Responsabilidad ministerial en la época isabelina

Alejandro Nieto

Iustel, Madrid, 2022

339 p.



   



   



   



   


¿Por qué deberían estudiar historia los ministros?

Por estas razones, hay que leer libros de historia. Entre las recientes contribuciones a la mejor comprensión de nuestros males quiero destacar ahora el libro de Alejandro Nieto, Responsabilidad ministerial en la época isabelina, un excelente repaso a los procesos de juicio político a ocho ministros en los años treinta, cuarenta y cincuenta del siglo XIX. Casos precedidos de un comentario general de los textos constitucionales y los proyectos legislativos que intentaron regular la rendición de cuentas de los agentes del gobierno en España.

Los ministros y las ministras de hoy apenas tienen tiempo para leer el Boletín Oficial del Estado o su antítesis, obras de poesía; menos aún podrán repasar la biografía de sus predecesores encausados, ora por inquina política, ora por sus desmanes económicos o personales. Ellos y ellas también debieran estudiar historia – disciplina generadora de virtud y valores cívicos (sic) – antes de entrar a formar parte de la serie de cesados del siglo XXI.

El autor, sabio de Tariego de Cerrato, se ha destacado antes en estas lides, llegando a recibir el Premio nacional de ensayo por Los primeros pasos del Estado constitucional. Historia administrativa de la regencia de María Cristina (Ariel, Barcelona, 1996). Su último libro lo dedica a La primera república española (Comares, Granada, 2021). Entre otros muchos textos brillantes de historia, derecho o política, son muy recomendables su Corrupción en la España democrática (Ariel, Barcelona, 1997), o La organización del desgobierno (Ariel, Barcelona, 1987).

Alejandro Nieto reparte a menudo estopa a diestro y siniestro en sus agudas reflexiones, pero este reciente opúsculo se circunscribe a la presentación de los hechos en un momento concreto y revelador de nuestra trayectoria constitucional. El período isabelino estuvo marcado por la pugna parlamentaria y el rifirrafe a veces impostado, otras más real, entre quienes se repartían el poder. ¿Les recuerda algo? Cualquier gobernante de nuestro tiempo identificaría paralelismos cien años más tarde, descubriendo lo poco que avanzamos en algunos temas y lo mucho que nos parecemos a nuestros bisabuelos.

Javier de Burgos, artífice de la división provincial contemporánea, es el protagonista del primer capítulo. Un empréstito contratado con dos banqueros de París en circunstancias de extrema debilidad financiera del Estado provoca la sospecha de corrupción, dudas sobre uno de los gestores públicos más relevantes de su tiempo que los expedientes tramitados no pudieron aclarar. La política de intrigas partidistas se impuso a la transparencia y el buen gobierno, ya entonces.

Los casos que vienen después evidencian numerosas fallas del sistema constitucional del liberalismo isabelino: las difíciles interacciones entre Congreso, Gobierno y militares (Rodil), las sospechas recurrentes sobre conflictos de intereses en contratos y concesiones públicas (Conde de Toreno), la estrategia de acoso y derribo empleando argumentos urbanísticos y contables (Pita Pizarro), los estragos derivados de los incidentes de connotación sexual (Olózaga), las relaciones con el mundo financiero (Salamanca), los desfalcos en contratos públicos (Esteban Collantes) o la causa general contra los gobiernos moderados por incumplimiento de la Constitución (Sartorius, conde de San Luis).

Esta banda sonora del tiempo de la regencia de María Cristina y la época isabelina recuerda demasiado al momento actual en sus malas prácticas. El marco normativo de aquellas Cortes y los sucesivos gobiernos no era peor que el de hoy, cuando seguimos sin una cultura de dimisiones y huérfanos de seguridad jurídica en el punto clave de la responsabilidad personal de los ministros (como muestro en mi obra La responsabilidad personal de autoridades y empleados públicos. El antídoto de la arbitrariedad, Iustel, Madrid, 2020).

Quizás esta sea una explicación del porqué las ministras y los ministros parecen desinteresados por la historia. Vivimos en un bucle del pretérito en el que no es necesario conocer en detalle lo que entonces ocurrió, pues tras tanto ruido y pocas nueces el único mensaje práctico se parece al soberbio lema de Cela: en España, el que resiste gana.