Para pensar de otra manera

Vivir es ver volver, según Azorín: la muerte del torero Iván Fandiño en una plaza francesa, hace apenas unos días, ha reavivado por un momento el debate acerca de la pervivencia de esa singular práctica cultural que es la tauromaquia. Dejando a un lado la ventajista prohibición decretada en Cataluña, donde el argumento antiespañol primó sobre cualquier otra consideración a la vista de la tolerancia con que se contemplan otras festividades que también implican la tortura de un animal inocente, los argumentos se repiten ad nauseam y se diría que sólo el progresivo cambio generacional logrará resolver la disputa. Pero me interesa aquí menos volver sobre este asunto que reflexionar, a partir de aquí, sobre la presunta virtud de la coherencia: la capacidad para mantener la propia posición moral o intelectual ante la realidad. Aunque me referiré a ella solo brevemente, la cuestión animal nos proporciona un buen punto de partida, sobre todo al presentarnos con claridad el que quizá sea el problema principal de la (in)coherencia: las razones que justificarían –o incluso exigirían– una modificación de nuestro juicio.

Durante el siglo y medio que ha transcurrido desde que Jeremy Bentham formulase su clásico razonamiento sobre los fundamentos del tratamiento moral de los animales, los hemos mirado con sus ojos: la cuestión no es si piensan o hablan, escribió Bentham en 1854, sino si sufren. Porque, se deduce de ahí, los animales no piensan ni hablan, pero sí sufren. Sucede que el estado de la ciencia ha cambiado desde entonces, si bien tampoco hemos avanzado demasiado velozmente en este terreno. Sólo ahora, señala el primatólogo Frans de Waal en un espléndido libro reciente (Are We Smart Enough to Know How Smart Animals Are?), empezamos a movernos en la dirección correcta a la hora de comprender a los animales; o, al menos, tratar de comprenderlos. Su tesis es sencilla: no hemos dejado de ser antropocéntricos ni, por tanto, de juzgar las capacidades cognitivas de las demás especies a partir de la comparación con nuestras capacidades. Hasta hace poco, negábamos que tuviesen mentes; ahora, empezamos a aceptar que las tienen y vislumbramos una complejidad que nos resultaba –y resulta– más cómodo ignorar. De Waal muestra cómo esta modesta revolución se debe al trabajo de aquellos científicos que han operado más científicamente, suspendiendo el antropocentrismo en beneficio de un enfoque más imaginativo. Un ejemplo: después de décadas poniendo delante de los chimpancés fotografías de rostros humanos para que los reconociesen, se pensó que era mejor idea mostrarles rostros de otros chimpancés. Y aunque fracasaban en lo primero, se mostraron intachables identificando a sus congéneres. ¿Se imagina el lector que unos chimpancés le pusieran delante fotografías de otros chimpancés?

También hemos empezado a aceptar que los delfines emplean algo parecido a nombres individuales para dirigirse unos a otros, o que los murciélagos de la fruta comunican problemas específicos de manera específica. ¡Resulta que los sonidos animales sirven para algo! De manera que, aunque queda mucho por saber, Bentham estaba equivocado: los animales no sólo sufren, sino que también piensan e, incluso, hablan. Por supuesto, no lo hacen como nosotros; pero eso no significa que lo hagan peor que nosotros: simplemente, lo hacen de manera diferente con vistas a resolver problemas también diferentes. Y así como hay profundas diferencias entre los seres humanos y los demás animales, también las tienen otras especies entre sí. Para De Waal, el problema es el antidarwinismo que subyace a la identificación de una sola complejidad –la nuestra– que sirve de línea divisoria ontológica respecto a los demás animales (pues animales somos). A su juicio, no hay una sola forma de cognición, ni tiene sentido establecer una clasificación entre unas y otras. Sin duda, la especie humana es excepcional; pero eso no priva de complejidad al resto. Y lo mismo vale para el sufrimiento: damos por supuesto que los animales no tienen conciencia o no experimentan dolor como nosotros, cuando en realidad lo más lógico es pensar –continuidad natural obliga– justo lo contrario.

En el caso de las otras especies, se diría que los avances científicos constituyen uno de las pocos factores que pueden provocar desplazamientos significativos de la opinión al introducir novedades fácticas que nos obligan a cambiar el modo en que vemos lo que antes no veíamos o veíamos de otra manera. De ahí no se colige que al día siguiente hayamos de convertirnos todos en vegetarianos: la humanidad seguirá necesitando del mundo animal para su sustento. Pero quizá sí podamos revisar no pocas prácticas, individuales y colectivas, que moralicen en alguna medida la compleja relación humano-animal: incluido, claro, el maltrato en las fiestas públicas o en la caza del zorro. Aunque como ya vimos en el caso del cambio climático, no todo el mundo está en contacto con la literatura científica o sus versiones divulgativas. Y si las noticias que nos trae la ciencia nos disgustan, solemos situarlas en el mismo plano que nuestras creencias: una opinión que podemos desechar. Esta diferencia queda muy clara en la lengua inglesa, donde a menudo se pregunta por lo que alguien cree utilizando el verbo feel (sentir). En un entretenido reportaje publicado en el penúltimo número de la revista The New Yorker –acerca del falso recuerdo de unos presuntos asesinos que en realidad no lo eran– se transcribe un diálogo que deja clara la diferencia:

? Do you feel that there were seven people there? ?I asked him.
? I don’t feel ?he said?. I know.

