la evolución, para quienes, de hecho, el sentido de la belleza es innato: un a priori que nos hace preferir unos candidatos al apareamiento sobre otros en función de los marcadores biológicos correspondientes, señaladamente la estructura ósea y la simetría facial. De ahí que los seres humanos sean cada vez más hermosos, de acuerdo con la presión evolutiva ejercida por esa preferencia.

Para un constructivista, nada de esto tiene sentido, porque todo es construido, excepto el hecho de que todo es construido. Y el sentido de la belleza, por lo tanto, también, sometido como está a los vaivenes de la historia cultural y a las diferencias en los contextos sociales. ¡Si nos gustaban los Rubens! Sin duda, sociedad y cultura han matizado esa preferencia biológica, añadiendo a ella otros marcadores, pero es dudoso que haya podido erradicar por completo su influencia. Podemos domar los instintos, pero no suprimirlos.

Así, igual que el erotismo es un refinamiento del sexo, los cosméticos son un potenciador de la belleza: decisivas adiciones –si no enmiendas– humanas al orden natural. De hecho, ¿no es la propia vida una versión sofisticada de la desnuda existencia? Súmese por ello a lo anterior la mayor preocupación individual por la apariencia física a lo largo de la vida, que obedece a un conjunto de razones puramente sociales: la creciente volatilidad de las relaciones amorosas, el mayor tiempo libre, la influencia del cine y las celebridades, la cultura del rendimiento, la proliferación de plataformas digitales en que exhibir la mejor versión posible de nosotros mismos, la obsesión con la salud, la democratización de la moda… Y el resultado será la intensificación de la autoconciencia estética. Para comprobarlo, basta pasar una noche como observador no participante en un bar de copas: toda una exhibición antropológica.

Naturalmente, eso que Evgueni Morozov ha llamado –en un contexto ligeramente distinto– la «ideología meliorativa» de nuestro tiempo no deja de cobrarse sus víctimasEvgueni Morozov, To save everything, click here. Technology, solutionism and the urge to fix problems that don’t exist, Londres, Allen Lane, 2013.. Son aquellos que no pueden competir con los demás, aquellos que, aun beneficiándose de la tendencia general hacia el refinamiento estético, son derrotados en la guerra de apariencias que se libra cada día en las calles, las oficinas, las redes sociales. Su angustia es más profunda ahora, cuando la mayor conciencia estética nos oprime, haciéndonos ver nuestra propias deficiencias: la de cada uno, antes o después.

Si miramos desde más arriba, en cambio, vemos otra cosa: igual que los pilotos de los bombarderos sólo ven relieves sin rostro cuando miran hacia abajo. Y lo que vemos es un barroco festival de formas que germinan, mutan, desaparecen. Igual que nosotros. Disfrutemos del verano.