En muchos casos, pues, no cambiamos de opinión debido a que no hemos accedido a la información decisiva. El contacto sereno con ella demuestra ser esencial en otros contextos: los talleres deliberativos experimentales que tratan de demostrar que el ciudadano que conversa en grupo sobre asuntos públicos es más dúctil en sus preferencias así lo confirma, pues lo decisivo en esos casos es menos hablar con otros que empezar a conocer algo que antes se ignoraba o se conocía apenas superficialmente. En otras palabras, no es que modifiquemos nuestra preferencia porque deliberamos con otros, sino porque deliberamos interiormente al recibir una información que antes ignorábamos.

Pero bien puede ser que no accedamos a ella porque estamos cómodamente instalados en nuestras creencias y, como ha demostrado la psicología contemporánea, rechazamos la información que las contradice mientras buscamos aquella que las confirma. Somos, como dice Samuel L. Popkin, «avaros cognitivos». No en vano, hemos hecho una inversión en nuestra organización perceptiva de la realidad y reajustarla tiene un coste que no deseamos pagar: el «ego totalitario» al que se refiere Anthony Greenwald no admite disensiones. De manera que el imperativo de la coherencia puede explicarse por dos razones que nada tienen que ver con la meditación moral ni el discernimiento intelectual: la adhesión sentimental a nuestra forma de ver el mundo y el coste que acarrea su modificación. Un coste que no es solamente individual; es decir, que no consiste únicamente en perder tiempo y energías para reevaluar lo que sabemos y creemos. También tiene un coste colectivo o, mejor dicho, un coste en nuestra relación con la comunidad a que pertenecemos. Esto atañe tanto al pensador privado como al pensador público: a quien sólo se relaciona con su tribu moral o también se relaciona con su audiencia. En cualquiera de los casos, los cambios de opinión en asuntos significativos acarrean no pocos disgustos.

Huelga decir que no hablamos aquí de la coherencia del líder político, sometido a otro tipo de lógica y orientado exclusivamente a la conquista del poder. La zigzagueante trayectoria de Pedro Sánchez, capaz de encarnar una línea socioliberal primero y una defensa de las esencias de la izquierda después, es un buen ejemplo. En Show Me a Hero, la miniserie televisiva de David Simon, el atribulado alcalde protagonista responde así al juez con quien debate un controvertido proyecto de viviendas sociales en la ciudad de Yonkers: «La justicia no trata sobre la popularidad. Pero la política sí». ¡Y tanto! En términos maquiavelianos, la coherencia será una virtud si es útil para hacerse con el poder o conservarlo; y viceversa. Irónicamente, lo que Sánchez ha prometido es mantener a toda costa un tipo de coherencia política consistente en oponerse a «la derecha» en cualquier circunstancia y ocasión. Su partido quiso ser incoherente sin saber persuadir a sus votantes de las virtudes de aquel viraje y ha sido el reclamo de la coherencia, en este caso ideológica, lo que parece haber devuelto el entusiasmo a su electorado. Aunque se trata de una coherencia sui generis: son evidentes las razones tácticas que explican la maniobra como una búsqueda del voto trasvasado a Podemos.

Sea como fuere, ¿por qué es virtuosa la coherencia? Hay que suponer que por la manifiesta falta de virtud de su contrario: la incoherencia. Entendida como volubilidad: saltar de una posición a otra por puro interés o por carecer de un criterio propio y ceder al ajeno sin oponer resistencia, es decir, sin oponer un pensamiento propio. Se diría entonces que el problema no es exactamente la coherencia –que en sí misma sería algo parecido a la virtud del tonto, por no requerir más esfuerzo que el de una terquedad sostenida–, sino precisamente la incoherencia: un pensamiento que no evoluciona sino que da saltos en una u otra dirección sin razón. Será entonces coherente quien modifique sus posiciones tras un proceso reflexivo que haga sitio a nuevos hechos o datos; o quien, simplemente, siga una dirección intelectual nueva. Y será incoherente, en cambio, quien cambie sus opiniones sin fundamentación suficiente, esto es, sin haberse parado a pensar.

Pero también será incoherente quien se niegue a pensar de otra manera pese a la existencia de hechos o datos que aconsejan lo contrario. Recordemos la famosa cita de Keynes: «Cuando los hechos cambian, cambio de opinión. ¿Qué hace usted?» Desde luego, una posibilidad es no cambiar de opinión aunque cambien los hechos, porque tengamos más apego a las opiniones –a las creencias que articulan nuestra visión del mundo– que a las novedades que vienen a arruinarnos el día. Por eso la ideología, brújula simplificadora para transitar el mundo, es tan peligrosa a estos efectos. Pero así como quien no dedica apenas esfuerzo a lidiar intelectualmente con la realidad quizá no tenga más remedio que apoyarse en alguna ideología, podemos exigir a quienes se dedican profesionalmente a ello que no lo hagan. O, al menos, que sean conscientes de que toda ideología es, también, una simplificación a la que nos apegamos afectivamente. De manera que la fidelidad a unas creencias no sería buena en sí misma, sino sólo en la medida en que esas creencias se asienten en una reflexión genuina y puedan ser revisadas a la luz de nuevas circunstancias. Aquello de Ortega: las ideas se tienen, en las creencias se está.

Dicho de otra manera: ¿no resulta sospechoso quien piensa siempre lo mismo? Las ideas propias, que, como es natural, son menos propias de lo que creemos y más bien se imbrican en un tejido social del que son inseparables, son una inercia. Y es comprensible que romperla exija de un cierto entrenamiento, una práctica de la que la manía de la coherencia –en su peor sentido– constituye un enemigo principalísimo. Lo mismo puede decirse, para el caso del pensador público, de la popularidad: como en los partidos políticos, la coherencia es un valor muy apreciado en el mercado de las ideas. Pero corre el riesgo de constreñir la libertad de quien piensa, impidiendo la evolución de su pensamiento. Y si un pensamiento no evoluciona, ¿sigue siendo pensamiento?